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Authors: Alberto Méndez

Tags: #novela histórica

Los Girasoles Ciegos (14 page)

Para salir del paso, mi madre resolvió la situación hablando de un fantasma que de vez en cuando venía a visitarnos. Naturalmente la explicación heló la sangre de todos los presentes, pero estábamos tan hechos al miedo, tan acostumbrados a las imágenes del Infierno, conocíamos tan bien lo
aciago y sus horribles moradores, que todos dieron por buena la explicación. Seguimos jugando al parchís y al cabo del rato se oyó el ruido de la cisterna del retrete que, al rellenarse, producía un traqueteo que terminaba en un silbido parecido al ulular del viento. El estupor y el miedo les paralizó, pero mi madre se limitó a comentar con naturalidad: «Siempre hace lo mismo este fantasma. Tira de la cadena y se marcha». Una sensación de alivio se derramó sobre mis amigos y continuamos jugando.

Hay un no sé qué de ternura en lo sublime,
flebile nescio quid,
que dijera el poeta, y es el don de las hermosas lágrimas. Las vi aflorar, Padre, en los ojos de Elena un día en que, después de dejar al niño en el colegio, la seguí hasta un piso en la calle Torrijos donde irrumpí de sopetón llevado por una curiosidad malsana, lo reconozco. Comencé a seguirla, no tanto para vigilarla cuanto por el placer de admirarla, porque aún hoy, cuando los hechos inexorables
extinxerunt impetum ignis,
han apagado el vigor del fuego, sigo sobrecogiéndome al recordar la cadencia de su caminar pausado. Entró en un edificio de porte señorial y tuve tiempo de ver que el ascensor se detenía en el cuarto piso. Resultó ser un taller de confección de prendas íntimas femeninas cuya hechura se realizaba por encargo de lúbricas mujeres que, sin duda, formaban parte de lo más disoluto de nuestra sociedad. Elena cosía a destajo para este taller y, debo confesarlo, sentí cierta ira al ver que aquellas manos, nacidas para acariciar a sus hijos, a sus allegados, se estaban desperdiciando en tan fútiles labores. No puedo explicar la razón por la que, rodeado de aquellos procaces maniquíes que vaticinaban el uso de aquellas prendas, tomé sus manos entre las mías y las llevé hasta acariciar mi cara mientras le susurraba que Dios las había creado para más altos designios. No las apartó, Padre, y pensé que me comprendía. Las dejó inertes sobre la piel de mi
rostro y sentí el céfiro de su tacto invadiendo los cimientos de mi vocación sacerdotal, transfigurando mi proyecto, confundiendo las razones de mi diaconato.

Cuando la miré a los ojos, ante la inmovilidad de las costureras presentes, a las que sin duda infundía un profundo respeto mi sotana, Elena estaba llorando silenciosamente. ¿De qué se arrepentía, Padre? ¿De dedicar el primor de sus manos a tan indigna tarea? ¿O, como yo pensé en aquel momento, estaba conmovida por la intensidad de mi afecto? Ahora sé, Padre, que sus lágrimas no brotaron p
or nada de esto, pero, ¡ay de mí!, ha tenido que morir un hombre para que yo lo comprendiera.

Balbucí una excusa que no me importó que fuera estúpida para explicar mi presencia en aquel piso y regresé al colegio satisfecho porque, a mi modo, ya le había dicho a Elena que yo estaba dispuesto a protegerla. Si no aceptaba, sería tan necia como la estatua que rechaza su pedestal.

—¿Quieres mucho a tu mamá?

Lorenzo asintió con la cabeza. El hermano Salvador acarició al niño en señal de aprobación. Al menos un centenar de párvulos correteaban por el patio formando un enjambre ruidoso y caótico que solamente ellos comprendían. Como el espacio no era suficiente para todos, los grupos se entremezclaban pero los juegos no, porque todos sabían con quién y contra quién jugaban.

—¿Y tu papá no os escribe?

Lorenzo negó con la cabeza.

—¿Por qué?

—Porque está muerto.

El hermano Salvador acarició otra vez la nuca del niño mientras hablaba de la voluntad del Señor, de sus designios inescrutables, de la entereza de los santos y otras cosas que Lorenzo no entendía.

—¿Y tu mamá no tiene a nadie que la ayude?

—A veces viene la señora Eulalia. Pero ahora está en la cárcel.

—¿Y por qué está en la cárcel?

—Por vender pan de estraperlo.

¡Por fin pudo decir algo que era cierto! Eulalia era una mujer compacta, ancha y alta, a la que sus sesenta y tantos años de vida habían estriado el rostro con arrugas uniformes que conferían a su mirada azul el fulgor de un ascua y a su sonrisa los perfiles de un camafeo.

Se ganaba una vida precaria como asistenta, pero eran tales los rigores de las casas que atendía que sólo lograba trabajar de tarde en tarde.

Cuando el hambre superaba su capacidad de subsistencia, pedía a Elena un chusco de pan blanco y se iba a venderlo con descaro al mercado de Abastos que había en la calle Hermosilla.

Elena, que conocía a Eulalia desde niña porque había trabajado desde siempre en casa de sus padres, le daba el pan y se comprometía a ir a verla a la cárcel de mujeres de Las Ventas.

Eulalia, con su refajo medieval y su cabello blanco, se las componía para ser vista por los guardias y cada detención suponía dos comidas diarias durante diez o quince días, según el descaro que mostrara ante el rigor del comisario.

Los jueves, a las seis, Elena y Lorenzo se apostaban en la acera de enfrente de la cárcel de mujeres y un pañuelo ondeando entre las rejas de una tronera era la señal de que Eulalia estaba recuperando fuerzas para seguir viviendo cuando saliera.

Los ojos de Lorenzo estaban fijos en un grupo de niños que jugaban a la pelota. El hermano Salvador, con un gesto de condescendencia, le dejó unirse a sus compañeros y se quedó observando cómo se integraba en un juego cuyas reglas sólo los jugadores comprendían. Las respuestas del niño, no sabía por qué, le habían llenado de un regocijo tal que le impidió tirar de las orejas a un párvulo desdentado que, como los judíos al Señor, escupió a un compañero que le había quitado la peonza.

Los gritos, el juego agitado de los niños, el sol templando un aire transparente, el candor de una respuesta, el orden natural de cada cosa, el tiempo pautado en un horario, el rebaño y su pastor, la jerarquía, devolvieron al presente el sabor que tuvo antaño cuando aún era no vencedor sino hacedor de la Victoria. El hermano Salvador se sintió un desheredado al que ahora correspondía heredar la Tierra. «Porque ellos serán hartos», pensó, y, casi sin advertirlo, cruzó aquel patio mascullando:
¡Saturabuntur!

En Alcalá 179 viví
a un personaje inquietante: Silvenín. Era algo mayor que el resto del grupo pero la diferencia de edad no justificaba su desapego. Era un personaje sólido, tan encorvado siempre hacia delante que parecía caminar sólo para guardar el equilibrio. Raras veces se incorporaba a nuestro grupo. Su padre era un adulto transparente en el que nadie hubiera reparado a no ser por la compañía de su mujer, que, sin ser hermosa, era un ejemplo de dulzura que aún hoy recuerdo como un refugio silencioso entre la hosquedad de los adultos que regían nuestro mundo. Ella se limitaba a saludar, su marido ni eso hacía de lo apocado que era.

Silvenín tenía la seriedad de su padre y los ojos azules además de la sonrisa de su madre: nos producía respeto. Recuerdo que en una ocasión en la que estábamos todos reunidos en torno al poyete de la clínica dental que daba a la calle Ayala, pasó por delante el párroco de la iglesia de Covadonga, un ser casposo y sucio con un lobanillo en la frente y unos labios flácidos siempre húmedos que salpicaban saliva cuando predicaba tonante contra el pecado en la misa del domingo y acumulaba una espuma densa y blanca en las comisuras al bisbisear sus oraciones. Todos nosotros, siguiendo las enseñanzas que habíamos recibido en el colegio, nos precipitamos a besarle la mano que él, sin detenerse, dejaba lánguidamente a merced de nuestro obsequioso respeto. Todos menos Silvenín, que, cuando se recompuso el grupo, nos preguntó: «¿Creéis que los curas no se limpian el culo?».

Los demás rieron su gracia, pero yo sentí un miedo irracional a que el secreto guardado en mi casa fuera descubierto, y, al mismo tiempo, una complicidad entrañable con aquel vecino. Ahora no sabría decir por qué, dado que mis padres, que yo recuerde, nunca me hablaron ni de la Iglesia, ni del clero, ni mucho menos de la religión, que, convertida en asignatura de Historia Sagrada y Catecismo, era simplemente algo que yo tenía que fijar en mi memoria, tarea en la que colaboraban tomándome la lección de vez en cuando. Esto me hace pensar que mis padres tenían miedo de enseñarme lo que pensaban y yo tenía miedo de saber lo que pensaban. Era otra forma de complicidad, como el armario donde vivía mi padre o la viudedad de mi madre. Todo era real pero nada verdadero.

¿Ha de ser en la renunciación donde se recojan las flores que nacen del espinoso arbusto de la vida?, me preguntaba yo, ¿o podré convertirme en el árbol robusto que se ha erguido a fuerza de pecados y arrepentimientos, de descarríos y regresos al camino, de altanerías y humillaciones? Le confieso, Padre, que, tras tantos años de inviernos y sequías, noté formarse en mí los brotes de una flor capaz de dar su fruto. Pensé en preterir mi vocación de pastor para formar parte del rebaño.
Habian transcurrido más de seis meses desde mi primera conversación con Elena y se habían producido otros encuentros, forzados o casuales, en los que yo había destilado la sinceridad de mis afectos e incluso, como ya le he contado, la vehemencia de mi amistad celante.

La pérdida de su esposo que, aun formando parte de los aherrojados por nuestra razón histórica, era a la postre el padre de sus hijos, la falta de noticias de su hija Elena que el vendaval de la guerra había arrastrado a la t
erra incógnita del silencio y la necesidad imperiosa de sacar adelante a un vástago vivaz y triste al mismo tiempo, todo esto y muchas cosas más, me explicaban
su dulzura esquiva, su falta de disposición para hablar de otra cosa que no fuera su hijo, sus prisas en dar por terminados los encuentros y el pudor que sentía cuando hablaba de sí misma. Por entonces yo, Padre, justificaba esta actitud llamándola decoro.

Varias veces fui a su casa durante las horas lectivas para tener oportunidad de hablarle de mis intenciones, pero nunca estaba en casa. Quizás este hecho, tan insólito en una mujer, debiera haberme puesto sobre aviso, pero mi aturdimiento ante opciones brotadas repentinamente en mi futuro no me permitió analizar lo extraño de los hechos.

Aunque mi función en el colegio era puramente administrativa y mis salidas estaban justificadas por la necesidad de recaudar contribuciones caritativas para la buena marcha de la Orden, el hermano Arcadio, nuestro Superior, me reconvino por la disipación de mi conducta. Tenía razón. Las ora
ciones se me hacían interminables, las ceremonias religiosas ya no provocaban en mí la desazón que todo pecador debe sentir ante los ojos de Dios, y, créame, Padre, que, de todas las lecturas de la Sagrada Biblia, de todas mis horas piadosas, sólo quedaba una frase de los Salmos en mi memoria:
Son tus pechos dos crías de gacela paciendo entre azucenas.

El ascensor se detuvo en el tercero. Elena estaba en la cocina limpiando lentejas y se paralizó como si esa labor provocara un estruendo. Ricardo, satisfecho porque acababa de encontrar la forma de traducir un endiablado verso de Keats, dejó en el aire sus dedos sobre el teclado de la Underwood como si le hubieran sorprendido haciendo algo prohibido. Sólo el reloj de pared del comedor siguió moviéndose después de sonar el timbre.

Toda esa quietud se deshizo en una rutina agitada y silenciosa. Elena recorrió sigilosamente el pasillo hasta comprobar que Ricardo se estaba escondiendo en el armario. Recompuso el rosario que tapaba las bisagras, fue a la mesa donde trabajaba su marido y retiró todo lo que estaba escrito a mano. Abrió el balcón de par en par para dejar entrar la primavera y, procurando no hacer ruido, fue hasta la puerta de la entrada. Permaneció escuchando, esperando algún sonido que identificara al visitante, pero, de repente, un nuevo timbrazo la sobresaltó tanto que no pudo evitar que se escapara un grito sofocado.

Era el hermano Salvador. Su cara redonda y una calvicie incipiente estaban al otro lado de la mirilla sonriendo con los labios apretados y unos ojos semicerrados con un gesto que quería ser beatífico e implorante. Elena abrió la puerta y él entró salmodiando buenos días, buenos días, buenos días...

Ya dentro preguntó si podía pasar y, sólo entonces, Elena cerró la puerta diciendo «Pase, hermano» y le acompañó hasta el comedor. No le invitó a sentarse pero él se sentó de todos modos y aludió al tremendo calor que daba la sotana. Ella le ofreció agua, pero el rostro del huésped recuperó la sonrisa beatífica y sugirió que, quizás, un poquito de vino.

Cuando Elena regresó de la cocina con la botella y un vaso, el religioso tenía unos libros en la mano que había cogido del aparador. Farfulló algo sobre la lectura y la soledad y levantó con un a su salud, Elena, el vaso que ella le había servido. Bebió a tragos cortos y rápidos para terminar con un chasquido de la lengua sonoro y grosero que se resolvió en una vaharada prolongada que pretendía ser un elogio del Valdepeñas. Quería hablarle de Lorenzo.

—¿Le ha pasado algo?

—No, no, todo lo contrario. Es un magnífico muchacho. Podría ser el primero de su clase, pero su timidez... —Y comenzó una larga disertación sobre el aprendizaje de la vida, la gallardía necesaria para ser el mejor, un
«primum inter pares»,
el mejor ante los ojos de Dios—. Quizá la ausencia de su padre...

El silencio de Elena propició una verborrea del religioso que habló del sacrificio de la enseñanza, de las satisfacciones que daba, de la obligación de detectar a los mejores para proporcionarles la energía necesaria y que llegaran a ser adalides de las grandes causas.

—Yo podría conseguir que ingresara en el seminario.

Elena no pudo evitar una sonrisa.

—¡Pero si es sólo un niño!

—Encauzar, encauzar, Elena, ésa es nuestra obligación y lo que se espera de nosotros. Eso no le compromete a nada. Tendría una formación excelsa, una preparación para el futuro que, si Lorenzo así lo desea, no tiene por qué terminar cantando misa. Míreme a mí, he estado doce años en el seminario y creo que ya no quiero ser sacerdote...

—¿Usted no es sacerdote?

—¡No, mujer! Soy sólo diácono, servidor de la Iglesia, pero algún día encontraré a alguien con quien formar una familia...

Quizá por disipar el gesto de sorpresa que se había apoderado del rostro de Elena, preguntó por el retrete. Elena, solícita, le indicó dónde estaba y aprovechó el momento para comprobar que no había señales de la presencia de Ricardo en aquella casa. Poco a poco se habían acostumbrado a eliminar todo vestigio de su presencia y, desde el tabaco al que había renunciado para evitar explicaciones en los despachos de la cartilla de racionamiento, hasta los cuadernos manuscritos que su marido utilizaba para sus traducciones literarias, pasando por la ropa que nunca se tendía y se secaba con la plancha, la vida de Ricardo se había resuelto como la del aire: estaba pero no ocupaba lugar en el espacio.

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