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Authors: Alberto Méndez

Tags: #novela histórica

Los Girasoles Ciegos (12 page)

Mi hogar se distribuía a ambos lados de un pasillo. El edificio estaba dividido también en dos mitades: los pisos con balcones a la calle de Alcalá, que formaban la parte noble del vecindario, y los más humildes, que daban a la calle A
yala. Nosotros vivíamos en uno de estos últimos.

Aunque podría describir palmo a palmo aquella casa, lo imborrable de aquel piso serán siempre las ventanas que acechaban eternamente nuestras vidas, eran la parte frágil de nuestro reposo familiar. Si estaban abiertas, sólo podía hablar en voz alta con mi madre; si era de noche tenía que esperar a que mi padre abandonara las habitaciones para encender la luz. Todo este juego de silencios y oscuridades estaba transido por un tercer elemento que cristalizaba cualquier situación en la que se produjera: el ruido del ascensor.

Desde que se ponía en marcha hasta que llegaba a nuestro piso, el tercero, había un tiempo que todos teníamos interiorizado y perfectamente medido. Si se paraba en el segundo, o continuaba más arriba, todo seguía en el punto en que se había detenido; si se paraba en el tercero, no sólo se congelaba el tiempo sino que se petrificaba el aire hasta que oíamos un timbrazo en cualquiera de las otras tres viviendas de nuestro rellano. Entre todos los ruidos, entre todas las voces, entre todas las expresiones de vida a nuestro alrededor, mi padre, mi madre y yo teníamos perfectamente catalogados los que presagiaban peligro y los que reflejaban rutina. Nadie aludía nunca a esos silencios que el ascensor provocaba, como nadie hacía comentario alguno cuando mi padre, si alguien llamaba a nuestra puerta, se escondía en un armario empotrado tras un tocador con dos mesillas a ambos lados de un espejo.

El armario no había sido construido para la finalidad que ahora tenía. Antes de la guerra, aprovechando una irregularidad del dormitorio que ahora parecía cuadrado, habían creado un espacio triangular disimulado tras un tabique sobre el que se apoyaba un espejo, enmarcado en caoba oscura, que llegaba hasta el suelo y que era en realidad la puerta de un gran armario empotrado. Cabía una persona holgadamente, tumbada o de pie y las bisagras de la puerta estaban disimuladas con un enorme rosario de tupidas cuentas de madera con un crucifijo de plata en el que había un Cristo deforme pero con un gesto de dolor tal en su rostro que procuraba no quedarme nunca a solas con él en aquel cuarto.

Había, además de dos camas de hierro niquelado con cabeceros adornados con hojas metálicas de parra y un cristal oblongo, un enorme armario de tres cuerpos con una luna enorme en la parte central que me servía a mí para soñar en un mundo donde mi derecha era su izquierda y al contrario. Recuerdo que mi padre definió mi confusión algo así como «puntos de vista diferentes a la hora de ver las cosas». En ese armario se guardaba mi ropa y la de mi madre. Olía a naftalina. La de mi padre se ocultaba con él en su cobijo. He conservado el olor de ese escondite y lo he reconocido en las cocinas pobres, en las uñas sucias, en las miradas desgastadas, en los desahuciados por los médicos, en
los humillados por la vida y en las garitas de guardia de los cuarteles. En las cárceles no huele a eso, huele a lejía y al olor que tiene el frío.

Me sentí pastor y fui feliz al saber que había descarriados en mi rebaño. ¡Cuan lejos estaba yo, Padre, de saber que yo era el lobo! Como Bossuet, hice acopio de mi cáliz para darles de beber los secretos del Señor. Comencé a hacerme el encontradizo.

Nunca más obligué al niño a cantar, aunque no me pasaba desapercibido su fingimiento. Al romper filas, cada tarde, los alumnos se abalanzaban hacia la puerta de salida del colegio. Yo espiaba el comportamiento de Lorenzo y no pocas veces tuve ocasión de encontrarme con su madre. Al principio nos limitábamos a saludarnos formalmente y, aunque ella rehuía mi
conversación, poco a poco comenzamos a intercambiar algunos comentarios sobre el niño, luego sobre la infancia alborotada, sobre la misión de la docencia y otros temas que, pensé, me llevarían a hablar de las verdades del alma. Yo, Padre, notaba que me sentía a gusto junto a ella, pero pensé que si Dios había querido dotar al hombre de una compañera semejante a su primera criatura,
adjutorium simili sibi,
era también Su Voluntad que yo sintiera la complacencia que sentía. Lorenzo guardaba silencio si bien es cierto que buscaba con insolencia la mirada de su madre, pero yo, lejos de notar las complicidades que se traían entre manos, me complacía también por el amor filial que su madre le inspiraba. La pez es densa y es oscura para ser impenetrable, Padre.

No niego que intuí en Elena el ancestro de Eva, no el de la Eva hermosa, pura y grácil, formada para cautivar el corazón del hombre y subir con él en común vuelo hasta Dios, sino el de la Eva caída, desnuda y a
rrepentida, la primera inductora del mal. Pese a ello, convertí en rutina acompañar a Lorenzo y a su madre durante un trecho del camino que recorrían para regresar a casa. Había algo en Elena que me inducía a librar mi propia batalla. Fueron momentos felices de mi diaconato en aquel colegio.'

—El niño no volverá al colegio. Diles que está enfermo.

—Eso levantará aún más sospechas.

—Pero no podemos exigirle que soporte eternamente los acosos de ese fraile. Tenemos que cambiarle de colegio, o lo que sea.

—Los dos aguantaremos a ese untuoso, no te preocupes.

Cada mañana, las resistencias del niño a ir al colegio adquirían formas nuevas: unos días fingía una tos que le hacía vomitar el desayuno, otros un dolor insufrible de estómago le mantenía con la cabeza en las rodillas mientras su madre trataba de vestirle con dulzura, otros, sin más, lloraba dócilmente.

Sólo cuando la evidencia hacía inevitable el camino del colegio, abandonaba sus lamentos en favor de una resistencia pasiva que multiplicaba el tiempo necesario para dar un paso, para recibir un beso o guardar el cuaderno de tareas en la mochila de cuero.

Elena, ya en la puerta del colegio, empujaba suavemente a su hijo hacia el interior del patio y le susurraba al oído una frase cómplice:

—Tenemos que ser fuertes para ayudar a papá. Él nos necesita.

Después, permanecía junto a la valla del recinto hasta que un coro de voces infantiles comenzaba a cantar
Montañas nevadas
o cualquier otro himno patriótico. La rutina de lo oscuro comenzaba con la ternura de esas voces que ensalzaban epopeyas desconocidas con palabras ininteligibles para ellos. Eran los tiempos de lo incomprensible y nadie trataba de entender lo que ocurría.

Abrigada por un sobretodo oscuro con cuello de terciopelo ancho y redondo, Elena regresó hasta el cruce de las calles Alcalá y Goya para tomar el metro que solía utilizar para llegar hasta Argüelles, donde, cuatro manzanas más allá, estaba la empresa Hélices, una compañía estatal hispanoalemana que, auxiliar de otras empresas estatales aeronáuticas, encargaba traducciones a Elena.

Este trabajo, además de algún dinero para la subsistencia, daba derecho a Elena a retirar del economato del Ejército de Aviación dos chuscos de pan blanco a la semana, que recibía al margen de la cartilla de racionamiento, donde sólo figuraban ella y el niño.

Las traducciones en realidad las hacía su marido, que, de esa forma, aliviaba su sensación de ser una carga para su mujer y su hijo. El uso de la máquina de escribir, una Underwood negra con la marca de fábrica en letras doradas, estaba también restringido a los momentos en que Elena estaba en casa. Cuando ella salía, Ricardo hacía su trabajo a mano y lo mecanografiaba, tres copias con papel carbón, mientras ella recogía silenciosamente la casa o cosía a mano, porque el ruido de la máquina de coser —una Singer negra y niquelada sobre una plataforma de madera apoyada en una estructura modernista de hierro colado— y el de la máquina de escribir tampoco eran compatibles. Ella, para hacer frente a los gastos de la casa, trabajaba para una lencería a medida de la calle Torrijos que reservaba para Elena los trabajos que requerían mayor esmero. Siempre calificaban de primorosas sus labores, pero la señora Clotilde no por ello aumentaba sus tarifas.

Aquel día, cuando regresó a casa con el tratado de estroboscopia que tenía que traducir urgentemente, María, la portera, le dijo que un religioso había venido a visitarla, y que, aunque ella le había dicho que no estaba en casa, insistió en subir y había estado un buen rato llamando al timbre de su casa.

Ese cosmos estaba netamente dividido en dos mitades: la lóbrega y la luminosa. A la primera pertenecía el colegio, las preguntas de mis profesores y el silencio, a la otra pertenecía una parte de mi barrio y la forma que tenían sus gentes de relacionarse conmigo. Con la distancia tengo la sensación de que, como un péndulo, yo era capaz de estar a un lado y a otro sin confundirme gracias a las enseñanzas del espejo.

En casa vivíamos una complicidad parlanchina, en la calle vivíamos un bullicio silencioso. Yo tenía que disimular lo que mi padre me enseñaba en casa cuando estaba fuera y remozar lo que ocurría en el exterior cuando estaba en casa. La relación con otros niños del barrio, por ejemplo, era un ejercicio de equilibrios bien guardados.

Aunque todos íbamos a distintos colegios, vivíamos en nuestra manzana sin traer nada del exterior, ni siquiera recuerdos, ni siquiera el miedo que nos inspiraban nuestros maestros. En la esquina de Alcalá con Ayala, el ángulo más agudo de nuestra manzana, había una clínica dental que era en realidad una tienda sin escaparates, con sendos poyetes de mármol en cada fachada, uno en la calle de Alcalá, que apenas usábamos porque era frecuente encontrar escupitajos con sangre de los pacientes, y otro en la calle Ayala que era, por ser la zona menos transitada, el punto de reunión de los niños de la manzana. Jugábamos a los juegos de los niños
sin juguetes: a la taba, al rescate, a pídola, al zurriago y a otros juegos en los que nosotros éramos las víctimas y los verdugos, juegos donde el castigo era siempre doloroso y el premio causar daño. Era una forma más de vivir los tiempos que corrían.

Todos hablaban a menudo de sus padres. Uno de ellos, Tino, con aspecto de cachorro grande y que tenía cada ojo de un color, estaba orgulloso de su padre porque era picador de toros además de oficinista. Disfrutábamos cuando el enorme coche de cuadrillas que funcionaba con gasógeno iba a recogerle y él aparecía, espigado y grave, en el portal con su espectacular traje de luces. Otro de los integrantes del grupo de la esquina, Pepe Amigo, se ufanaba de que su padre cazaba pájaros los domingos en Paracuellos del Jarama: con redes en primavera y con liga durante el invierno. Tenía su casa, diminuta y pobre, llena de jaulas con jilgueros que cubrían por las noches para que descansaran de su agitación durante el día. Al padre de Pepe Amigo le admirábamos porque tenía una motocicleta G
ilera con el cambio de marchas en el depósito de gasolina, de forma que, fuera a la velocidad que fuera, tenía que soltar una mano del manillar para cambiar de marcha y eso nos parecía una proeza. Y ello a pesar de que era cojo y llevaba un alza enorme en el zapato derecho.

También recuerdo a los dos hermanos Chaburre, que tenían doce vacas en el patio interior del edificio y abastecían de leche a la vecindad, que acudía a comprarles con las lecheras de aluminio. Su padre las ordeñaba y, en las raras ocasiones en que nos dejaban pasar a verlas, todos pensábamos en el valor que implicaba ordeñar aquellas bestias tan enormes y tan hoscas.

Podría enumerar las razones por las cuales todos admirábamos a los padres de los habitantes de la manzana. Ésta fue la única compensación que tuve el día en que se hizo p
úblico que el mío no sólo no había muerto sino que estaba en casa cuidándome desde el interior de un armario.

Ahora, Padre, sólo me quedan los escombros de la memoria, las justificaciones abatidas de mi comportamiento. Debo empezar diciendo que no sé por qué empecé a seguir a Elena cuando ella dejaba al niño en el colegio. Si alguien me hubiese preguntado entonces, la excusa hubiera sido que algo turbio envolvía a aquella mujer. Para justificar esta respuesta recurrí a un alférez provisional que desempeñaba el cargo de comisario en Gobernación. Por él supe que Ricardo Mazo, su marido, había sido profesor de Literatura en el Instituto Beatriz Galindo y constaba como huido. Fue uno de los organizadores, en 1937, del
II
Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, donde hizo valer su pensamiento masónico y alardeó de su amistad personal con el comunista André Malraux y el ruso Iliá Ehremburg. Formó parte también de la comisión enviada en septiembre de 1936 por el Gobierno rojo a Plymouth para alterar las resoluciones de No Intervención tomadas por las Trade-Unions inglesas. Pocos datos más existen sobre él, exceptuando que estaba efectivamente casado con Elena y que tenía dos hijos, Elena, nacida en el veintidós, y Lorenzo, que ahora tenía siete años. De ninguno de los dos constaba que hubieran sido bautizados. Acudí a la parroquia correspondiente, la de Covadonga, en la plaza de Manuel Becerra, y no pudieron darme la Fe de Bautismo de ninguno de los hijos. Ambos habían nacido antes del Alzamiento y, por tanto, no había justificación dado que esta parroquia milagrosamente no fue ni cerrada ni agredida durante los tres años de la guerra. También me sorprendió que nunca hicieran referencia a la hermana mayor, que, siendo todavía una muchacha, había desaparecido de sus vidas.

Pudiera pensarse que mis recuerdos están al margen de la memoria del miedo, pero, a pesar del esfuerzo de mis padres para que yo no participara en aquella liturgia de temores, yo también estaba asustado por si se rompía la burbuja donde ocultábamos nuestra cotidianidad familiar y el exterior, lo de ellos, lograba penetrar en nuestro mundo arrasando nuestras ternuras silenciosas, nuestra felicidad disimulada. Recuerdo un día que estábamos jugando al parchís. El hecho de ser sólo tres jugadores lo utilizaban mis padres para darme una ventaja encubierta por ser el tercero en el tablero, de forma que mis fichas no tenían perseguidor pero yo tenía sus fichas a mi alcance. Me tocaba tirar a mí cuando el ascensor se puso en marcha. Era de noche, el portal estaba ya cerrado y no corrían tiempos para los trasnochadores. Parecía que nadie prestaba atención a los chirridos del ascensor renqueante, pero todo se detuvo en una parsimonia que parecía indiferente a lo que oíamos aunque justificaba todos los silencios.

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