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Authors: Alberto Méndez

Tags: #novela histórica

Los Girasoles Ciegos (9 page)

Había entre los presos un hombre envejecido y silencioso que evitaba la proximidad de los demás incluso durante las noches, cuando todos se hacinaban buscando el calor de los otros. Todos le llamaban El Rorro y pocos sabían su nombre. Soportaba estoicamente el frío, el hambre y la desconfianza de sus compañeros. Tenía una gran cicatriz en la frente que desperdigaba su pelo en dos mitades. De aquel rostro sombrío no podía recordarse ningún rasgo más que el silencio y unos enormes ojos que no parpadeaban, como si estuvieran en un estado de estupor perpetuo.

Nunca hablaba. Escuchaba las voces que venían del patio o de otras galerías, los ruidos que transportaba el aire, nunca lo que decían aquellos que compartían con él su cautiverio. Se llamaba Carlos Alegría y fue alférez provisional del ejército rebelde. Pertenecía a una familia de agricultores acomodados de un pueblo de Burgos y el 18 de julio de 1936 estaba a punto de tomar el tren para regresar a su casa desde Salamanca, donde era auxiliar en la cátedra de Derecho Romano, cuando le llegaron los temblores de un levantamiento del ejército en el Norte de África. «Defiende lo que te pertenece», pensó, y buscó la manera de unirse a los insurgentes. Inmediatamente obtuvo la estrella de alférez provisional gracias a su cualidad de universitario. No fue un héroe ni alcanzó a sentir el miedo de la guerra. Estuvo siempre en los cuarteles que garantizaban el suministro a los combatientes. La orden más imperiosa que dio se refería a los inventarios y siempre a furrieles ávidos de cuya fidelidad a la causa nacional siempre tuvo serias sospechas. Por su abnegada dedicación alcanzó el grado de capitán de Intendencia.

Horas antes de que el coronel Casado depusiera las armas ante el ejército insurgente, desertó. La guerra estaba a punto de terminar y él se pasaba sin armas ni bagaje al bando de los vencidos. Nadie le creyó entre los republicanos y nadie le protegió cuando las tropas de Franco entraron en Madrid. Fue inmediatamente detenido, juzgado y fusilado un amanecer junto a otras decenas de infelices que no tenían más razón para morir los primeros que la de haber sido capturados los primeros.

Las prisas por matar no dejan que la muerte sea minuciosa. Una bala le alcanzó en la parte superior de la frente y resbaló sobre su cráneo sin romperlo. El impacto le dejó sin sentido y la necesidad de ahorrar municiones evitó el tiro de gracia a un ajusticiado inane cuyo rostro estaba completamente cubierto de sangre. Fue enterrado en una fosa común, apresuradamente, como todos, y apenas unas paletadas de tierra cubrieron aquellos cadáveres.

Cuando recuperó el conocimiento, estaba mal enterrado entre los cuerpos desordenados de otros muertos que todavía olían a lo que fueron: a sudor, a orina, a lo que huele el miedo. El desorden de los enterrados había dejado bolsas de aire que nadie más que él respiraba, regalo de despedida de sus adversarios, y, sin noción del tiempo, sin más prueba de estar aún vivo que un dolor punzante en la cabeza, logró remover los muertos que le aplastaban y rasgar la capa de tierra que le separaba del cielo. Estaba vivo en un descampado —después se enteraría de que aquello era Arganda del Rey— sumergido en el silencio y en la oscuridad fresca de una primavera intrusa en aquel cementerio improvisado.

Trató de buscar ayuda, pero todos los que veían a aquel hombre ensangrentado, con una enorme herida en la cabeza, cerraban sus puertas con las fallebas del pánico.

Nadie le socorrió, nadie le prestó una camisa para ocultar la sangre que coagulaba la suya, nadie le alimentó ni nadie le dijo cuál era el camino para regresar a la casa de sus padres.

A finales de abril fue de nuevo detenido en Somosierra y enviado, otra vez, al cuartel de Conde Duque para volver a rehacer el sendero de la muerte.

Cuando le preguntaban su filiación los tercos oficiales de la cárcel, siempre contestaba lo mismo: Me llamo Carlos Alegría, nací en 18 de abril de 1939 en una fosa común de Arganda y jamás he ganado una guerra.

Por eso le llamaban El Rorro.

Juan sentía cierta simpatía por este hombre solitario y taciturno. Le atraía su perenne ausencia, que, por otra parte, desmentía la general sospecha de que se trataba de un infiltrado en busca de información. Al anochecer de uno de esos días sin listas se acercó hasta el lugar donde Juan dormitaba y le dijo al oído: «Tú y yo vivimos de prestado. Tenemos que hacer algo para no deberle nada a nadie», y se alejó hacia el final de la galería donde estaba situada la reja de acceso. Comenzó a gritar centinela, centinela, centinela con un tono de voz desgarrado y perentorio al mismo tiempo.

Todos los presos permanecieron impávidos en la postura en la que les sorprendieron los gritos. El Rorro, golpeando su escudilla contra los barrotes de la reja, seguía gritando con una energía que nadie hubiera supuesto en aquel hombrecillo tatuado por la muerte. Por fin, se acercaron dos soldados que con las culatas de sus fusiles trataron de apartarle de la puerta. Pero su capacidad de sentir el dolor se había agotado tiempo atrás ante un apresurado pelotón de fusilamiento y la contundencia de los culatazos no parecía afectarle.

En el forcejeo, logró asir la culata de uno de los fusiles y con un gesto eléctrico e imprevisible se lo arrancó al soldado que le estaba golpeando. A un lado de la reja un soldado armado, otro desarmado y, en el interior de la galería, un silencio colectivo acumulado en una inmovilidad infinita tras El Rorro apuntando a sus guardianes.

Y ese silencio desbordó la reja, la galería, la noche prematura y los jadeos de El Rorro justiciero. Ni siquiera el soldado armado hizo ningún ruido al dejar su Mauser en el suelo obedeciendo una indicación imperiosa de aquel loco que con un gesto profesional y rápido había montado el cerrojo de su arma. Lentamente volvió el fusil hacia sí, se puso la punta del cañón en la barbilla y dijo que nunca había matado a nadie y que él, sin embargo, iba a morir dos veces. Disparó para romper aquel silencio, para pagar su deuda.

Los gritos, los pitidos, las órdenes tajantes y el estupor pusieron fin a aquel día que estuvo a punto de transcurrir sin muertes. El alférez capellán dio la extremaunción a un alma deshecha en mil pedazos.

Al día siguiente sí hubo listas en el patio y camiones de hombres dóciles provenientes de la cuarta galería, pero no hubo llamadas para acudir a la Capitanía General ante el coronel Eymar. Juan seguía impresionado por el comportamiento de El Rorro y su propia docilidad ante la muerte le resultaba cada vez más insoportable.

¿Muerte? ¿Por qué muerte? Todavía nadie le había acusado de nada en concreto que no fuera haber vivido en Madrid durante la guerra. Nadie sabía que había regresado desde Elda comisionado por Fernando Claudín para tratar de organizar un atentado contra el coronel Casado.

Se tomó un tiempo que no tenía para estudiar las rutinas de Casado, anotó minuciosamente a qué horas entraba y salía en Capitanía, dónde vivía, qué trayectos hacía habitualmente...

Cuando todo estuvo dispuesto para el atentado, Madrid se rindió a las tropas del general Franco. No había conseguido retrasar ni siquiera un día la derrota.

Eso sólo lo sabían Togliatti y Claudín y nadie iba a preguntarles nada. Aún podía ser un simple funcionario de prisiones. Era demasiado joven, demasiado oscuro para atribuirle cualquier responsabilidad en la guerra. Y esto le consolaba. Podía ser simplemente un derrotado más, un perdedor fortuito porque fortuitamente estaba en Madrid el 18 de julio de 1936.

Quizá lograra ocultar la derrota de Juan Senra.

Oyó su nombre rebotando con resonancias de caverna por las escaleras que daban acceso a la galería. El eco precedió al sonido y cuando el sargento Edelmiro gritó otra vez su nombre junto a la reja que cerraba la galería, ya todos le estaban mirando, quietos, sumisos, sorprendidos. La muerte tenía un horario y ésta era su deshora.

Sin soltar la escudilla levantó su mano y un imperioso ven aquí le abrió camino entre los corrillos inmóviles para dejar franco el paso hasta la entrada. Precedido por el sargento Edelmiro y escoltado por dos soldados deshilachados y frágiles, fue conducido hasta un cuartucho sin ventanas que había junto a las cocinas, en el sótano.

Allí estaban el coronel Eymar y la mujer del abrigo de astracán asida todavía a su bolso como las rapaces retienen a sus presas. Estaban sentados en un poyete de ladrillo y ella hizo ademán de levantarse, pero un gesto rápido y gatuno del coronel se lo impidió.

El sargento y los soldados estaban esperando una orden de su superior jerárquico que al final llegó con un gesto impreciso y blando.

—¿Quiere quedarse solo con el preso, mi coronel? —preguntó el sargento, sorprendido.

Pero el gesto impreciso se trazó, esta vez con mayor amplitud, en el aire y con un a sus órdenes, mi coronel salió de la habitación seguido por los dos soldados. No cerraron la puerta y permanecieron lo suficientemente lejos para no oír pero lo suficientemente cerca para ver qué ocurría en aquel cuarto.

Y lo que vieron es que el coronel y su esposa permanecieron sentados frente a Juan Senra, que, quieto, esperaba una explicación de lo que estaba ocurriendo.

Y vieron también cómo la mujer del abrigo raído de astracán sacaba despaciosamente una fotografía de su bolso y se la mostraba al preso, que asintió con la cabeza.

El sargento Edelmiro no pudo oír cómo Juan Senra les contaba a los padres de Miguel Eymar lo sencillo y espontáneo que era su hijo. Su carácter indómito y el arrojo que demostró al negarse a huir de Madrid cuando todo se puso en su contra. No pudo oír las historias que urdió Juan Senra ante aquella madre cuyo rostro se iluminaba en la medida en que los fósiles de la mentira sustituían la atrocidad de los hechos.

Tampoco pudo intuir —la guerra no deja sensibilidad para los detalles— cómo el instinto de supervivencia iba cediendo paso a la compasión por una mujer enloquecida por un dolor que Juan Senra reconocía como se reconoce el último estertor.

Sólo vio cómo ella se acercaba al preso Senra, que, con una elocuencia desconocida, hablaba y hablaba monótonamente ante preguntas breves y suplicantes de la esposa del coronel. Y vio también, con gran sorpresa, cómo ella le tomaba por el brazo y maternalmente le obligaba a sentarse junto al atónito coronel en el poyete que, por quedar a la derecha de la puerta, el sargento Edelmiro sólo lograba ver parcialmente. Uno de los soldados pidió permiso para liar un cigarro y los tres testigos se desentendieron de lo que estaba ocurriendo sin atreverse a cuestionar el comportamiento de un superior jerárquico.

Cuando Juan regresó a la segunda galería, aún sonaban las últimas palabras de aquella mujer en sus oídos —te traeré un jersey, que hace mucho frío— y el suplicante Violeta por favor de coronel justiciero.

Casi no se atrevía a contar a nadie lo que estaba ocurriendo y, excepción hecha de Eduardo López, nadie le preguntó. Sólo la endogamia propia de las relaciones de militancia le obligó a sincerarse ante el comisario político, que no ocultó su desconcierto.

A punto estuvo Juan de hablar de un lenguaje incomprensible, pero algo le dijo que Eduardo López sólo llamaba pan al pan y vino al vino. Al día siguiente era domingo.

Todos los presos fueron obligados a asistir a la misa que el alférez capellán celebró en la misma galería. En su homilía, bélica, furibunda, patriótica, habló de El Rorro. Condenó el suicidio con ferocidad arcangélica pero no habló de otras muertes. Todos escucharon en silencio y algunos, con más instinto de supervivencia que los demás, se acercaron a comulgar cuando llegó el momento. El muchacho de las liendres entre ellos. Los comulgantes, al regresar a sus puestos, se arrodillaban tapando sus rostros con las manos, en una actitud que más que fervorosa era huidiza.

Cuando Juan le preguntó al muchacho si pensaba que comulgar cambiaría su destino, le contestó que a lo mejor sí, pero sobre todo la oblea era algo de alimento y él siempre tenía mucha hambre.

El discurso del capellán le indujo a terminar su carta inconclusa. Había algo en el tiempo que transcurría tan lentamente que precipitaba los hechos, los aceleraba, aunque los segundos tenían cada vez una lentitud más exasperante.

Apenas pudo apartarse recuperó el lápiz y el papel y continuó escribiendo:

«... Sigo vivo. El lenguaje de mis sueños es cada vez más asequible. Hablo de amortesía cuando quiero demostrar afecto y suavumbre es la rara cualidad de los que me hablan con ternura. Colinura, desperpecho, soñaltivo, alticovar son palabras que utilizan las gentes de mis sueños para hablarme de paisajes añorados y de lugares que están más allá de las barreras. Llaman quezbel a todo lo que tañe y lobisidio al ulular del viento. Dicen fragonantía para hablar del ruido del agua en los arroyos. Me gusta hablar en ese idioma.»

El muchacho de las liendres se sentó a su lado y guardó silencio. Juan interrumpió su carta y supo que había aprendido a catalogar las tristezas, a distinguir una desesperación de otra, a reconocer el miedo con odio, el odio a secas y el miedo químicamente puro. Sabía incluso diferenciar al que se arrepiente por no haber hecho algo del que se arrepiente por haberlo hecho. Pero aquel muchacho tenía en la mirada la cicatriz de un sentimiento que ya casi había olvidado: la añoranza. Probablemente por esa razón hablaron despaciosamente mirando el cielo cuarteado a través de una ventana enrejada. Juan le habló de Mozart —otro derrotado— y de Salieri, le habló de Ramón y Cajal —un luchador solitario— y de cómo se formaban las nubes. Le habló de Darwin y de la importancia del dedo pulgar para que el hombre se hubiera hecho hombre, bajara del árbol y aprendiera a matar a sus iguales.

—Pero todo lo que ha pasado, el Frente Popular, la guerra, era para acabar con eso, ¿no?

Aquella tarde heladora en una galería inexorablemente apeada del movimiento natural de las cosas, Juan no tuvo fuerzas para consolarle. Todo ha sido inútil porque no era verdad el punto de partida. Hagas lo que hagas, siempre tendrás a la mitad de tu gente en contra. Es como un castigo. Nadie está obligado a hacerlo bien entonces. ¿Te estoy aburriendo?

—¡Lo que daría por poder liarme un cigarro! —fue toda su respuesta.

Y hablando de esto y aquello se olvidaron de la muerte y transcurrió un domingo subrepticio en una ciudad almibarada de miedo. Vinieron días y más días con listas al amanecer y llamamientos ante el tribunal del coronel Eymar. Pero, a medida que pasaba el tiempo, los descansos eran más frecuentes. Hoy no había camiones de la muerte, mañana no había comparecencias ante el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo... Y a Juan nunca le llamaban.

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