Pero ahí estaba.
El hecho era que Thomas había estado unido a Escolme en vida y ahora también en su muerte. Después de todo, estaba aquella nota infantil e imprudente que había dejado para que todos la vieran; los garabatos que, quizá, le habían dado al asesino el nombre de Escolme… así que, sí, Thomas y su antiguo estudiante estaban unidos, y a su vieja necesidad de llegar hasta la raíz de las cosas se le había adherido algo duro y frío, algo más que indignación: la necesidad de poner fin a esa historia y un cierto sentido de la justicia. En esos momentos se trataba fundamentalmente de una cuestión de responsabilidad.
Y antes de que te conviertas en un altruista, deja de fingir que encontrar una obra de Shakespeare, largo tiempo perdida, no sería algo increíble.
¿Cómo no iba a serlo? Shakespeare estaba unido a su vida, prácticamente había sido el centro de su identidad profesional. Y, por supuesto, era parte de él. Encontrar una obra hasta el momento desconocida sería algo extraordinario. Escolme podía haber estado interesado en el dinero, pero para Thomas el valor residiría en las palabras. Podría convertirle en el héroe cultural de su época. Podría entrar en todas aquellas conferencias sobre Shakespeare, y los académicos y expertos (la misma gente que había dicho que él no podía ser uno de ellos) lo aplaudirían y sonreirían y honrarían…
¿Y tú les demostrarías que, después de todo, eras tan bueno como ellos?, dijo la voz de su cabeza con mordaz diversión.
Thomas sonrió de forma melancólica.
—De acuerdo —murmuró—. Tengo algunos asuntos pendientes con el mundo académico.
Todo aquello estaba muy bien, pero allí, en aquel enorme santuario y mausoleo, Thomas no sabía por dónde empezar. Contempló la estatua de mármol de Shakespeare, que se inclinaba de manera imposible sobre una pila de libros (si bien, mirando hacia delante) mientras uno de sus dedos señalaba con petulancia unas líneas de La tempestad:
Las torres con sus nubes, los regios palacios,
los templos solemnes, el inmenso globo
[3]
y cuantos lo hereden, todo se disipará
e, igual que se ha esfumado mi etérea función,
no quedará ni polvo.
El inmenso globo no solo era la Tierra, claro está, sino el teatro en el que aquellas líneas habían sido pronunciadas por primera vez. La estatua invocaba al Shakespeare poeta (el pensador con sus libros) en vez de al hombre de teatro, aunque la postura de la figura fuera, quizá, deliberada y excesivamente teatral.
—No está enterrado aquí —dijo una voz por detrás del codo de Thomas.
Este se volvió y vio a un hombre con sotana negra a su lado, un sacristán de la abadía. Tenía una piel pálida y cerosa y cabellos oscuros y demasiado largos que le caían formando ondas sobre los hombros. Llevaba gafas con montura metálica. Su voz era cálida, reverencial, y su rostro, serio. Observó el cabestrillo de Thomas durante unos instantes y luego volvió a mirarlo a la cara.
—Sí —dijo Thomas—. Está enterrado en Stratford, ¿verdad?
—En la iglesia de la Santísima Trinidad, sí —dijo el sacristán—. Este monumento se levantó en 1740.
—Eso lo explica todo —dijo Thomas.
—Sí, parece un dandy, ¿verdad? —dijo el sacristán con la mirada fija en la estatua—. ¿Está buscando algo en particular? No he podido evitar fijarme en que parece estar vagando de escultura en escultura. Veo a muchas personas así, claro, y es mucho mejor que otras alternativas.
—¿Alternativas?
—Oh, sí, ahora es la moda del tour de El código Da Vinci —dijo con un suspiro.
—¿De veras? —dijo Thomas.
—Oh, sí. Hay una escena del libro situada en la tumba de Isaac Newton. Una pista falsa.
—¿Deliberadamente falsa?
—No estoy seguro —dijo el sacristán, perplejo—. La ficción, ficción es, claro está, que es lo que la hace divertida, pero hay un punto en el que la pretensión de que la ficción sea un hecho real va más allá del marketing y se convierte en una mera… —Intentó dar con la palabra adecuada.
—¿Decepción? —dijo Thomas.
El sacristán esbozó una repentina y secreta sonrisa burlona.
—¿Sabe? Quisieron usar la abadía en la película —añadió.
—¿Y lo hicieron?
—¿Que si les dejamos usar una iglesia cristiana para hacer una película acerca de por qué el cristianismo es una mentira? —dijo el sacristán con una ceja arqueada—. Sorprendentemente, no. Creo que usaron la catedral de Lincoln. Solo Dios sabe en qué estaba pensando el obispo, o al menos espero que así sea, aunque en mi opinión las cien mil libras para el fondo de restauración de la iglesia fueron probablemente un factor importante. Resulta irónico, ¿no cree? Hay quien puede pensar que reparar el techo a costa de los cimientos no es algo muy razonable, pero así es la vida en el siglo XXI. Tenemos algunos folletos acerca de los errores del libro, por si quiere alguno. No creo que merezca la pena discutir los errores teológicos, pero al menos uno debería saber cuáles son los hechos reales, ¿no cree?
—Supongo que sí. —Thomas sonrió.
—Aun así —dijo el sacristán, mostrando de nuevo aquella sonrisa tan juvenil y burlona—, me resultó una lectura muy entretenida, y nunca fui muy amigo del Opus Dei.
—Estaba buscando a David Escolme —dijo Thomas, dejándose llevar por un impulso.
El sacristán frunció el ceño.
—¿Está enterrado aquí? —dijo el sacristán señalando con un dedo que asomaba de entre su maltrecha sotana.
—No —dijo Thomas, agradado por la disposición del sacristán a ayudarle—. Se suponía que íbamos a encontrarnos aquí, pero… creo que en este sitio hay algo que quería enseñarme.
El sacristán miró el suelo de piedra que tenían bajo ellos, cada una de las piedras pulida y con una placa con nombres y epitafios grabados. Cada uno de esos nombres resonaba en la mente de Thomas cual campanas lejanas: Alfred lord Tennyson, George Eliot, Gerard Manley Hopkins, Dylan Thomas, Lewis Carroll…
—Ben Jonson, amigo de Shakespeare y también dramaturgo, está enterrado aquí —dijo el sacristán—. Solo había cuarenta y cinco centímetros asignados para él, así que tuvieron que enterrarlo de pie. Después de todo, había matado a un actor. Hay una placa aquí, pero está enterrado en la nave lateral, al norte…
Thomas estaba asintiendo, pero su corazón no estaba allí y el sacristán pudo notarlo.
—Lo siento —dijo Thomas—. Como estadounidense, encuentro todo esto…
—¿Poco democrático?
—Iba a decir abrumador —dijo Thomas con una sonrisa.
—Sí, creo que la mayoría de la gente se siente así, independientemente de dónde provengan. Tenemos monumentos de piedra de muchos estadounidenses famosos. Franklin Roosevelt, Martin Luther King júnior, Henry James, T. S. Eliot, aunque creo que a este último ya lo reclamamos como propio. —El sacristán sonrió de nuevo.
—¿Hay gente de otros países enterrada aquí? —preguntó Thomas.
—¿En el Poets’ Corner? No. Me temo que este es un monumento a lo británico —dijo el sacristán—. Creo que solo hay una persona no inglesa enterrada aquí, un francés.
—¿Un escritor?
—Sí —dijo el sacristán—, aunque considero que un «hombre de letras» sería una mejor descripción, y creo que es más conocido, al menos en este país, por a quién conocía. Charles de Saint Denis, un lord desterrado de la corte de Luis XIV. Amigo de Molière, si no me equivoco. Espere un segundo, está por aquí.
El sacristán miró a su alrededor, con la cabeza agachada, hasta que encontró la placa que estaba buscando.
—Ah —dijo—. Esta es.
Thomas miró por educación más que por curiosidad y vio una lápida de mármol blanco con un escudo y antorchas llameantes. El texto estaba en latín, y aquellas mayúsculas en negrita proclamaban el nombre del fallecido: Carolus de St. Denis.
—Carolus es Charles —dijo el sacristán. Observó durante unos instantes a Thomas—. Me temo que no es lo que estaba buscando.
—Ha sido de lo más amable —dijo Thomas—. Ojalá supiera qué estoy buscando.
—Quizá prefiera algo menos histórico y sí más espiritual —dijo el sacristán.
—¿A qué se refiere?
—Le dije que parecía perdido, vagando de escultura en escultura, pero no sé si puede escapar de ello con un mapa y una guía.
Thomas miró al suelo.
—Lo siento —dijo el sacristán—. No pretendía entrometerme.
—No se preocupe —dijo Thomas—. Es solo que tengo que encontrar algo. Por un viejo amigo.
Los ojos del sacristán parecían saber que había algo más, pero asintió y sonrió con seriedad, tristeza incluso, y Thomas agradeció no tener que decir nada más.
Tenía que haber un motivo por el que Escolme había querido que se encontraran allí, algo que quería que Thomas viera. En un lugar tan grande era fácilmente posible, incluso probable, que a Thomas se le hubiera pasado por alto lo que quiera que se suponía que tenía que encontrar, pero le preocupaba más la idea de que lo hubiera visto y no se hubiera percatado de su importancia. Tendría que volver de nuevo, pero antes tenía otras preguntas que formular.
Los titulares de los tabloides eran de la semana anterior, pero eso no apagaba en modo alguno su estridencia. «Novelista británica asesinada en Estados Unidos», decía The Sun. «Talento asesinado», el Daily Mail. «Escritora de novela negra se convierte en víctima», The People. Las historias de los artículos oscilaban entre el sensacionalismo y la sensiblería, aunque los periódicos no habían sido capaces de lograr declaraciones de los familiares dolientes, de manera que en pocos días el único sentimiento que habían logrado plasmar era el de sus lectores, enfadados porque Daniella Blackstone ya no escribiría más libros. A Thomas también le dio la sensación de que todo aquello rezumaba cierto sentimiento antiestadounidense: parecían decir que, si ella no hubiera cruzado el Atlántico, nada de eso habría sucedido.
Thomas estaba leyendo las noticias en un ordenador de la Biblioteca Británica, cerca de Saint Pancras, buscando cualquier cosa que pudiera mantenerlo informado de los progresos en el caso. Quizá pudiera sacarle algo más a Polinski si la llamaba, pero prefería no tener que decirle que se había ido del país tan pronto. Los periódicos de Chicago no habían añadido mucho más después del primer anuncio de su asesinato, pero sus colegas ingleses lo habían abordado como si se tratara de un asunto de importancia nacional. O, al menos, lo habían intentando. No había aparecido ninguna persona revelando secretos de Daniella. Su marido había muerto en un accidente de coche hacía diez años, y no dejaba a ningún hijo huérfano, y Elsbeth Church, su otrora compañera de escritura, se había negado a hacer ningún comentario. En cuestión de pocos días la energía de la historia se había estancado y, sin revelaciones nuevas sobre el caso o la víctima, los periódicos habían pasado a otros asuntos. La indignación nacional parecía en esos momentos centrarse en la desaparición de una niña de diez años, especialmente por el hecho de haber desaparecido durante unas vacaciones en España, un hecho que parecía generar bastante más de eso que Thomas suponía que seguía llamándose «interés humano». Se le puso la carne de gallina.
Había dos datos acerca de Blackstone que Thomas desconocía. El primero era relativo a su familia, y era más bien sobre la ausencia de esta. Sus padres estaban muertos, su marido muerto, y no tenía hijos, pues su única hija había fallecido en lo que los periódicos denominaban un «trágico incendio» a la edad de dieciséis años. Uno de los artículos se valía de esta información para describir a Blackstone como una persona trágica y levemente vampírica: una figura siniestra (¡esos ojos!) que había vivido todo el tiempo bajo la sombra de la muerte hasta que finalmente esta se la había llevado consigo.
El segundo dato era una foto de una enorme casa dieciochesca al final de un camino de grava rodeada de pastos verdes y espesos. Esa era la casa en la que la novelista había vivido. Se encontraba en Kenilworth, cerca de Warwick, y aunque en la foto no figuraba la dirección, el artículo decía que se divisaba desde el castillo. Eso, pensó Thomas, debería ser suficiente.
Cogió el metro desde King’s Cross a Euston y la línea principal de tren, dejando atrás las casas de los campos de Warwickshire, hasta Coventry, seguido de un autobús a Kenilworth. Tardó menos de dos horas en hacer todo aquel recorrido. Si hubiera permanecido en el autobús, este lo habría llevado a Warwick y después a Stratford. ¿Era una coincidencia que Blackstone hubiera vivido tan cerca del lugar de nacimiento de Shakespeare? Probablemente, pero si Trabajos de amor ganados existía, tenía cierto sentido que hubiera acabado allí. Podía haberse tratado de la propia copia del autor, entregada a alguien del lugar, o heredada y posteriormente olvidada…
¿Y durante cuatrocientos años nadie se percató de su existencia, a pesar de que toda la región se ha convertido en un monumento virtual a Shakespeare? Eso es menos probable incluso que el que haya sido encontrada aquí.
Thomas frunció el ceño mientras miraba por la ventanilla del autobús. Ni siquiera le había dicho a Kumi que iba a ir allá. Había conducido hasta O’Hare desde la playa donde había dejado a Polinski y el cuerpo de David Escolme, parando antes en casa para coger una bolsa con ropa y artículos de aseo y en la farmacia para recoger las medicinas que le habían recetado, como si marchara en misión urgente. Ahora estaba muy lejos, con su cuerpo tan magullado que le resultaba imposible sentarse cómodamente en el asiento del autobús (el vuelo había sido una pesadilla), en un lugar que le resultaba extraño y familiar a la vez. Al menos en Japón todo era ajeno para él. Allí todo le resultaba levemente desconocido (las voces y su lenguaje, los coches, los campos, los tipos con camisetas de fútbol), como si el universo hubiese girado ligeramente sobre su eje y la realidad se hubiera distorsionado.
—¿Se baja aquí, amigo?
El autobús se había detenido.
Thomas se levantó y se colocó en el pasillo, pero miró al conductor con perplejidad. Podía quedarse, esperar hasta que el autobús lo dejara en algún lugar donde enlazar con un tren de regreso a Londres y luego tomar el primer vuelo a Estados Unidos.
—Vamos —dijo el conductor—. Está retrasándonos.
Parecía como si estuviera imitando a Dick Van Dyke en Mary Poppins, pero lo que podía haber sido cómico y pintoresco sonó brusco y hostil.
Thomas asintió y cogió su equipaje con la mano izquierda mientras avanzaba a trompicones por el autobús y se bajaba (en opinión del conductor, con demasiada lentitud). Con un silbido neumático, la puerta se cerró tras de él y el autobús reanudó su marcha. El conductor lo miró con dureza al pasar junto a él y a Thomas se le vino a la cabeza la expresión «como pez fuera del agua», no por estar fuera de lugar, sino por la sensación de faltarle el aire que todos los demás sí respiraban.