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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (16 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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—El dinamismo libidinoso inherente en el estadio lacaniano del espejo —dijo Petersohn—, es una problemática a la vez que una estructura ontológica del mundo humano…

Thomas observó al resto de la sala y suspiró para sí. Vio algunos rostros conocidos, pero aparte de McBride y Dagenhart (que seguía vestido con aquel traje de tweed y armado con su portátil) no sabía los nombres de nadie más. Algunos (los más jóvenes) eran sin lugar a dudas estudiantes de doctorado; unos pocos (los más mayores) podían ser residentes locales, antiguos profesores de instituto, quizá. Conforme la charla continuaba, y la impenetrabilidad se acumulaba, los jóvenes asentían con seriedad y los ancianos miraban perplejos o preocupados. Thomas estaba irritado, sin más. Tras un par de minutos había comenzado a moverse de manera indiscreta en su asiento. Después de veinte minutos, apoyó las manos en la cabeza.

El argumento de Alonso Petersohn prolongó su agonía durante tres cuartos de hora y finalizó con aplausos desiguales. A Thomas no le había quedado muy claro de qué había hablado, pero tenía que reconocer que su retórica equilibrista había apestado a inteligencia a pesar de haberse enterado de poco. Algunos de los ancianos parecían claramente ofuscados, pero resultaba difícil hacerse una idea de lo que le había parecido a la gente y Thomas pudo vislumbrar una vez más la dinámica de El traje nuevo del emperador, en la que señalar y gritar y reír solo pondría de relieve su estatus de impostor.

Thomas se reprendió mentalmente. Recordaba la conferencia del Drake demasiado bien. Por mucho que le gustara pensar en su huida de los estudios de doctorado y de las torres de marfil como una reconexión de principios con todo aquello que consideraba valioso en los libros y la enseñanza, sabía que el verdadero motivo también había tenido que ver con su miedo a no poder destacar. Por supuesto, cualquier sensación de fracaso se desvanecería si él regresara del viaje blandiendo una obra de Shakespeare perdida tiempo atrás…

La gente estaba formulando preguntas en ese momento, y Petersohn, sonriendo y asintiendo con sapiencia, estaba sorteándolas como mejor podía. Un profesor mayor con gafas con montura de carey, que se hallaba sentado en la parte delantera, tenía ciertas objeciones, pero el resto de las personas que hablaron parecían pensar que lo que Petersohn había dicho era perspicaz y dinámico, y querían que quedara claro su apoyo. Qué estaban apoyando, Thomas lo desconocía por completo. Por tanto, él mismo se sorprendió cuando fue consciente de que había levantado su mano izquierda y todas las cabezas se habían vuelto hacia él, expectantes.

—Sí —dijo—. Todo esto es fascinante. Tan solo me estaba preguntando qué diferencia supondría en su argumento si la continuación de la obra estuviera disponible para su estudio.

—¿La continuación de la obra? —dijo Petersohn, benévolo pero desconcertado.

—Trabajos de amor ganados —dijo Thomas.

Capítulo 29

De repente todos los allí reunidos comenzaron a sonreír y a moverse en sus asientos, algunos avergonzados, otros disfrutando de lo que pensaban que era una broma.

—¿Es eso probable? —dijo Petersohn, todavía sonriendo—. ¿Trabajos de amor ganados va a estar disponible para su estudio?

La audiencia se relajó. Petersohn les cayó todavía mejor por la amabilidad con la que estaba tratando a aquel bicho raro con el brazo en cabestrillo.

—Cualquier día de estos —dijo Thomas con total compostura.

—Bueno —dijo Petersohn, optando por ahorrarle a Thomas la crueldad del ridículo—, ¿no sería emocionante?

Y entonces otra mano se alzó con urgencia por la parte de delante: Chad, el impaciente y adusto estudiante de doctorado de Julia, deseoso de que se retomaran los asuntos importantes. Cuando Petersohn le hubo contestado, llegó el descanso para tomar el té.

—Le gustan las intervenciones estelares, de eso no me cabe duda —dijo Julia McBride, que apareció de repente junto a él susurrándole divertida—. ¿Vio sus rostros? Parecía como si alguien se hubiera tirado un pedo en el ascensor. ¡Increíble!

Todo el mundo salía de la sala evitando mirarlo. Solo una mujer se detuvo para unirse a ellos. Reconoció su porte regio antes de ver su rostro.

—Para ser un profesor de instituto le gustan mucho las conferencias sobre Shakespeare —dijo Katrina Barker, sonriendo.

—Solo he venido para causar problemas —dijo, sintiéndose de repente estúpido de nuevo.

—Creo que las reuniones académicas necesitan de todos los problemas posibles —dijo. Y con otra sonrisa de oreja a oreja se marchó, abriéndose paso entre la multitud.

—¿Cómo demonios conoce a Katy Barker? —preguntó Julia—. Ella es colosal.

—Oh, nos conocemos de hace tiempo —dijo Thomas—. Tengo una larga historia de estúpidos comentarios en su presencia.

—Bueno, si le sirve de algo, le diré que es una buena persona además de un genio —dijo Julia—. La vida no es justa.

—Pensaba que ser un genio significaba no tener que ser bueno.

—Ella es la excepción que confirma la regla, supongo.

—Hablando de genios —dijo Thomas al ver que Petersohn pasaba a su lado.

—¿No le ha gustado su charla?

—¿La ha entendido?

—Por supuesto —dijo—. Hay aspectos en los que discrepo, y necesita de veras una redefinición de sus términos, pero sí…

—Apenas ha mencionado la obra —dijo Thomas.

—¿A qué se refiere?

—¡La cita del título ha sido la única referencia al texto!

—Estamos en el siglo XXI, señor Knight —dijo Julia—. No puede esperar que se ponga a analizar grupos de imágenes y las maneras en que estas pueden ser ambiguas.

—Pero yo quiero saber cosas de la obra, qué significa, o puede significar, qué le hace ser profunda como literatura, no que me digan por qué es una matriz para las energías y discursos sociales…

—¡Oh! —gritó con el tipo de divertimento que podría experimentarse al observar un chimpancé—. ¡Es usted un humanista!

Thomas hizo una mueca.

—¡Lo es! —dijo mientras daba una palmada.

—Soy un profesor de instituto que tiene que convencer a sus alumnos de por qué las obras de cuatrocientos años de antigüedad merecen la pena ser leídas cuando podrían estar jugando con la consola…

—Y uniéndose a bandas callejeras —dijo Julia, todavía con una sonrisa burlona en su boca.

—Algunos de ellos lo hacen.

—Bueno, me parece muy dulce —dijo—. Totalmente desfasado y un tanto sospechoso políticamente hablando, pero dulce.

—No hay nada sospechoso en mi política —murmuró Thomas—. Solo quiero un poco más de literatura y algo menos de teoría.

—¿No es un poco joven para el club de los carcas?

—No soy ningún carca —dijo Thomas, ofendido.

—Entonces, ¿hay aspectos sobre los que se muestra a favor además de en contra? ¿Por ejemplo?

—Amo las palabras —dijo Thomas, levantando la barbilla—. Los matices expresivos. La precisión. Me gustan las implicaciones y consecuencias y sí, los grupos de imágenes, los temas y los tropos.

—¿De veras?

—De veras —dijo, ya más calmado—. Me gusta que mis alumnos lean de manera crítica, y por tanto que piensen de manera crítica, explorando la literatura compleja y sofisticada. Viven en una cultura visual, pero sin palabras… La lengua es quiénes somos, cómo razonamos, incluso cómo sentimos. Las palabras hacen la experiencia.

—Gracias, Wittgenstein —dijo Julia.

—Creo que la literatura tiene algo que enseñarnos, algo…

—¿Universal? —apostilló Julia, divertida.

—No —dijo Thomas, evitando lo que podría tacharlo de conservador—. Algo que nos ayude a reflexionar sobre quiénes somos, sobre…

—¡La condición humana! —rió. Estaba disfrutando de la imposibilidad de Thomas para esquivar las minas del discurso crítico.

—No estoy de acuerdo en que el único propósito de la literatura sea exponer la jerarquía social —dijo Thomas, intentando abrirse paso entre su diversión.

—Ni tampoco Petersohn —respondió ella.

—¿Quién demonios sabe lo que piensa él? —dijo Thomas—. No he entendido una palabra.

—Y está enfadado por ello —dijo Julia—. Es comprensible. Pero esto no es una charla en una biblioteca local para quien quiera entrar. Se trata de un seminario de shakesperianos profesionales para que hablen con otros shakesperianos profesionales acerca de las cosas que les interesan en términos que comprenden.

—Tan solo me gustaría oír algo sobre la obra —dijo enfurruñado—. Pensaba que estábamos aquí por eso.

—No, no lo pensaba —dijo Julia—. Ha sido exactamente como pensaba que iba a ser y ha venido a quejarse al igual que esos críos de delante han venido a aplaudir. Pero seamos honestos al respecto, ¿de acuerdo?

Thomas frunció el ceño. La sala estaba en esos momentos vacía, a excepción de ellos dos.

—¿Té? —dijo Julia, cogiéndole del brazo izquierdo y sacándolo de allí.

—De acuerdo —dijo Thomas—. Pero no espere que lo disfrute.

—¡Dios me libre!

Mientras salían al pasillo, donde los asistentes seguían conversando en grupos, Thomas vio dos pares de ojos fijos en él, cautos y atentos: un par pertenecía a Alonso Petersohn, que estaba mirando por encima de sus admiradores, los estudiantes de doctorado, que revoloteaban a su alrededor. Lo estaba observando con una mirada que difería bastante del genial encanto que había desplegado en la sala de conferencias. El otro par pertenecía a Randall Dagenhart, antiguo tutor de Thomas, y aunque lo miraba con el mismo desconcierto que Petersohn, había algo más en su mirada, algo muy parecido a la ira.

Capítulo 30

—¿Qué está haciendo aquí, Knight? —le espetó Dagenhart.

Había esperado a que McBride se alejara un paso de él para cercarlo cual mastín. Su cara de sabueso estaba sonrojada y sus ojos susceptibles y brillantes lo miraban con dureza.

—Soy un turista —dijo Thomas—. Solo he venido aquí a disfrutar de las vistas…

—Es un mentiroso —dijo Dagenhart. Su voz sonó más parecida a un gruñido—. Primero Chicago, ahora aquí. ¿Por qué? ¿Qué está tramando? ¿Y qué ha sido toda esa tontería de —bajó la voz— Trabajos de amor ganados?

—Solo quería poner un toque de diversión a la charla —dijo Thomas—. Petersohn me estaba aburriendo, así que…

—Es usted un maldito mentiroso —dijo Dagenhart de nuevo—. Y un amateur. Manténgase al margen de aquello que no comprende, Knight. Vuelva a su aula de instituto.

Lo dijo como podría haber dicho «alcantarilla», o «prisión».

—Me quedaré aquí hasta que esté listo para marcharme —dijo Thomas.

—No pudo lograrlo como estudiante, ¿lo recuerda, Thomas? —dijo Dagenhart. Se pegó tanto a él que sus narices casi se tocaron. A pesar de su edad, su presencia seguía imponiendo—. Puede fingir que se marchó a modo de protesta —dijo—, pero la verdad es que no era capaz. Ahora está intentando demostrar que, de algún modo, es mejor que nosotros, mejor que la profesión que lo rechazó. No puede. No lo es.

A continuación se dio la vuelta, lo que hizo que el maletín de su portátil se balanceara, y se alejó a grandes zancadas, rozando a una mujer mayor a la que derramó el té y que lo siguió con una mirada dolida. Thomas se ruborizó con repentina ira y embarazo, escudriñó rápidamente a los allí congregados para ver si alguien lo había visto y, una vez lo hubo hecho, se quitó con gran dolor el cabestrillo y buscó una papelera.

En el rincón, todavía centro de la atención, seguía Petersohn, cuyos ojos regresaron al grupo de admiradores cuando Thomas lo miró. Y cerca de la puerta de los aseos de mujeres, avanzando lentamente en su dirección pero con un aspecto más pensativo y menos divertido de lo habitual, estaba Julia McBride. Thomas no estaba seguro de si lo habría visto, pero ella aceleró el paso cuando sus miradas se encontraron y le sonrió de oreja a oreja.

—¿Lo está pasando bien? —dijo.

—No especialmente.

—¿En una conferencia académica? —dijo con irónica sorpresa—. Deje que le presente a otra de mis estudiantes de doctorado.

Se volvió, le hizo señas a alguien y una chica con aspecto de ser muy poquita cosa y enormes y preciosos ojos marrones se acercó con pasos rápidos y avergonzados.

—Esta es Angela Sorenson —dijo Julia—. Una de las mejores y más brillantes.

—Hola —dijo Angela, saludando con la mano—. ¿De veras cree que se encontrará Trabajos de amor ganados?

—Se encuentra en el lugar donde nació Shakespeare —dijo Thomas, ya recuperado, pero todavía ruborizado. Tuvo que obligarse a apartar la mirada de la puerta por la que había salido furioso Dagenhart—. Se cayó detrás de un sofá. Supongo que alguien limpiará el sitio al menos una vez cada cien años, ¿no cree?

Angela lo miró indecisa.

—El señor Knight está bromeando —dijo Julia—. Muy mal por su parte.

La estudiante sonrió y asintió para indicar que había cogido el chiste.

—Aun así —dijo ella—, sería muy emocionante, ¿verdad? Encontrar una obra perdida de Shakespeare, quiero decir.

—Alguien lo piensa, sin duda —dijo Thomas mientras observaba el cabestrillo que había estrujado en su mano izquierda.

Como la joven lo volvió a mirar con perplejidad, Thomas hizo una mueca para que no le diera importancia a su comentario.

—¿Dónde está usted? —dijo Angela, llenando el silencio.

—En Evanston Township —dijo como si no la hubiera entendido bien.

—Oh —respondió ella de manera insegura—. No lo conozco.

Thomas tomó aire y lo expulsó.

—Me temo que nunca destaqué como estudiante de doctorado —dijo—. Hice una retirada táctica. En la actualidad doy clases en un instituto.

—Ah —dijo la estudiante con alivio—. Debe de ser muy gratificante.

—¿Debe de ser? —dijo Thomas—. Sí, supongo que sí. Lo siento. Sí, lo es. Dignifica mucho ser un académico fracasado.

—Oh, vamos, Thomas —dijo Julia—. Hay montones de académicos fracasados que también son exitosos académicos, si entiende lo que quiero decir.

Depende de a qué se refiera con «éxito». Y estoy segura de que nadie piensa que usted no pudo con la presión.

—Randall Dagenhart piensa exactamente eso —dijo Thomas—. Acaba de decírmelo.

—Es un viejo gruñón que sabe que su profesión está dejándolo de lado.

—Quizá, pero probablemente tenga razón acerca de mí. Lo dejé porque sabía que no podía hacerlo.

—No creo ni por un segundo que… —comenzó ella.

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