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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (48 page)

BOOK: Lluvia negra
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Los otros ancianos susurraron entre ellos, pero el Ualon no les consultó, se limitó a mirar y escrutar en sus corazones. Finalmente les contestó:

—Muchos de los que viajan no regresan a sus hogares —señaló al río—. El agua fluye con fuerza.

Cerró un puño.

—La corriente se lleva a los hombres y, para volver a casa, uno debe de luchar contra el poder del río. Para algunos es demasiado. Para vosotros… —dijo, abarcando con un gesto de la mano al grupo del NRI—, parece que también lo será.

—Pero la corriente fluye hacia nuestra casa, el río nos llevaría allí —McCarter le contestó de este modo, aunque suponía que las palabras del anciano no tenían que ser tomadas literalmente—. Fue el viaje hasta aquí lo que nos resultó muy difícil.

—Entonces debéis iros —dijo el Viejo—, con o sin nuestra ayuda, debéis iros.

Mientras el anciano hablaba, a McCarter se le cayó el corazón a los pies. Había supuesto que los cristales tenían un alto lugar en las creencias de los
chollokwan
, y por la forma en que los ancianos los habían mirado, creía tener razón. Eso, y el hecho de que les habían pedido que se marchasen, parecía indicar que los
chollokwan
les iban a ayudar. Pero, al parecer, las consideraciones prácticas les impedían darles esa ayuda. Al parecer no iban a malgastar a los hombres que aún podían luchar en escoltar a unos forasteros y eso, temía McCarter, significaba la condena para su cada vez más diezmado grupo.

—El pueblo no puede ayudaros —dijo el líder de los
chollokwan
—. Demasiados han sangrado, demasiados ya se han ido, como para saber si el pueblo va a poder continuar.

Hizo una pausa para tomar aliento.

—Si es el río lo que buscáis, entonces debéis buscarlo solos.

Como McCarter se quedó en silencio, Danielle le urgió:

—No le deje irse —le conminó con un susurro—. No volveremos a tener otra oportunidad como esta…

—Ya no sé qué más decirle —le contestó.

—Piense en algo.

—¿Como qué?

—Ofrézcale armas —decidió ella—. Si nos ayudan les daremos fusiles y balas.

McCarter negó con la cabeza:

—¿Y de qué iba a servir eso? No tienen ni idea de cómo usarlos, sólo sería un truco…

—¿Y qué?

—No —se plantó él—. Sería otra vez lo de los abalorios a cambio de Manhattan.

Antes de que Danielle le pudiera contestar, el Ualon habló de nuevo:

—Tenéis que iros —dijo.

—Diga algo —le presionó ella a McCarter

—No podemos ayudaros —prosiguió el anciano.

—Profesor… —suplicó ella.

No podía pensar en nada, y el Viejo se puso en pie.

—No hay más que hablar —sentenció.

—No —le contestó Danielle desafiante—. Ésa no es buena solución…

—Oh, oh —exclamó McCarter, estremeciéndose mientras una oleada de asombro recorría a los reunidos
chollokwan
.

Le había advertido a Danielle que no hablara, le había explicado que aquella tribu era una sociedad estrictamente patriarcal, y que ya, para empezar, la presencia de una mujer les resultaría rara y que podría ser muy contraproducente el que se presentase como su líder. Se había mostrado muy indignada por sus explicaciones, pero hasta el momento se había ajustado al plan. Ahora, se dijo, el plan se estaba yendo al garete…

Pero en el caso de Danielle era una reacción lógica: no podía dejar escapar la oportunidad sin hacer un intento más. Y, a pesar de las miradas acusadoras que le lanzaron sus compañeros, se halló hablando sin tapujos:

—Vendremos aquí —dijo, haciendo una nueva oferta que no había consultado antes con nadie—. Vendremos aquí y ayudaremos al pueblo a luchar.

Se volvió hacia Devers:

—Dígales que también nosotros hemos estado luchando contra los
zakara
, y que queremos unir nuestras fuerzas a las suyas.

Devers dudó.

—¡Rápido! —le ordenó ella.

Devers tradujo, muy sorprendido, pero dándose cuenta de pronto de que, tal como estaban las cosas, un poblado con un centenar de guerreros sería un lugar mucho más seguro que el desolado claro. Habló de la nueva oferta:

—Uniremos nuestra pequeña tribu a la vuestra. Tenemos armas de un gran poder —señaló a los fusiles—, y también guerreros, aunque pocos.

Señaló a Danielle, McCarter y Hawker.

—Pero nuestra ayuda sería de un gran valor para el pueblo, de un gran valor en la lucha contra los
zakara
.

Frente a ellos, el anciano se mordió el labio, con sus ojos yendo desde Devers a McCarter y Danielle. Permaneció en silencio, aparentemente considerando la oferta, y contemplando a Danielle por un largo rato, antes de responder:

—La tribu de los forasteros hace la guerra consigo misma —dijo finalmente. Señaló a Hawker—: Los rostros blancos llevan a la muerte a su propia gente, en la noche.

Danielle miró a McCarter, que negó en silencio. Por mucho que lo intentase, a ella no se le iba a ocurrir una forma de explicar los enfrentamientos y combates que a los
chollokwan
les debían de haber parecido una guerra civil.

El anciano prosiguió:

—Eso no puede ayudar al pueblo. El que una parte ataque a la otra también provoca la ira del Corazón Celeste.

—Pero podemos ayudaros —insistió ella.

El Viejo hizo una pausa, estudiando a cada uno de los forasteros. Luego volvió su rostro hacia el fuego, juntando las manos en su regazo, con los dedos tocándose en una postura como la de un maestro de yoga.

Durante un prolongado momento, Danielle contempló el reflejo de las llamas bailar en sus ojos. Se imaginó los pensamientos del anciano: era una gran lucha interior, sopesando los beneficios de una alianza frente a lo que suponía que serían profundas consecuencias espirituales. No conocía a esa gente como la conocían Devers y McCarter, pero podía leer el conflicto en el rostro del Ualon.

—El Corazón Celeste está irritado —dijo el anciano, todavía mirando al fuego—. Está irritado con aquellos que han pisado el terreno envenenado y abierto la montaña de piedra. Está irritado porque la boca del gran pozo le mira, día y noche. Y por eso retiene la lluvia. Para complacer al Corazón Celeste, la tribu de los forasteros debe de cerrar el pozo. Cerrad la montaña y la lluvia negra caerá de nuevo.

Mientras Devers traducía esas palabras al inglés, a Danielle se le cayó el corazón a los pies.

—No podemos —murmuró—. La losa ha sido destruida.

Devers tradujo sus palabras… aunque ella no habría deseado que lo hiciera… y una oleada de terror recorrió la multitud de
chollokwan
.

Esa noticia era la más penosa de todas.

El Ualon se volvió hacia los miembros del Consejo y todos se pusieron a hablar al unísono, eran palabras rápidas que, si las interpretaba bien, a McCarter le parecían llenas de miedo, culpa y pánico. Agitaban las cabezas y fruncían el ceño, con sus frases demasiado apresuradas y superpuestas las unas a las otras como para que Devers pudiera entenderlas.

Finalmente el Viejo les cortó; su voz era abrupta:

—Si el pozo no puede ser sellado, los
zakara
regresarán a él, anidarán hasta que las lluvias se marchen. Volverán a salir de nuevo, y la plaga no tendrá fin.

Danielle miró a McCarter, quien habló sugiriendo una alternativa. Pero su interlocutor estaba irritado, demasiado irritado como para escucharles. Cortó a Devers y, cuando McCarter y Danielle trataron de hablar, les cortó también, a gritos, con una voz increíblemente potente para un hombre tan frágil. En el silencio que siguió, los otros miembros del Consejo y él se pusieron en pie.

Danielle se sentía mal: su última posibilidad se les estaba escapando de entre las manos. De repente, se alzó:

—¡No pueden luchar solos contra ellos! —gritó—. ¡Necesitan nuestra ayuda y nosotros la de ustedes!

Cuando Hawker, McCarter y Devers se pusieron en pie, los señaló y a los heridos de la tribu.

—También nuestra sangre ha sido derramada. Lucharemos juntos, para reparar lo que ha sido hecho.

Devers lo estaba intentando:

—Ta-ah nia Chokowa —gritaba.

Danielle repitió las palabras, imitando las de Devers lo mejor que sabía. Pero el Ualon ni se detuvo ni frenó sus pasos. Desapareció entre la multitud, y el círculo se cerró de nuevo.

Sintió que se le helaba el corazón: sin las lluvias para que empujasen a los
zakara
de vuelta bajo el suelo, seguirían limpiando la jungla de vida. Seguro que muchos
chollokwan
morirían, quizá todos, como había sugerido el anciano. Y no les iría mejor a los forasteros cuya ayuda había rechazado. No podía aceptar ese punto final: habían estado tan seguros de que los
chollokwan
les entenderían, tan seguros de que les darían la razón. No podía creerse que, en unas circunstancias tan horrendas, rechazasen una ayuda.

Agarró a Devers por el brazo y avanzó, tratando de alcanzar a los ancianos que se retiraban.

—Por favor, tienen que escucharme…

Era una acción arriesgada. Uno de los guerreros la bloqueó y la empujó hacia atrás, mientras que otro se le acercaba con un hacha en la mano. El rifle de Hawker se alzó mientras se interponía y a su vez empujaba al guerrero hacia atrás. Era un barril de pólvora que solamente necesitaba de una chispa, y se iniciaría un baño de sangre.

Con toda la fuerza de su voluntad, Danielle apartó la mirada, bajando sumisamente la vista al suelo, con las manos temblándole mientras pasaban los segundos.

Poco a poco fue disminuyendo la tensión, pero por ese entonces el Viejo ya se había ido, colocándose fuera de su alcance. No habría más palabras, se había acabado cualquier negociación con la tribu de los rostros blancos.

McCarter le puso una mano en el hombro. Cuando ella le miró a los ojos vio en ellos la misma frustración que en los suyos. Como el de ella, su corazón estaba lleno de sensaciones de fracaso y le mareaba el impacto de lo que acababa de suceder. Trató de sonreír, pero el suyo fue un triste intento, al que ella no correspondió.

Junto a ellos, Putock dio una orden y la multitud
chollokwan
se abrió para dejar pasar al grupo. Devers fue el primero en partir, pero tanto McCarter como Danielle dudaron, y Hawker no se apartaba de su lado.

Finalmente, el piloto habló:

—Vamos —dijo—. Han hecho lo que han podido. Tendremos que hallar otra solución.

Danielle inspiró profundamente y dio un paso adelante. Se volvió y vio dudar a McCarter: aún llevaba la caja con los cristales de Martin dentro. Se inclinó y la dejó sobre una ancha piedra plana, junto al fuego. Los ojos de los
zakara
habían hallado el camino de regreso a casa.

CAPÍTULO 47

Dos horas más tarde, el grupo se aproximó al claro. Verhoven los saludó mientras llegaban, pero por su tono estaba claro que imaginaba que no había ido bien…

—¿Qué demonios ha pasado?

—Los hallamos —dijo Danielle—. Y la verdad es que les importa un comino lo que hagamos… siempre que sea morir nosotros solos, y dejarles a ellos hacer lo mismo.

Mientras Danielle y McCarter empezaban a explicarle la reunión, Hawker se apartó: no deseaba volver a escuchar los detalles. Miró al cielo por el oeste, y al sol que se ocultaba rápidamente. Quedaba una hora antes del anochecer, quizá menos. El tiempo suficiente para poner cierta distancia entre ellos y el claro, si es que se atrevían…

Interrumpió a Danielle.

—Venga —le dijo—, nos vamos de aquí a la carrera…

Brazos se puso en pie, apoyándose pesadamente en un bastón de caminar, pero los otros no se movieron.

—Agarrad vuestras cosas —insistió Hawker—. Tenemos mucho camino que hacer, y tenemos que movernos mientras aún tengamos algo de luz.

Cargó con su mochila y cogió una cantimplora extra.

Danielle le puso una mano delante, deteniéndolo.

—¿Y adónde vamos?

—A buscar una corriente de agua como la que protege el poblado de los
chollokwan
. Lo seguiremos o construiremos una balsa, o incluso vadearemos el jodido río si tenemos que hacerlo. Pero una vez lleguemos al agua estaremos a salvo. Y, desde allí… todos los caminos conducen a Roma.

Podía ver su confusión, mientras sus mentes cansadas trataban de hallarle la lógica a su plan.

—El agua es veneno para esas cosas —dijo—. Y el sol les quema la piel. Un río abierto con el cielo azul por encima sería un santuario para nosotros, pero el agua en sí misma debería ser suficiente. Incluso vuestro hombre, McCrea, estuvo a salvo una vez que llegó al río. Si ellos hubieran sabido lo que sabemos nosotros, no habrían ido campo a través durante cinco días: habrían buscado un río y lo hubiesen seguido. —Se volvió hacia McCarter—: Usted lo dijo sin darse cuenta: el río nos llevará a casa. Y lo hará, pero tenemos que movernos ahora, mientras aún tenemos una oportunidad…

—¿Y qué hay del helicóptero? —preguntó alguien.

Hawker negó con la cabeza.

—Sin Kaufman para hacerle señales, ¿quién sabe si aterrizará? Y, aunque lo haga, quizá no estemos aquí para verlo. La noche pasada usamos más de la mitad de nuestra munición y, a ese ritmo, tres días de espera son, por lo menos, un día de más de lo que podemos aguantar.

Los del grupo se miraron los unos a los otros, empezando a comprender su argumento, empezando a creer en él.

—En mi camino de regreso aquí, después de estrellarme, pasé por un par de ríos —les dijo—. Si nos apresuramos, podemos llegar al más cercano en una hora, más o menos, antes de que oscurezca totalmente. Pero tenemos que irnos ya.

Uno tras otro, los demás empezaron a moverse, abandonando la indolencia en que les había dejado la desesperación. El doctor Singh recogió una mochila y señaló al agua que había estado juntando. Susan empezó a coger sus pertenencias, que estaban en el suelo a su alrededor.

—De acuerdo, vamos —aceptó Danielle.

—Ya era hora de que se decidiese de una jodida vez —añadió Verhoven.

Su ritmo aumentó cuando una sensación de esperanza empezó a recorrerles. De nuevo estaban excitados, llenos de energía por la posibilidad de sobrevivir o, por lo menos, excitados por ir a dejar atrás al claro.

En medio de la conmoción, el profesor McCarter seguía inmóvil. Había pasado toda la caminata de regreso desde el poblado
chollokwan
meditando sobre el tema de la supervivencia, pensando en la universalidad de la vida y la muerte, tratando desesperadamente de sacarse de la cabeza la imagen del juguetón niño de tres años.

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