Authors: Graham Brown
McCarter miró a su alrededor nerviosamente, como si se sintiera muy incómodo en los pasillos del poder.
—¿Puedo acompañarte afuera?
Le ofreció el brazo a Danielle como todo un caballero, y ella lo aceptó. Juntos caminaron sobre el pulimentado suelo del amplio vestíbulo. Un guarda uniformado les abrió la puerta exterior y oyeron el apagado sonido de la lluvia que caía suavemente. Una leve tormenta de primavera había llegado desde el noreste, el tercer frente de lluvias que atravesaba el país desde que habían llegado a casa.
Mientras salían a la bien iluminada marquesina que protegía la entrada de los coches, un taxi llegó salpicando agua a lo largo de la curvada acera, con las luces largas encendidas y los limpiaparabrisas moviéndose de un lado al otro. Cuando se detuvo, un pasajero salió corriendo del interior y se metió en el edificio.
—Más lluvia —comentó ella, contemplando la neblina y la llovizna.
—No creo que me vuelva a quejar nunca de la lluvia —dijo McCarter.
Ella sonrió:
—Ni yo.
McCarter la miró con cariño.
—Me preguntaba si has sabido algo de Hawker…
La sonrisa de Danielle se apagó.
—Ni una palabra. Me temo que nadie sabe nada de él.
—¿Hay alguna posibilidad de que le dejen volver a casa?
—Aún no he terminado de luchar con ellos —afirmó—. Pero parece que están tratando de salvar la organización, y no creo que quieran ponerse las cosas aún más difíciles intentando limpiar la mala reputación de Hawker…
McCarter pareció muy desilusionado. Todos habían llegado a apreciar mucho al piloto.
—No te preocupes por él —insistió la agente—. Seguramente estará bajo el sol, bebiéndose una buena cerveza fría en alguno de aquellos cafés junto al río, con una, dos o tres mujeres absurdamente bellas dispuestas a ayudarle a olvidar sus dolores y pesares.
McCarter sonrió, y ella se preguntó si habría detectado el deje de celos en su voz. En cualquier caso, el arqueólogo cambió de tema:
—Creen que todo fue un engaño —dijo, expresando su propia suposición—. ¿No es así? Piensan que, de algún modo, a Hawker y a ti os doparon.
—Eso parece —miró hacia atrás a través de las puertas de cristal del edificio y añadió—: Allá ellos, si es eso lo que quieren creer…
—Probablemente sea mejor así —contestó McCarter, y la volvió a mirar con cariño—. Eres una buena persona. Supongo que lo has hecho lo mejor que has podido, vista la posición en que estás…
A ella le habría gustado pensar que así era.
—No, no lo he hecho —le contestó—, pero sigo intentándolo.
Él sonrió, mientras otro taxi llegaba por la curva de entrada al edificio. Sus frenos chirriaron un poco cuando se detuvo, mientras el agua caía en delgadas líneas, como trazadas a lápiz, a la luz de sus faros.
—¿Compartimos un taxi? —le propuso el profesor—. Yo estoy en el Omni.
Ella negó con la cabeza:
—Me temo que voy en dirección contraria…
—Vale —aceptó él—. Entonces éste es tuyo.
Le abrió la puerta y se la sostuvo.
Ella se adelantó y le besó en una mejilla.
—Dale recuerdos a Susan —le dijo—. Y hazme el favor de cuidarte.
—Lo mismo digo.
Danielle se metió en el taxi y McCarter cerró la puerta tras ella, mientras el coche arrancaba. Ella miró a través de la ventanilla empañada por la lluvia y vio cómo él tomaba otro taxi. Luego volvió la vista hacia delante y se arrellanó en el asiento.
Con el taxi moviéndose cautamente entre el tráfico, Danielle sacó de su bolso una hoja doblada. Era la carta de ascenso que Gibbs le había enviado antes de que partiera hacia el Amazonas. Había pensado que quizá el Comité quisiese verla, tal vez incluso adjuntarla a su declaración, pero habían rehusado a leerla, diciéndole que posiblemente el ascenso aún fuese válido.
Leyó la carta una vez más, sonriendo con disgusto ante las palabras y la satisfacción que en otro tiempo le habían producido. Con deliberada fuerza la arrugó en una bola y la dejó caer en la pequeña papelera que había entre los asientos, junto a la lata de refresco vacía y los envoltorios de la comida rápida del taxista.
Recostándose en el asiento, suspiró mientras escuchaba al sonido de los limpiaparabrisas, de los neumáticos sobre el suelo mojado y las noticias, entrecortadas por la estática, que daban por la radio. Por primera vez en mucho tiempo no tenía nada que hacer. Ningún plazo que cumplir, ningún superior ante el que responder, ningún objetivo tras el que ir. Y, para su sorpresa, descubrió que ésa era una sensación extremadamente agradable.
A más de treinta kilómetros de allí, en el sótano del Edificio Cinco del VIC, Arnold Moore estaba en una habitación en penumbras y forrada de plomo, reunido con el jefe científico del NRI y otro científico que trabajaba en la teoría de la fusión fría. Habían estado estudiando la piedra brillante que Danielle había traído del Amazonas.
—Definitivamente está generando energía le dijo —el jefe científico a Moore—. De hecho, unas cantidades tremendas de energía. Y no sabemos cómo lo hace: no es nada radioactiva.
—Genera calor —señaló Moore.
—Sí —le respondió el otro—: algo de calor, pero el calor es la menos importante de sus manifestaciones.
—¿Adónde va el resto de la energía? —quiso saber Moore.
—La mayor parte es canalizada hacia un impulso electromagnético. Ésa es la razón por la que tuvimos que traerla aquí abajo y forrar la habitación con plomo.
Moore miró la piedra que brillaba, y que ahora estaba limpia y pulimentada, tanto que desde un ángulo de visión adecuado casi resultaba invisible. A diferencia de los cristales de Martin, no contenía ni inclusiones ni surcos. Era tan clara como el mejor de los cristales jamás fabricados y, a simple vista, no parecía encerrar nada en su interior. Sin embargo, el brillo blanco tenía que salir de algún sitio, como también la energía.
En el punto en que estaban, los científicos apenas habían empezado a estudiarla, pero Moore esperaba que hallarían en ella propiedades similares a las de los cristales de Martin, incluyendo las líneas microscópicas, nanotubos y otras estructuras aún más exóticas.
Moore sabía que era técnica, pero parecía arte. Y había algo subyugante en ella, casi hipnótico. Cuanto más la miraba, más seguro estaba de que realmente podía ver el impulso fluctuante del que le estaban hablando aquellos hombres: era rítmico, armónico.
—¿Siempre hace esto? —preguntó.
El científico asintió con un gesto:
—Es el impulso —dijo—. Casi toda la energía va a él. Su patrón es extremadamente complejo, con rápidas fluctuaciones. Y se repite una y otra vez.
Moore miró: lo podía ver, lo notaba, lo sentía. Y tenía un presentimiento al respecto.
El científico le observó, estudiando su rostro.
—Usted sabe lo que es —supuso, viendo la verdad en los ojos de Moore… una verdad que ellos aún no le habían revelado.
—Sí —le respondió el agente—. Creo que lo sé.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
—Bueno, pues tiene que saber que creemos que está en lo cierto…
—Un mensaje —afirmó Moore—. Es algún tipo de señal.
El hombre asintió.
—Como ya le he dicho, se repite una y otra vez, sin cambios. Excepto una…
Moore miró al hombre a los ojos. Parecía desear no haber dicho nada.
—¿Excepto qué…?
—Excepto una fluctuación menor que hubo —le explicó el científico de mala gana—, hace once días, cuando la trasladamos de la bóveda donde estuvo provisionalmente a esta sala.
Moore miró al hombre fijamente.
—No sabemos qué la causó —añadió el investigador—, ni lo que significa. Pero estamos preocupados.
El hombre no le ofreció más explicaciones, nada salvo un rostro hosco y unas mandíbulas muy apretadas; y Moore notó cómo él también se empezaba a preocupar, y mucho. Volvió a concentrarse en la piedra, que seguía generando aquel impulso suave, incapaz de apartar la vista de ella y de dejar de sentir asombro. Y, sobre todo, incapaz de ignorar la creciente sensación de que el destino de muchas personas podría verse afectado por lo que habían encontrado en aquella piedra.