Authors: Graham Brown
Concentró su mente en lo esencial: los animales, esos
zipacna
de McCarter, estaban por alguna parte. Y si bien Hawker había supuesto que eran nocturnos, por el ataque a Kaufman y por la historia de McCrea, sabían que aquello no era enteramente cierto. Tras observar la cría que tenía en la caja de munición, el doctor Singh había supuesto que no era el día lo que los animales evitaban, sino la luz del día. La larva se había refugiado en un rincón de la caja que le daba algo de sombra y, cuando el médico había cubierto media caja con un trapo, cambiándolo varias veces de posición, el bicho siempre había elegido la parte en sombras. Si Singh tenía razón, los animales podían cazar en la selva las veinticuatro horas del día, pues bajo el triple techo vegetal, que era por donde el grupo caminaba ahora, llegaba menos del diez por ciento de la luz del sol.
Sabiendo esto, los ojos de Danielle no paraban quietos. Caminaba al lado del arqueólogo, en formación abierta, pasando sucesivamente su mirada por la jungla, por McCarter y por el traicionero Devers, que andaba unos paso por delante, sin ligaduras pero desarmado. Casi esperaba que intentase algo, y medio lo deseaba, pero tratar de escapar solo por la espesura sería un suicidio para él… y, probablemente, también para ellos si lo perdían.
A unos metros por delante del lingüista, Hawker caminaba con decisión y a buen ritmo; en ocasiones, se detenía súbitamente, pero luego volvía a emprender su rápida marcha. En cada parada controlaba la jungla por delante y por detrás, a veces quedándose varios agónicos minutos en total silencio e inmovilidad, como esperando a que pasase un ángel. Varias veces indicó las señales que le permitían seguir a los nativos: plantas aplastadas, musgo arrancado, suelo pisado; tal como afirmaba el dicho: «Un centenar de rostros pálidos dejan un gran sendero».
Tras dos horas siguiendo pistas y caminando, llegaron a una zona en la que Danielle notó un leve olor a humo. A medida que proseguían adelante, las hojas de alrededor parecieron volverse blancas por llevar una fina capa de ceniza, como el polvo que hay en los muebles de una casa vacía.
Y, de repente, los nativos estaban allí.
Agarró a McCarter y lo detuvo: había dos hombres de piel muy bronceada justo delante, y otros tres a un lado. Supuso que habría más ocultos entre la maleza, pero no podía ver a ninguno. Sostenían en alto las hachas de piedra y sus rostros reflejaban hosquedad, con sus ojos hirviendo de ira.
Uno de ellos gritó algo, que Devers no tradujo, aunque probablemente no fuera necesario… había hablado con tal violencia que sólo podía ser una amenaza, o una maldición. Algunos otros aparecieron de entre la jungla y, en un momento, estaban rodeados por una docena de
chollokwan
.
Era ahora o nunca.
—Hable con ellos, Devers —le dijo—. Dígales que venimos en son de paz.
Devers inspiró profundamente y luego consiguió decir unas palabras. Pero no hubo reacción alguna por parte de los nativos. Al lado de Danielle, McCarter empezó a bajar su fusil, en señal de paz.
Hawker hizo un signo de negación con la cabeza.
—Aún no —dijo Danielle—, o se abalanzarán sobre nosotros.
Devers lo intentó de nuevo, explicando que los hombres del NRI sólo querían ayudar a los
chollokwan
, y no luchar con ellos. Que, al igual que ellos, estaban esperando a que regresase la lluvia y que, para ayudar a que lloviese, habían traído los cristales que les habían sido arrebatados hacía tanto. Se los devolverían a cambio de su ayuda.
Al principio, los
chollokwan
no dijeron nada, mirando sin expresión a los forasteros, como si estuvieran confundidos. Finalmente, el que había gritado empezó a hablar. Sus palabras tenían un tono acerbo, y Danielle estuvo bastante segura de que su oferta estaba siendo rechazada.
Finalmente, Devers tradujo:
—Se llama Putock —dijo—. Insiste que no nos tiene mido, ni a ningún hombre blanco. Dice que ha matado a muchos.
—Eso es reconfortante —dijo Danielle.
—Y dice que no es él quien tiene que respondernos y que…
Putock interrumpió a Devers con otro grito y entonces tanto los otros
chollokwan
como él se volvieron hacia la selva.
—Dice que los otros decidirán…
—¿Qué otros? —le preguntó Danielle.
—Los ancianos —le explicó el traductor—. En el Consejo.
Ella miró a Hawker y luego a McCarter. Eso era lo que querían. Se pusieron en marcha, internándose más en el territorio
chollokwan.
Siguiendo a Danielle y a los otros dos, el profesor McCarter caminó hacia el asentamiento
chollokwan
con la clara impresión de que eran unos invitados no deseados y preguntándose qué tipo de recibimiento iban a tener. Minutos más tarde llegaron al poblado, que se hallaba situado junto a un ancho río, en la parte interna de un amplio meandro que lo circundaba como una herradura. La localización era deliberada: colocaba a los
chollokwan
al lado de una fuente de pescado y agua fresca, y los protegía de un ataque en dos tercios de su perímetro. El trozo restante era guardado por centinelas, grupos de ellos en la jungla y otros encaramados a los árboles. Y aunque no veía nada que le hiciera pensar en vistosos adornos, se empezó a preguntar si no sería cierto que los
chollokwan
habían montado guardia en el Muro de los Cráneos.
Entre los centinelas ardía una larga línea de pequeños fuegos, cincuenta o más, espaciados de modo regular en un largo arco curvado que se extendía hasta la orilla del agua a ambos lados del poblado, una barrera en tierra que formaba la primera línea de defensa. Los fuegos quemaban calientes y llenaban el aire de humo blanco y la fina ceniza que habían visto en las hojas a alguna distancia. Tras las hogueras había montones de leña, que los miembros jóvenes de la tribu iban añadiendo continuamente a las fogatas.
Los vigilantes
chollokwan
saludaron a Putock cuando se aproximó, pero luego se pusieron en pie de un salto al ver a los forasteros. Su compañero los calmó con un gesto y les dijo unas palabras, y el grupo de extranjeros dejó atrás a los centinelas, yendo por entre los fuegos hacia el poblado.
McCarter se esforzó por fijarse en todo. El terreno en sí estaba casi pelado, despojado de todo lo que pudiera ser usado como combustible en las fogatas: sólo quedaban los árboles más grandes. Era más un campamento que un poblado, y sus únicas estructuras eran frágiles refugios, hechos con pieles de animales y maderas atadas. Pero, claro, los
chollokwan
eran nómadas y cuando llegase el momento, recogerían todo lo que había en aquel lugar y desaparecerían, llevándose con ellos los refugios. McCarter se preguntó cuánto tiempo se quedarían allí… hasta las lluvias, supuso, o hasta que hubiese pasado la primera racha de las mismas.
Mientras seguían a Putock pasaron junto a más fuegos, éstos mayores que los del perímetro. Ardían con virulencia, incluso a pleno calor del día; a su alrededor yacían los heridos y los agonizantes y, reunidos en torno a esas víctimas, les lloraban sus seres queridos.
Un par de desconsoladas mujeres se afanaban al costado de un hombre ensangrentado, gimiendo de angustia ante lo que veían. Otros hombres con desgarrones similares eran atendidos por cuidadores más estoicos, madres, hermanas o esposas sin lágrimas ya que llorar.
Las víctimas habían sido rajadas y abiertas, con su carne y músculos limpiamente cortados hasta el hueso, o arrancados en grandes pedazos. Donde podían serlo, las heridas recientes habían sido cauterizadas con el calor abrasador de unas herramientas de piedra puestas al fuego de las hogueras, mientras que las heridas más antiguas eran cubiertas con apósitos de hojas y barro. McCarter contó a veinte hombres malheridos y a una docena más que ya debían de estar muertos. Se preguntó cuántos más no habrían regresado a casa de sus correrías, y cuántos otros habrían sido tomados por los
chokawa
y colgados en lejanos árboles.
Junto a uno de los moribundos, una mujer y un chico mayor sollozaban, no lejos de donde otro niño, de unos tres años, jugaba. Demasiado pequeño para entenderlo, el crío bailaba alrededor, riendo y piando como un pajarillo, tirando una piedra al fuego. McCarter recordó el funeral de su esposa, y cómo sus nietecitos vestidos de domingo sólo querían correr y jugar. Mientras consideraba la universalidad de la vida y de la muerte, lamentó profundamente el dolor que, se daba cuenta ahora, su grupo había contribuido a causar. Putock dejó atrás a los heridos y llevó a los forasteros hasta la hoguera más grande de todas, una tremenda fogata cercana al centro del poblado, junto a la que se alzaba una gran pila de leña.
Los enviados del NRI se quedaron en pie junto a ella, soportando las oleadas de insoportable calor, así como las miradas y murmullos de los
chollokwan
que se habían acercado a curiosear. A medida que el número de curiosos aumentaba, ellos se fueron apretando, más juntos, y pronto McCarter sintió claustrofobia, encerrado como estaba por una muralla humana.
Tras algunos minutos una agitación estremeció a la muchedumbre y los curiosos
chollokwan
se abrieron para dejar paso: el Consejo de los ancianos había llegado, tal como les habían dicho.
Ese consejo contaba con cinco miembros, pero había uno de mayor importancia, el líder: era un hombrecillo, de por sí de cuerpo menudo, pero que se había encogido aún más con la edad. Se movía con una gracilidad fruto de la precaución y de un esqueleto retorcido y doblado como un árbol viejo. Una piel escamosa y manchada cubría sus manos y su rostro, y sus ojos se hallaban medio ocultos entre pliegues de arrugada carne. Le llamaban Ualon, el Viejo: el abuelo y líder de la tribu. A aquel hombre de débil cuerpo era a quien más honraban los
chollokwan
, por encima de cualquier otro. Y su decisión sería ley para ellos.
Antes de hablar, el Viejo estudió a sus visitantes, se acercó a ellos, tocando algunos puntos de sus rostros y sus manos: valorándolos con el valioso conocimiento que da una larga vida.
Miró el vendaje de la pierna de Danielle, tocó la herida del hombro de McCarter, el sanguinolento costurón de la cara de Hawker.
—Guerreros —dijo en el idioma de los
chollokwan
.
El Ualon y sus colegas del Consejo se colocaron frente a ellos. Ambos grupos se sentaron y la muchedumbre se reunió a su alrededor.
Un cuarteado susurro surgió de la garganta del anciano, con las palabras formándose lentamente en la extrañamente trabajosa lengua de los nativos. Devers le escuchó atentamente.
—Dice que sus adivinos predijeron la llegada de los forasteros, y que habría una lucha entre lo antiguo y lo nuevo. Dice que su padre se lo contó cuando él era un chico, y que ahora ha sucedido.
McCarter miró al anciano y luego a Danielle. Ella le animó a hablar.
—Dile que no hemos venido aquí a luchar contra él. Que hemos venido a devolverles lo que les fue robado, probablemente en los tiempos de su padre. Y también… —McCarter inclinó su cabeza—, también hemos venido a pedirles su ayuda.
—Tendrá que mostrarles los cristales —le dijo Devers—. Los guerreros no parecen comprenderme, y creo que deben de tener un nombre propio para los cristales, más que una descripción.
Devers se había vuelto hacia él para hablar, y McCarter sacó la caja que contenía los cristales de Martin. Cuando la abrió, un murmullo recorrió la muchedumbre.
El Viejo se inclinó hacia delante, para inspeccionar los cristales.
—
Ta anik zakara
—dijo, lo que Devers tradujo como «Los ojos de los
zakara
».
—¿Quién son los
zakara
? —preguntó McCarter.
—Los
zakara
son los ladrones de vida. Son los tomadores de hombres, la plaga. Los
zakara
son Las Muchas Muertes que caminan en la noche. Todos ésos son los nombres de los
zakara
.
No se necesitaba de más explicación.
El Ualon hizo un gesto con las manos, abarcando a toda su gente:
—El pueblo viene para vigilar a los
zakara
, para ver si se han alzado de su pozo, el
Tok Nihra
. Ha pasado el tiempo de muchos abuelos desde la última vez que fueron vistos. Sí, siempre han estado dormidos, hasta ahora. Hasta que vuestras manos los liberaron.
—No pretendíamos hacerlo —le contestó McCarter—. No sabíamos lo que hacíamos…
El Viejo escuchaba a Devers traducir y McCarter se lo imaginaba pensando: «Lo sabíais porque os lo dijimos, os lo advertimos…».
—La presencia de los forasteros en el
Tok Nihra
causa ira en el Corazón Celeste. Y, a causa de ello, las lluvias no caerán.
«El Corazón Celeste», se dijo McCarter. El término maya era el Corazón del Cielo. Ahora estaba seguro, y se dirigió al Ualon directamente:
—Las lluvias matarían a los
zakara
—dijo—. Si cayese la lluvia negra, salvaría al pueblo.
El Viejo miró a McCarter mientras Devers terminaba la traducción. Sus ojos estaban muy abiertos y su brillo luminiscente ya no estaba oculto por las cortinas de piel que los rodeaban. Aunque McCarter no lo sabía, «lluvia negra» era el término exacto que los
chollokwan
utilizaban para el primer chubasco de la estación lluviosa. Era un término sagrado, que no esperaba que supiesen los forasteros.
Allí esperaban, hasta que caía la lluvia negra. Las fuertes lluvias les decían que ya era seguro dejar atrás el
Tok Nihra
. La mayoría de los años caía tanta agua, incluso en la estación seca, que tenían que elegir, arbitrariamente, qué tormenta en particular consideraban como la lluvia negra; pero había años, en especial los de El Niño, como era éste, en que estaba claro cuál sería la elegida.
McCarter podía ver la esencia de todo aquello en el rostro del Ualon, y creyó ver un resquicio. El frágil cuerpo se volvió hacia los otros para conferenciar con el Consejo, antes de volverse de nuevo.
—Desea saber qué clase de ayuda le pedimos —dijo Devers—. Y qué clase de ayuda creemos que puede darnos el pueblo.
—Dile que queremos abandonar la jungla. Nos gustaría dejar a
Tok Nihra
atrás y necesitamos su ayuda para hacer ese viaje. Nos han pedido que nos vayamos y ahora nos iremos. Le ofrecemos los ojos de los
zakara
a cambio de su ayuda —McCarter volvió a tender la caja—. Dile que queremos volver a nuestras casas, viajar de regreso a un lugar bajo nuestro propio cielo.