Authors: Graham Brown
—¿Y qué hay de los chicos del FBI?
Gibbs se mostró testarudo:
—No quiero a nadie de fuera. Ni siquiera a nadie de tu departamento. No hasta que yo te lo diga…
Eso estaba bien: era mejor resolver el problema, antes de airearlo en el mundo exterior.
—¿Qué más sabemos?
—No mucho. Accedieron a información por todas partes, como si al principio no supieran muy bien lo que andaban buscando. Sus búsquedas cubrieron una docena de proyectos, quizá más. Aún lo estoy investigando. Su última entrada fue hace tres semanas, el… —hojeó su copia del informe hasta que halló la página correcta—: el 4 de enero. No ha habido nada más después.
—¿Cambiamos los códigos esa semana?
—No, no se han cambiado todavía.
El rostro de Gibbs volvió a ponerse colorado.
—¿Y no tendría que cambiarlos ya?
—En realidad no queremos cambiarlos —le dijo Blundin—, nuestra mejor posibilidad de atraparlos es si los muy idiotas hacen otra entrada. He puesto un seguidor en el sistema, un pequeño localizador que no van a ver llegar. Si se introducen de nuevo en el sistema, los seguiremos hasta su casa…
Gibbs alzó una mano, finalmente convencido:
—De acuerdo, tú eres el experto en esas cosas, tú llevas la investigación. Haz lo que cojones tengas que hacer, pero mantenlo en secreto. No quiero que nadie más sepa de esto hasta que averigüemos lo que ha sucedido, ¿entendido?
—Vale, lo capto —aceptó Blundin—, ya lo había entendido la primera vez.
Tendió la mano hacia su cigarrillo y vio que se había quemado hasta quedar sólo una colilla. La miró con tristeza, preguntándose si no podría echarle una calada más, antes de descartarla y aplastarla. Buscó un nuevo cigarrillo en su bolsillo y descubrió que el paquete estaba vacío. Más dificultades…
—Estoy demasiado cansado para seguir con esta mierda esta noche —dijo, poniéndose en pie y tomando su chaqueta del respaldo de la silla—. Si quieres, podemos tener otra jodida sesión por la mañana. Pero ahora me voy a casa.
Gibbs miró el reloj y luego le dio permiso para marcharse haciendo un gesto con la cabeza. Blundin caminó hacia la salida, deteniéndose en la puerta y volviéndose.
—Hay otra cosa más —dijo.
—¿Qué?
—No lo sabemos con seguridad, pero estamos bastante convencidos que esto tiene que ver con el proyecto Selva Pluvial, ¿vale? Así que me tomé la libertad de comprobar esos archivos y, desde luego, habían accedido a todos. A todos y cada uno de ellos —Blundin se fue poniendo la chaqueta mientras seguía hablando—. El caso es que, mientras los comprobaba, me fijé en que los números de archivo no llevaban unidos ningún código de proyecto. Y los códigos de provisión de fondos pertenecían a otro proyecto totalmente distinto.
Gibbs pareció sorprendido.
—¿Y de quién eran las entradas?
—Del agente subalterno que tiene allí en Brasil, Laidlaw.
El director aguardó:
—¿Y…?
Blundin se encogió de hombros.
—Mira, ya sé que retiraste a Moore del proyecto por un buen motivo, y creo que hiciste bien, pero…
—Escúpelo ya… —dijo irritado Gibbs.
—Bueno, ¿sabe ella qué coño está haciendo?
Gibbs se relajó un tanto.
—No te preocupes por eso —dijo—. Te apuesto diez contra cinco a que todo es un error de contabilidad. Ya la han cagado antes, porque ella está fuera del sector que le corresponde. A ver si acierto: los códigos de provisión de fondos pertenecían a uno de sus proyectos norteamericanos.
—Ajá.
Gibbs sonrió:
—¡Contables! —se mofó—. Mañana les pegaré una buena bronca y haré que lo arreglen todo. Tu encuentra al hijo de puta que nos ha
hackeado
.
—De acuerdo —dijo Blundin, guardándose el informe en el bolsillo—. Ya me imaginé que sería algo así. Te daré los números de archivo por la mañana.
Gibbs asintió y Blundin le hizo un gesto cansino de despedida, mientras atravesaba la puerta.
Con Blundin fuera, Gibbs se quedó solo, considerando la situación. Se quedó unos minutos en silencio, regocijándose por los límites que les había puesto a Moore y Laidlaw, límites que le habían permitido no tener que entrar en la base de datos las informaciones más importantes, incluida la localización del templo recién descubierto. Eso eran buenas noticias, que le calmaron bastante el ánimo, pero las otras no eran tan agradables. Miró a través de la puerta por la que acababa de irse Blundin, con los ojos ardiéndole por la irritación y la falta de sueño. En cierto modo, las cosas habían ido de mal a peor.
Danielle estaba en pie en el techo del recién descubierto templo maya recorriendo con la vista el claro que la rodeaba: podía ver los restos de una hilera de edificios, que estaban alineados directamente con las escaleras del templo, y una calzada que corría entre ellos hacia la jungla, al oeste. El lugar había sido prominente e importante, y en lo más íntimo estaba convencida de que allí hallarían el origen de los cristales, si es que finalmente lograba conseguir que McCarter los buscase. Había varios motivos para darle un empujón: las incesantes peticiones de Gibbs para que se lo dieran era uno, y otro buen motivo era que las lluvias ya no tardarían demasiado en aparecer. Pero, mientras miraba al radiante profesor, que estaba trabajando con Susan y los porteadores, volvió a embargarla la certidumbre del riesgo que corrían: sus vidas estaban en peligro, y los demás no tenían la más mínima idea de ello.
Contempló patrullar a Verhoven y sus hombres y escuchó cómo Hawker llegaba volando con una carga de equipo defensivo, que incluía sensores de movimiento, sistemas informatizados de seguimiento, luces, bengalas y cajas de munición… y la jauría de perros adiestrados por los que había insistido el sudafricano… y que los demás consideraban tan sólo una precaución. En realidad, pensaban que se estaban pasando tres pueblos con tantas precauciones, cuando hubiera sido mejor tomarse las cosas un poco más a la ligera.
Danielle sabía que no era así. En algún lugar de ahí fuera un enemigo los andaba buscando y, a pesar de la ventaja que habían ganado subiendo el río a la carrera, con el tiempo ese enemigo los hallaría. Y deseaba que cuando eso sucediese, hiciera ya bastante que los civiles se hubieran ido. Y, para que así fuera, ella tenía que seguirles presionando.
Miró al profesor McCarter, en cuclillas sobre el techo, pasando el dedo por una juntura en las piedras talladas y explicándole al grupo lo que había descubierto.
—Dígame otra vez lo que significa eso —le pidió.
—¿Ve lo preciso que es el ajuste? —dijo, señalando. Hizo un gesto a los otros para que se acercasen, y luego usó su cuchillo para raspar el moho. El ensamble de las piedras era tan apretado que el moho no había crecido dentro, sino que lo había cubierto como una lona—. No podrías meter ni un papel de fumar de canto por entre estas piedras. Todos los grandes monumentos que han soportado el paso del tiempo muestran este tipo de trabajo artesano. En Yucatán, en Egipto, en Mongolia… Y esta estructura debe de ser especialmente estable para tener este aspecto. Quizá fuese edificada sobre una base de roca, como los rascacielos del centro de Manhattan. He visto algunos daños en el lado norte —admitió—, pero los cimientos en sí no deben de haber sufrido mucho, o los ensambles de las piedras estarían abiertos y serían irregulares. Todo esto me parece muy emocionante…
—Ha dicho que tal vez haya descubierto un modo de entrar —le recordó ella—. ¿Podría saltarse el resto, e ir directamente a esa parte? Eso es lo que me parece emocionante a mí…
—No es usted partidaria de la cocina lenta, ¿verdad? —comentó McCarter, ligeramente malhumorado.
—Me va el microondas —le dijo ella—. O algo aún más rápido.
Él sonrió y se fue a otra parte del techo haciendo un gesto para que le siguieran.
—Esta piedra nos cuenta otra historia: la conexión es aquí menos correcta, el trabajo artesano menos preciso —hurgó en el moho, arrancándolo allá donde se había metido por las ranuras. El borde así expuesto era irregular y estaba mellado, con docenas de fracturas del grosor de un cabello mostrando los puntos donde algún día se producirían daños. Alzó la vista—. De todas las piedras de este techo, sólo ésta muestra estas condiciones. Esto únicamente puede significar una cosa: que esta piedra ha sido movida… repetidas veces.
«Al fin», pensó Danielle.
—Y usted cree que ésta es la entrada —supuso.
—Si es que tiene una —consideró él—. La mayoría de los templos mayas no tienen nada dentro… excepto otro templo maya anterior.
Le miraron caras de asombro.
—Los
Ahau
de los mayas querían tener monumentos erigidos en su honor, como todos los dirigentes del mundo antiguo. Pero, con un punto de vista sorprendentemente pragmático, a menudo ordenaban que fuera erigida una nueva estructura sobre la existente, en una especie de proyecto de rehabilitación urbana precolombino, lo que les permitía dejar tras de sí un templo más grande que el de sus predecesores. El resultado es algo parecido a esas muñecas rusas en las que una más grande alberga otras más pequeñas. En lugares como Yucatán, algunos templos tienen seis o siete capas debajo —volvió a su pensamiento anterior—. Pero hay otros templos mayas que son estructuras únicas, algunas de las cuales contienen cámaras interiores, estancias para que los reyes y los sacerdotes meditasen y se comunicasen con sus ancestros, muertos largo tiempo atrás. Un proceso que habitualmente era acompañado por el derramamiento de sangre, pues se pasaban cuerdas con púas y espinas de peces por sus labios, los lóbulos de sus orejas y… bueno, otras partes de su cuerpo consideradas aún más sensibles.
Hawker hizo una mueca:
—Eso le hace pensar a uno en que tal vez no fuera tan bueno ser rey…
Danielle se echó a reír y volvió a mirar a McCarter:
—Entonces, ¿cree que éste es un templo de ese tipo?
—Eso parece —dijo—. Y eso nos podría ayudar a determinar si éste lugar es o no
Tulum Zuyua
.
—¿Cómo? —quiso saber ella.
—
Tulum Zuyua
tenía otros nombres, ¿recuerda? La piedra que Blackjack Martin encontró contenía uno de esos nombres: Siete Cavernas, Siete Cañones. Otros escritos mayas se refieren a él como «El Lugar del Agua Amarga».
—Siete Cavernas —musitó ella, haciendo correr la idea por dentro de su cabeza—. Así pues, ¿cree que debajo puede haber una caverna o varias?
—Posiblemente —aceptó McCarter—, pero me lo planteo en términos menos dramáticos: se ha visto que otros lugares que llevan el nombre de «caverna» en realidad contenían estancias interiores. ¿Y por qué no? Después de todo, ¿qué es una caverna? Entre una estancia de paredes de piedra y una auténtica caverna sólo hay una diferencia semántica. Incluso los espeleólogos llaman «estancia» a las partes abiertas de una cueva. Y si resulta que este templo tiene una serie de estancias interiores, digamos que siete, eso apoyaría nuestra teoría de que se trata de
Tulum Zuyua
.
—¿Nuestra teoría? —inquirió Danielle.
—La estoy adoptando yo también —le explicó McCarter sonriente—. Y hay otra razón para entrar, una que quizá sea aún más importante: todo lo que haya en el interior habrá estado protegido del sol y la lluvia durante todos estos años. Cierto que los elementos han desgastado las paredes de fuera hasta dejarlas casi lisas, pero puede que dentro hallemos escritos, murales o alfarería. Incluso objetos rituales con información en ellos. El mejor y más rápido modo de obtener información es entrar en el templo, y eso significa que hemos de empezar aquí.
Les llevó varias horas, un montón de tirones musculares y una polea rota, pero al cabo la losa fue desalojada y forzada hacia arriba a base de usar barras como palancas. Pasaron por debajo de ella una cuerda de nylon y, utilizando un trípode improvisado, pudieron alzar la piedra y moverla a un lado, centímetro a centímetro. Se movió algo más de un metro, antes de que el trípode se desmoronara y la piedra quedase quieta.
McCarter se tumbó boca abajo para mirar por el agujero, pero en seguida se puso a toser y sacó la cabeza. Mezclado con el aire que se escapaba del interior del templo, Danielle podía oler un vapor acre. Era un asqueroso hedor sulfuroso.
McCarter alzó la cara, con los ojos llorosos:
—Esto te despeja la cabeza.
Mientras el arqueólogo volvía a acercarse al agujero, Danielle inspiró profundamente y se colocó tumbada junto a él; los haces de sus linternas iluminaron una escalera de anchos escalones, que descendía hacia la oscuridad de abajo.
—Entremos —dijo ella.
McCarter la miró a los ojos y pareció entender que no valía la pena discutir. Tomo la linterna fluorescente que le pasaba.
—¿Viene alguien más?
Algunos de los otros se echaron atrás, como para dar a entender que no se ofrecían voluntarios. Hawker se adelantó.
—¡Qué demonios, sólo es otro simple agujero en el suelo! Y, al menos, éste tiene una escalera.
McCarter asintió con la cabeza y luego se volvió hacia su ayudante:
—¿Susan?
Susan se había echado atrás, apartándose de la entrada, tosiendo y jadeando por el olor sulfuroso.
—No puedo —contestó—. No podría respirar…
McCarter asintió con un gesto.
—Vale, te haré un informe completo —se volvió hacia Danielle—. Bueno, jefa, vamos.
McCarter se deslizó por la abertura, desapareciendo de la vista. Le siguió Danielle, con Hawker tras ella.
Una vez dentro, pudieron ponerse en pie, y fueron descendiendo unos escalones mientras los penetrantes humos sulfurosos les asaltaban, haciéndoles lloriquear y abrasándoles las gargantas. Las gruesas paredes de piedra que tenían alrededor apagaban los sonidos del exterior y distorsionaban sus voces con extraños ecos reverberantes. Danielle se fijó en que, cuando los otros hablaban demasiado fuerte o muy deprisa, sus palabras se tornaban ininteligibles.
Se detuvo junto a McCarter al pie de la escalera, apuntando su linterna en varias direcciones. A pesar de ello, le era difícil el ver los detalles: el azufre en el aire se había condensado en una neblina amarillenta que dispersaba la luz de sus linternas.
Hawker habló:
—Veinte escalones. ¿Significa eso algo, Doc?
—No especialmente —le contestó McCarter—, pero hay veinte días con sus nombres en el Calendario Corto Maya. Aunque también puede que sea sólo el número de escalones que necesitaban para llegar arriba.