—Cierra la puerta —le ordenó Butterfield.
Chaplin obedeció.
—Puedes vigilarlos un poco, si lo deseas —prosiguió—. Necesitan el calor. Los hace poderosos.
Dejó que el portero montara guardia junto a la caldera, y subió al vestíbulo. Había dejado la puerta de la calle abierta, y un traficante de drogas había buscado el abrigo del vestíbulo para cerrar tratos con un cliente. Negociaron en las sombras, hasta que el traficante notó la presencia del abogado.
—No se preocupen por mí —les dijo Butterfield, y subió la escalera.
Encontró a la viuda de Swann en el primer descansillo. No estaba del todo muerta, pero él acabó rápidamente el trabajo iniciado por D'Amour.
—Estamos en un verdadero apuro —le dijo Valentín—. Oigo ruidos abajo. ¿Hay alguna otra salida?
Harry estaba sentado en el suelo, apoyado contra el archivador caído; intentaba dejar de pensar en la cara que puso Dorothea cuando recibió el impacto de la bala, y en la criatura de la que ahora se veía obligado a depender.
—Hay una escalera de incendios que baja por la parte trasera del edificio.
—Enséñemela —le ordenó Valentín, ayudándolo a ponerse en pie.
—¡Quíteme las manos de encima!
—Lo siento —se disculpó Valentín, y se retiró, herido por el rechazo—. Posiblemente no debería esperar que me aceptase. Pero lo hago.
Harry no dijo palabra, se limitó a levantarse en medio de la pila de informes y fotos. Llevaba una sucia vida: espiaba adulterios en nombre de cónyuges despechados, registraba cloacas en busca de niños extraviados, se relacionaba con la escoria porque flotaba y el resto simplemente se ahogaba. ¿Acaso el alma de Valentín era más sucia?
—La salida de incendios está al final del corredor —le dijo.
—Aún podemos sacar a Swann —sugirió Valentín—. Y conseguirle una cremación decente… —La obsesión del demonio por la dignidad de su amo era conmovedora a su manera—. Pero tiene que ayudarme, Harry.
—Le ayudaré —le dijo sin mirarlo—. Pero no espere amor y afecto.
Si era posible oír una sonrisa, eso fue lo que Harry oyó.
—Quieren terminar con este asunto antes del amanecer —le dijo el demonio.
—Poco ha de faltar.
—Una hora quizá —repuso Valentín—. Pero es suficiente. Pase lo que pase, es suficiente.
El sonido de la caldera calmó a Chaplin, su crepitar le resultaba tan familiar como la queja de sus propios intestinos. Pero detrás de la puerta se oía otro sonido, un sonido que nunca había escuchado antes. Su mente producía unas raras imágenes para acompañarlo. De cerdos carcajeantes, de vidrios y alambres de púas molidos entre dientes, de pezuñas que bailoteaban sobre la puerta. A medida que aumentaban los ruidos lo hacía también su temblor, pero cuando se dirigió a la puerta del sótano para pedir ayuda, la encontró cerrada, y la llave había desaparecido. Para colmo, como si las cosas no hubieran sido ya bastante complicadas, se produjo un apagón.
Comenzó a rezar torpemente.
—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora…
Pero se detuvo cuando una voz se dirigió a él con toda claridad:
—Michelmas —le dijo.
No cabía duda, era su madre. Y tampoco cabía duda alguna de su fuente. Provenía de la caldera.
—Michelmas —insistió la voz, perentoria—, ¿es que vas a dejar que me ase aquí dentro?
No era posible, por supuesto, que su madre se encontrara allí en persona: llevaba muerta trece largos años. ¿Sería un fantasma, quizá? Él creía en fantasmas. En ocasiones los había visto entrando y saliendo de los cines de la calle Cuarenta y Dos cogidos del brazo.
—Abre, Michelmas —le ordenó su madre con ese tono especial que utilizaba cuando le reservaba algún premio.
Se acercó a la puerta como un niño obediente. La caldera jamás había despedido un calor como aquél; olió cómo se le chamuscaba el vello de los brazos.
—Abre la puerta —repitió su mamá.
No podía negarse. A pesar del calor infernal, tendió la mano para obedecerla.
—Ese maldito portero —protestó Harry, pateando vengativamente la salida de incendios atascada—. Se supone que esta puerta tiene que estar abierta a todas horas.
Tironeó de las cadenas enrolladas alrededor de los picaportes.
—Tendremos que ir por la escalera —concluyó.
Del corredor les llegó un ruido; un rugido en el sistema de calefacción que hizo trepidar los antiguos radiadores. En ese momento, en el sótano, Michelmas Chaplin obedecía a su mamá y abría la puerta de la caldera. Desde abajo les llegó un grito cuando al portero le voló la cara en mil pedazos. Luego siguió el ruido de la puerta del sótano al ser derribada.
Harry miró a Valentín, olvidando momentáneamente su repugnancia.
—No iremos por la escalera —dijo el demonio.
Los gritos, las chácharas y los chillidos iban en aumento. Lo que había nacido en el sótano era sin duda precoz.
—Tenemos que encontrar algo con qué derribar la puerta —dijo Valentín—. Lo que sea.
Harry repasó mentalmente los despachos adyacentes, alerta por si recordaba una herramienta que pudiera dejar alguna huella en la puerta de incendios o en las cadenas que la mantenían cerrada. Pero no había nada útil: sólo máquinas de escribir y archivadores.
—Piense, hombre —le dijo Valentín.
Rastreó a fondo en la memoria. Hacía falta un instrumento pesado. Un martillo o una barra. ¡Un hacha! En el segundo piso había un agente llamado Shapiro que representaba exclusivamente a artistas porno, una de las cuales había intentado volarle los cojones el mes anterior. La chica había fallado, pero un día, en la escalera, Shapiro se jactó de que había adquirido el hacha más grande que había podido hallar y que decapitaría alegremente a cualquier cliente que intentara atacarlo.
El alboroto proveniente de abajo se estaba apaciguando. El silencio, a su modo, era más perturbador que el jaleo que lo había precedido.
—No tenemos mucho tiempo —dijo el demonio.
Harry lo dejó junto a la puerta encadenada y echó a correr al tiempo que le preguntaba:
—¿Puede traer a Swann?
—Haré lo que pueda.
Cuando Harry llegó a la escalera, las últimas chácharas se fueron acallando, y cuando empezó a bajar el tramo que tenía delante, cesaron del todo. No había manera de calcular a qué distancia se encontraba el enemigo. ¿En el piso siguiente? ¿A la vuelta de la esquina? Intentó no pensar en ellos, pero su febril imaginación pobló cada sombra sucia.
Llegó al pie del tramo de escalera sin incidentes, y se escabulló por el oscuro corredor del segundo piso hasta el despacho de Shapiro. Cuando le faltaba recorrer la mitad del trayecto, oyó un siseo a sus espaldas. Miró por encima del hombro; su cuerpo sentía unos inmensos deseos de echar a correr. Uno de los radiadores se había calentado más allá de sus límites y había comenzado a gotear. De sus tubos salía vapor, y siseaba al escaparse. Esperó un instante a que el corazón le volviera a su sitio, porque lo llevaba en la boca, y a toda prisa se dirigió hasta la puerta del despacho de Shapiro, rogando porque el hombre no hubiera estado fanfarroneando cuando habló del hacha. Si era así, estaban acabados. La oficina estaba cerrada con llave, claro, pero de un codazo rompió el cristal traslúcido, pasó el brazo por el agujero y entró, buscando a tientas el interruptor de la luz. Las paredes estaban tapizadas de fotos de diosas del sexo. Apenas le llamaron la atención; el terror de Harry aumentaba a cada instante que pasaba allí dentro. Torpemente registró la oficina; la impaciencia le hizo poner patas arriba los muebles. No había señales del hacha de Shapiro.
Le llegó otro ruido desde abajo. Subía por el hueco de la escalera y el corredor; iba en su busca; una cacofonía aterradora como la que había oído en la calle Ochenta y Tres. Le dio dentera; el nervio del molar cariado comenzó a dolerle de nuevo. ¿Qué indicaría aquella música? ¿Su avance?
Desesperado, fue hasta el escritorio de Shapiro para comprobar si el hombre tenía algún otro elemento que pudiera utilizar, y allí, oculta entre el escritorio y la pared, encontró el hacha. La sacó de su escondite. Tal como Shapiro había proclamado, era grande, y su peso fue la primera cosa que hizo que Harry se sintiera seguro después de mucho tiempo. Regresó al corredor. El vapor de la tubería rota se había espesado. A través de sus velos podía apreciarse que el concierto había adquirido un nuevo fervor. El doliente gemido iba y venía, marcado por los laxos sonidos de la percusión.
Desafió a la nube de vapor y se dirigió a la escalera. Al poner el pie en el primer escalón, fue como si la música lo agarrara por la nuca y le susurrara al oído:
«Escucha»
. No tenía ganas de escuchar, la música era maligna. Pero de alguna forma —mientras estaba ocupado buscando el hacha— había reptado hasta instalársele en el cerebro. Absorbía toda la fuerza de sus miembros. Al cabo de unos instantes, el hacha le empezó a parecer una carga imposible de llevar.
—
Baja
—lo instó la música—,
anda, baja y únete a la orquesta.
Aunque intentó formar con los labios la palabra «no» a cada nota la música fue cobrando más influencia sobre él. Comenzó a oír melodías que parecían maullidos, temas prolongados y sinuosos que le frenaban la sangre y le idiotizaban los pensamientos. Sabía que en la fuente de la música no encontraría placer alguno —sólo lo tentaba hacia el dolor y la desolación—; sin embargo, no podía deshacerse de su delirio. Sus pies comenzaron a moverse en dirección de los flautistas. Se olvidó de Valentin, de Swann, de sus deseos de huir, y comenzó a bajar la escalera. La melodía se tornó más intrincada. Podía oír voces que cantaban el acompañamiento, sin ninguna gracia y en una lengua que no entendía. Desde arriba, alguien gritó su nombre, pero no hizo caso de las súplicas. La música se apoderó de él por completo y ahora —mientras descendía el siguiente tramo de escalera— logró ver a los músicos.
Eran más brillantes de lo que había esperado, y más variados. Más barrocos en sus configuraciones (las cabelleras, las múltiples cabezas), más originales en su decoración (el conjunto de caras despellejadas, los anos enrojecidos), y sus ojos hipnotizados se morían por ver la atroz colección de instrumentos. ¡Y qué instrumentos! Allí estaba Byron, con sus huesos bien limpios y agujereados, sus pulmones y su vejiga se colaban por las hendeduras del cuerpo como reservas de aliento para el gaitero. Estaba doblado, invertido sobre el regazo del músico, y cuando lo ejecutaban, los sacos se hinchaban y la boca sin lengua emitía una nota asmática. Dorothea se encontraba acurrucada, a su lado, no menos transformada, las cuerdas de sus intestinos tensadas entre las piernas separadas cual obscena lira; sus pechos eran utilizados como tambores. Había otros instrumentos: hombres que habían salido de la calle y caído en las garras de la banda. Incluso Chaplin se encontraba allí con gran parte de sus carnes quemadas, y tocaban sobre su caja torácica.
—No lo tenía por amante de la música —dijo Butterfield, dándole una chupada al cigarrillo y mostrándole una sonrisa de bienvenida—. Deje el hacha y únase a nosotros.
La palabra «hacha» recordó a Harry el peso que llevaba en las manos, aunque no lograba encontrar, a través de las notas musicales, algo que le permitiera recordar su significado.
—No tema —le dijo Butterfield—, en esto es usted un inocente. No le guardamos rencor.
—Dorothea… —dijo Harry.
—También era inocente —dijo el abogado—, hasta que le mostramos ciertas imágenes.
Harry observó el cuerpo de la mujer, los terribles cambios que le habían producido. Al verlos comenzó a temblar, y algo se interpuso entre él y la música; la inminencia de las lágrimas lo emborronó todo.
—Deje el hacha —insistió Butterfield.
El sonido del concierto no competiría con la pena que crecía en su interior. Butterfield pareció advertir el cambio en sus ojos, el disgusto y la rabia que allí anidaban. Tiró el cigarrillo a medio fumar e hizo una señal para que parara la música.
—¿Tiene que ser la muerte, entonces? —inquirió Butterfield.
Pero apenas logró terminar de formular la pregunta, porque Harry bajó los últimos escalones y se dirigió hacia él. Levantó el hacha y la dejó caer sobre el abogado, pero falló el golpe. El filo del arma dejó un surco en el yeso de la pared, a treinta centímetros de su objetivo.
Ante esta erupción de violencia, los músicos arrojaron sus instrumentos y comenzaron a atravesar el vestíbulo, arrastrando las chaquetas y las colas y dejando un rastro de sangre y grasa. Por el rabillo del ojo, Harry notó que avanzaban. Detrás de la horda, enraizada en las sombras, había otra forma, más grande que el mayor de los demonios convocados; de ella provino un golpeteo que podía muy bien haber sido el de un enorme martillo neumático. Intentó descifrar el sonido o la visión, pero no lo logró. No había tiempo para la curiosidad, los demonios estaban ya sobre él.
Butterfield los animó a avanzar con la mirada, y Harry aprovechó el momento para volver a utilizar el hacha. El golpe le dio a Butterfield en el hombro, y su brazo quedó inmediatamente separado del cuerpo. El abogado aulló; la sangre salpicó toda la pared. Pero no tuvo tiempo para un tercer golpe. En medio de letales carcajadas, los demonios estaban a punto de alcanzarlo.
Volvió a subir los escalones, de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro. Butterfield seguía chillando allá abajo; desde arriba, oyó a Valentín gritar su nombre. No tenía ni tiempo ni aliento suficiente para contestar.
Los llevaba pegados a los talones: su ascenso era un alboroto de gruñidos, gritos y batir de alas. Y detrás de aquel tumulto, el martillo neumático golpeteó hasta llegar al pie de la escalera; su ruido era más intimidante que las chácharas enloquecidas que tenía a su espalda. Aquel golpeteo le horadaba el estómago, era como si lo llevara en las tripas. Como el latido de la muerte, lento e irrevocable.
En el segundo descansillo oyó a sus espaldas un sonido chirriante; al darse media vuelta vio una polilla con la cabeza humana del tamaño de un buitre que volaba hacia él. La recibió con el filo del hacha y la derribó de un golpe. Desde abajo llegó un grito de excitación cuando el cuerpo rodó por la escalera con las alas haciendo de hélice. Harry subió a la carrera el tramo de escalera restante, hasta donde estaba Valentín escuchando. No prestaba atención a las chácharas, ni a los gritos del abogado, sino al martillo neumático.