Todos los grandes cineastas poseen un método secreto para realizar sus películas, pero esos enfoques son muy distintos. A Martin Scorsese le gusta preparar las tomas de manera muy precisa, con bastante antelación, para tener la oportunidad de cambiarlo todo si lo considera necesario. En cambio, Lars von Trier se niega a reflexionar sobre un plano hasta que ya lo está rodando. Bernardo Bertolucci intenta soñar con las tomas la noche antes, por lo que, si eso no funciona, deambula por el plató con un visor imaginándose las escenas antes de que se unan a él los actores y el equipo. Y Pedro Almodóvar afirma que los cineastas deben abandonar la ilusión de creer que van a poder controlar la totalidad del proceso creativo de su película.
En este libro, Laurent Tirard conversa con veintiuno de los directores más importantes del momento y permite también que escuchemos su propia voz para acceder así a la esencia de su oficio. Se trata de entrevistas, publicadas originalmente en la revista francesa Studio, en las que los directores exploran tanto su visión del cine como sus técnicas y arrojan luz sobre el proceso y sobre la persona, al tiempo que nos ayudan a entender lo que hace único a cada cineasta.
Laurent Tirard
Lecciones de cine
ePUB v1.0
minicaja03.08.12
Título original:
Leçons de Cinéma
Laurent Tirard, 2003.
Traducción: Antonio Francisco Rodríguez
Diseño de portada: Idee
Retoque de portada: minicaja
Scaneado a pdf: fede6790
Rotura de claves pdf: Ami Conesas
Editor original: minicaja (v1.0)
ePub base v2.0
El autor desea dar las gracias:
A la revista
Studio
y, en particular, a Jean-Pierre Lavoignat, Christophe D’Yvoire, Pascaline Baudoin, Benjamin Plet y Françoise D’Inca.
A todos los relaciones públicas que hicieron posibles las entrevistas: Michèle Abitbol, Denise Breton, Michel Bumstein, Claude Davy, Françoise Dessaigne, Marquita Doassans, François Frey, François Guerar, Laurence Hartman-Churlaud, Vanessa Jerom, Jerôme Journeaux, Anne Lara, Marie-Christine Malbert, Marie Queysane, Robert Sehlokoff y Jean-Pierre Vicent.
A la Cinémathèque de Niza (que organizó las entrevistas con Claude Sautet y Sydney Pollack).
Al Festival de Cine de Locarno (que organizó la entrevista con Bernardo Bertolucci).
A Ian Burley, que tradujo al inglés todas las entrevistas en francés.
A todos los ayudantes de los directores que se encargaron de solucionar el papeleo legal.
Y, finalmente, a Jerry Rudes y a la Agencia Fifi Oscard.
En diciembre de 1995, la revista
Studio
me pidió que entrevistara a un joven director llamado James Gray, cuya primera película,
Little Odessa
(Little Odessa, 1994), me había impresionado mucho. Aunque al principio se mantuvo un poco distante, James resultó ser una persona muy habladora, que se expresaba muy bien. La hora que me había concedido en un primer momento enseguida se convirtió en una comida de tres horas. Cuando estábamos a punto de marchamos, le pregunté en qué trabajaba por entonces. Me contestó que, poco a poco, estaba escribiendo un nuevo guión —que, a la larga, se convertiría en una película filmada cinco años después:
La otra cara del crimen
(The Yards, 2001)—, pero que su actividad principal era enseñar cine a los estudiantes de primer año en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA).
Admito que mi primera reacción fue sentir celos. Ocho años antes, me había matriculado en la Escuela de cine de la Universidad de Nueva York con la ingenua esperanza de que algunos de los directores famosos que habían estudiado en la escuela —Martin Scorsese, Oliver Stone, Joel y Ethan Coen— se pasarían por allí y nos enseñarían unas cuantas cosas o, por lo menos, darían una conferencia de vez en cuando. Pero nunca lo hicieron. Tuve grandes profesores y les agradezco todo el apoyo y la inspiración que me dieron. A pesar de todo, ojalá hubiera podido recibir, al menos, una clase de alguien cuyas películas había visto y admirado, cuyo conocimiento tenía que ser forzosamente más específico y pragmático. Por eso la idea cíe que alguien como James Gray estuviera ayudando a algunos afortunados novatos de la UCLA a dar los primeros pasos en el mundo de la cinematografía me hacía sentir más que celoso.
Al volver a casa tras la entrevista, se me ocurrió la descabellada idea de preguntara James si podía asistir a sus clases como oyente durante un semestre, tomar notas y publicar un resumen en la revista. Dudo que James hubiera aceptado y sé que
Studio
no me hubiera permitido, con toda la razón, emprender un proyecto de estas características. Pero, a pesar de todo, no descarté la idea.
Tengo que explicar que, en aquel momento, estaba tratando desesperadamente de dar un giro a mi vida profesional. No había sido mi intención inicial ser periodista, yo quería hacer películas. De modo que, tras graduarme en la Universidad de Nueva York, me dirigí directamente a Hollywood, confiando que los estudios enseguida me suplicarían que dirigiera su nuevo éxito de taquilla. Huelga decir que fui yo quien acabó suplicando y agradecí mucho el poder conseguir un trabajo como lector de guiones de segunda fila. La mayor parte de los guiones que repasé era horrible. Sin embargo, los buenos estaban tan bien escritos que, de inmediato, me di cuenta de que me encontraba a años luz de rodar mis propias películas. Simplemente, carecía de la madurez suficiente, y quizás tampoco tuviera el talento necesario. Pero obviemos esa posibilidad por el momento.
Cuando mis ilusiones se iban desvaneciendo con rapidez, conocí a uno de los editores de la revista
Studio
, una publicación francesa de primera línea, que me ofreció un empleo de crítico. Aunque resultaba muy tentadora la perspectiva de que me pagaran por ver películas durante todo el año, no acababa de decidirme. Mis padres siempre me habían dicho, de un modo que consideraban tranquilizador, que si fracasaba como director, siempre podría convertirme en crítico de cine. Y aunque estaba perfectamente dispuesto a dar un rodeo antes de alcanzar mi meta final, no quería meterme en un callejón sin salida profesional. En cualquier caso, acepté el empleo y resultó ser un cambio mejor de lo que había imaginado. Aprendí a ver películas de manera más analítica y conseguí comunicar mejor lo que me gustaba o me disgustaba. Y, lo mejor de todo, con el tiempo logré entrevistar a gente que nunca hubiera imaginado poder conocer; por lo menos, sin estar soñando.
A pesar de todo, en el fondo, seguía siendo cineasta. Y tras varios años
visionando
películas, algo me decía que había llegado el momento de recuperar mi intención inicial de
rodarlas
.
Decir que estaba un poco asustado ante la perspectiva de dejar un trabajo seguro para lanzarme de nuevo al desconocido mundo del cine independiente es quedarse corto: estaba muerto de miedo. Habían pasado diez años desde que había hecho un corto. Las clases de la escuela de cine quedaban ya muy lejos y echaba de menos la orientación y las palabras tranquilizadoras de mis profesores. Necesitaba refrescar el marco de referencia, encontrar un profesor que volviera a guiarme hasta los elementos básicos. Me encontraba en esta tesitura cuando me mandaron a entrevistar a James Gray.
Tras ese encuentro, caí en la cuenta de que me encontraba, de hecho, en la situación ideal para refrescar —y perfeccionar— toda mi capacidad de entender las películas. Hasta entonces siempre había abordado mi trabajo desde un punto de vista puramente periodístico, pero, en ese momento, me di cuenta de que también podía abordarlo como cineasta. En lugar de plantear a los directores preguntas que les habían hecho cientos de veces —preguntas del tipo: «¿Qué tal se trabaja con tal actriz o tal otra? ¿Es igual en la película y en la vida real?»—, me planteé la posibilidad de cuestiones más pragmáticas como «¿De qué modo decidió la ubicación de la cámara en cierta toma?» Una pregunta muy básica, cierto, pero de una importancia crucial.
Decidí montar una serie de entrevistas tituladas «Lecciones de cine» (Leçons de Cinema) y convencí a los editores de
Studio
para que me dieran una oportunidad. Me preocupaba un poco que mi aproximación pareciera excesivamente técnica y críptica a los lectores de
Studio
, que obviamente compraban la revista por el atractivo enfoque que daba a las películas, con fotografías en papel satinado y extensas entrevistas con las estrellas. Pero como me guiaba un fuerte impulso, lo confieso, enseguida deje a un lado las dudas. Así que procedí a preparar un cuestionario de veinte preguntas básicas que plantearía a un grupo heterogéneo de cineastas de talento. Planteé preguntas tan trascendentales como «¿Hace una película para expresar determinadas ideas concretas o el filme constituye para usted un modo de descubrir lo que quiere decir?», y tan pragmáticas como, por ejemplo: «¿Cómo decide los ángulos de la cámara?».
Sentí la tentación de plantear preguntas distintas a los distintos directores y adaptar la entrevista a cada uno de ellos. Pero me he dado cuenta de que hubiera sido un error. De hecho, enseguida estuvo muy claro que el aspecto más fascinante de la serie de entrevistas era mostrar que cien directores tienen cien maneras diferentes de hacer una película y que todas ellas son adecuadas. La lección que se extrae de todas las entrevistas es que uno tiene que elaborar su propia aproximación a la cinematografía. Puede que a un cineasta joven le encante el estilo visual de Lars Von Trier, pero que se sienta más cómodo con la manera que tiene Woody Allen de dirigir a los actores. Es posible utilizar ambos estilos y mezclarlos hasta conseguir algo completamente nuevo.
Elegir a los directores que quería entrevistar fue algo sencillo. Dejando aparte cuestiones de gusto personal, había un gran número de cineastas cuya obra y experiencia les convertía en candidatos obvios y enseguida elaboré una lista con más de setenta nombres. Lo más difícil fue reservar tiempo en las agendas de estos directores tan cargados de trabajo. De hecho, el único momento en que un periodista puede conseguir que se sienten durante una hora y respondan a sus preguntas es cuando tienen que promocionar una película. De modo que si el lector se está preguntando cómo escogí a los veintiún directores que aparecen en este libro, estoy tentado de responder que, simplemente, se trata de los veintiún primeros que aparecieron por la puerta. Para ser exactos, se trata de los veintiún primeros cineastas que vinieron a París con sus películas.
Los horarios de las promociones son muy apretados y rara vez dispuse de más de una hora concertada con un director, aunque en algún caso me las arreglé para conseguir dos horas. Las limitaciones temporales resultaron frustrantes. Al mismo tiempo, esos directores han llegado a dominar tanto su oficio que fueron capaces de contestar a mis preguntas con una rapidez impresionante. Woody Allen, por ejemplo, completó toda la entrevista en unos vertiginosos treinta minutos. Contestó a las preguntas de una forma tan concienzuda y rápida que casi llegué a sospechar que alguien se las había pasado antes. De cualquier modo, casi todas las palabras que dijo acabaron en el texto final, un texto que permitirá al lector hacerse una idea de lo preciso que fue.