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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (23 page)

«Cuatro hermanas de Cecilia Lisbon, la adolescente del East Side cuyo suicidio el pasado verano despertó la atención sobre un problema nacional, pusieron en riesgo sus vidas el miércoles pasado en un intento de salvar el olmo que Cecilia tanto amaba. El año pasado le fue diagnosticada al árbol la enfermedad holandesa del olmo y estaba previsto que sería cortado esta primavera.» De esas palabras se desprende que la señorita Perl aceptaba la teoría de que las chicas habían salvado el árbol en recuerdo de Cecilia, y lo que leímos en el diario de esta última hace que no tengamos motivos para disentir de su opinión. Con todo, años más tarde, cuando hablamos con el señor Lisbon, él lo negó de plano.

—La aficionada a los árboles era Therese. Lo sabía todo acerca de ellos. Conocía todas las variedades, la profundidad a que llegaban las raíces. Si quieren que les sea franco, no recuerdo que Cecilia se interesase demasiado por la vida de las plantas.

Sólo cuando los del Departamento de Parques se hubieron marchado, las muchachas rompieron la cadena que habían formado alrededor del árbol. Restregándose los brazos entumecidos, volvieron a meterse en casa sin ni siquiera echar un vistazo a los que mirábamos, desperdigados, desde los jardines vecinos. Chase Buell oyó que Mary decía: «Volverán». Y se metieron dentro.

El señor Patz, que formaba parte de un grupo de unas diez personas, manifestó:

—Yo estoy de parte de las chicas. Cuando los de Parques se marcharon, me entraron ganas de aplaudir.

Temporalmente, el árbol sobrevivió. El Departamento de Parques siguió con la lista que llevaba y eliminó otros árboles del vecindario, pero nadie más tuvo agallas suficientes o fue tan loco como para oponer resistencia. El olmo de los Buell, con su columpio hecho con un neumático, fue retirado, el de los Fusilli desapareció un día mientras estábamos en la escuela y el de los Shalaan también se desvaneció. Muy pronto el Departamento de Parques se trasladó a otras calles, aunque el lamento incesante de sus sierras de cadena hacía que ni nosotros ni las hermanas Lisbon pudiéramos apartarlo de nuestros pensamientos.

Comenzó la temporada de béisbol y nos perdimos por verdes campos. En otros tiempos, el señor Lisbon llevaba a veces a sus hijas a algún partido de los que jugábamos como locales, y ellas se sentaban en las gradas y vitoreaban a los jugadores como todo el mundo. Mary hablaba con las animadoras.

—A ella le habría gustado serlo, pero su madre no la dejaba —nos dijo Kristi McCulchan—. Yo le enseñé algunos estribillos y la verdad es que lo hacía muy bien.

No lo dudábamos. Nosotros siempre mirábamos a las hermanas Lisbon y no a nuestras chifladas animadoras. En los partidos muy reñidos se mordían los puños y se figuraban que todas las pelotas que iban fuera del diamante equivalían a una carrera completa. Saltaban y se ponían de pie cuando la pelota caía, demasiado pronto, en el guante del «jardinero». El año de los suicidios las hermanas Lisbon no asistieron a un solo partido, aunque nosotros no esperábamos que lo hicieran. Poco a poco fuimos dejando de buscar en las gradas sus rostros enfebrecidos, como dejamos también de pasearnos por debajo para ver otras cosas de ellas, cortadas en franjas desde atrás.

Si bien seguíamos atraídos por las niñas Lisbon y continuábamos pensando en ellas, ya se estaban alejando de nosotros. Las imágenes que habíamos atesorado de ellas —en traje de baño, saltando sobre un aspersor de riego o huyendo de una manguera de jardín convertida en serpiente gigante por el arte de la presión del agua— ya comenzaban a desdibujarse por muy religiosamente que siguiésemos meditando en ellas en nuestros momentos más íntimos, tumbados en la cama junto a dos almohadas atadas con un cinturón para simular un cuerpo humano. Ya no podíamos evocar el timbre ni la cadencia exacta de sus voces. Incluso el jabón de jazmín comprado en Jacobsen's, que guardábamos en una vieja caja de pan, ya se había reblandecido y había perdido el aroma y ahora olía igual que las cajas de cerillas cuando se ponen húmedas. Al mismo tiempo, aún no nos habíamos percatado del todo de que las hermanas Lisbon estaban yéndose lentamente a pique y había mañanas en que despertábamos a un mundo que todavía no estaba fracturado: nos desperezábamos, saltábamos de la cama y sólo después de restregarnos los ojos delante de la ventana nos acordábamos de la casa que se estaba desmoronando al otro lado de la calle y de las ventanas oscurecidas por el musgo que nos vedaba la visión de las muchachas. La verdad era ésta: comenzábamos a olvidar a las hermanas Lisbon, y no recordábamos nada más. Ya se desvanecía el color de sus ojos, la situación de sus lunares, hoyuelos y minúsculas cicatrices. Hacía tanto tiempo que no veíamos sonreír a las hermanas Lisbon que ya nos costaba recordar sus apretados dientes.

—Ahora no son más que recuerdos —dijo tristemente Chase Buell—. Ha llegado el momento de suprimirlas.

Pero pese a decirlo, se rebelaba contra sus palabras, al igual que todos nosotros. Y en lugar de relegar a las niñas al olvido, contemplábamos una vez más las cosas que habían sido suyas, las cosas de las que habíamos conseguido apoderarnos durante aquella extraña curaduría nuestra: los sujetadores de Cecilia, el microscopio de Therese, un joyero con una hebra de los cabellos rubios de Mary puesta sobre algodones, la fotocopia de la estampa de la Virgen que había pertenecido a Cecilia, una blusa de Lux. Lo juntábamos todo en el centro del garaje de Joe Larson y dejábamos entornada la puerta automática para ver el exterior. El sol ya se había puesto y el cielo estaba oscuro. Ahora que ya se habían marchado los del Departamento de Parques, la calle volvía a ser nuestra. Por primera vez desde hacía meses vimos encenderse una luz en casa de los Lisbon, y en seguida se apagó con un parpadeo. En una habitación contigua se encendió otra luz, que parpadeó también en respuesta. En torno a las aureolas de las farolas advertimos un velado remolino que en el primer momento no reconocimos porque lo conocíamos demasiado, un absurdo ejemplo de éxtasis y de locura: la llegada de las primeras moscas del pescado de la temporada.

Había pasado un año y seguíamos sin saber nada. Las chicas se habían reducido de cinco a cuatro, pero todas —las vivas y la muerta— se estaban convirtiendo en sombras. Ni siquiera el surtido de sus pertenencias allí ordenadas a nuestros pies servía para reafirmar su existencia, y nada nos parecía más anónimo que cierto absurdo bolsito de vinilo, cubierto de cadena dorada, que tanto podía haber pertenecido a cualquiera de las chicas como a cualquier chica del mundo. El hecho de que en alguna ocasión hubiéramos estado lo bastante cerca de las hermanas Lisbon para ir pasando a través de los diferentes aromas de sus respectivos champús (del jardín de hierbas al calvero del limonar y al soto de las manzanas verdes) ya empezaba a parecernos cada vez más irreal.

¿Cuánto tiempo seguiríamos siendo fieles a las hermanas Lisbon? ¿Cuánto tiempo conservaríamos puro su recuerdo? En realidad, ahora ya no las conocíamos y sus nuevas costumbres —abrir una ventana, por ejemplo, para echar por ella un pañuelo de papel hecho una bola— hacían que nos preguntásemos si alguna vez las habíamos conocido o si nuestros desvelos sólo habían sido huellas dactilares de fantasmas. Nuestros talismanes dejaron de ser efectivos. Tocar la falda escocesa que Lux llevaba en la escuela sólo evocaba un nebuloso recuerdo de los tiempos en que se la vimos puesta en clase: una mano cansada que jugaba con el imperdible plateado, que se lo quitaba, que dejaba los pliegues sueltos sobre las rodillas desnudas, siempre a punto de abrirse en el minuto más impensado, pero nunca, nunca... Había que frotar varios minutos seguidos la falda para verlo con claridad. Las restantes diapositivas iban desvaneciéndose de la misma manera o, cuando accionábamos el proyector, no caía ninguna en la rendija del proyector y nos dejaba con la carne de gallina y los ojos clavados en una pared blanca.

Las habríamos perdido totalmente si las chicas no se hubieran puesto en contacto con nosotros. Justo cuando ya empezábamos a desesperar de poder acercarnos nuevamente a ellas comenzaron a aparecer nuevas estampas plastificadas de la Virgen. El señor Hutch encontró una sujeta en el limpiaparabrisas del coche y, como no entendió su significado, hizo con ella una bola y la echó en el cenicero. Ralph Hutch la encontró más adelante debajo de un montón de ceniza y de colillas. Cuando nos la trajo, la estampa estaba quemada por tres puntos. Aun así, pudimos comprobar que era idéntica a la estampa de la Virgen que Cecilia tenía agarrada en la bañera y, cuando le sacudimos la ceniza de encima, en el reverso de la misma apareció el número de teléfono: 555-MARY.

Pero Hutch no fue el único en encontrar una estampa. La señora Hessen encontró otra prendida en sus rosales. Joey Thompson, por su parte, percibió un día un extraño ruido en los neumáticos de la bicicleta y, al mirar, vio una estampa de la Virgen sujeta en los radios. Finalmente, Tim Winer encontró una estampa pegada en las ventanas de su estudio, con la imagen hacia él, como si lo mirase. Nos dijo que debía de hacer bastante tiempo que la estampa estaba allí, porque la humedad había penetrado en la superficie plastificada y le daba al rostro de la Virgen un aspecto gangrenoso. Por lo demás era igual que las demás: la Virgen iba cubierta con un manto azul provisto de un cuello mariposa de lamé dorado, llevaba en la cabeza una corona imperial de margaritas y un rosario ceñido en la cintura. Como es habitual, la Santa Madre tenía esa expresión beatífica de los que se medican con litio. Nadie vio jamás a las hermanas Lisbon distribuyendo las estampas, de la misma manera que nadie supo tampoco por qué las distribuían, pero aun ahora, después de tantos años, recordamos aquel estremecimiento que sentíamos cada vez que alguien nos informaba del hallazgo de otra estampa. Aquellas estampas tenían un sentido que no podíamos discernir y su lamentable estado —desgarrones, moho— hacía que pareciesen antiguas. Tim Winer escribió en su diario: «La sensación era como la que se podía experimentar al desenterrar una ajorca que hubiera pertenecido a una muchacha muerta bajo las cenizas de Pompeya. Acababa de ponérsela y estaba agitándola delante de la ventana, admirando cómo brillaba la joya cuando, súbitamente, la erupción del volcán la había teñido de rojo». (A Winer le encantaban las novelas de Mary Renault.)

Dejando aparte las estampas de la Virgen, estábamos convencidos de que las muchachas nos enviaban otro tipo de señales. Cierta vez, en mayo, el farolillo chino de Lux comenzó a parpadear en un indescifrable código Morse. Cada noche, cuando en la calle empezaba a oscurecer, su farolillo comenzaba a parpadear y el calor de la bombilla hacía girar un farol mágico interior que proyectaba sombras en las paredes. Nos pareció que las sombras transmitían un mensaje y los prismáticos así lo confirmaron, pero resultó que los mensajes estaban escritos en chino. El farol solía encenderse y apagarse según secuencias variadas —tres breves, dos largos, dos largos, tres breves—, después de lo cual se iluminaba la luz del techo y revelaba una habitación que era como una exposición de museo. En nuestro breve recorrido respetábamos los cordones de terciopelo y pasábamos de largo por delante del mobiliario fin de siglo: una cabecera de cama comprada en Sears con mesilla de noche a juego; la lámpara Apolo II de Therese, que proyectaba su luz sobre un póster propiedad de Lux en el que aparecía Billy Jack de tamaño natural con un sombrero negro de ala plana y un cinturón Navajo. Era una visión que sólo duraba treinta segundos al cabo de los cuales la habitación de Lux y Therese volvía a quedar a oscuras. Entonces, en respuesta, se iluminaba por dos veces la de Bonnie y Mary. Nadie pasaba por delante de las ventanas y la duración de las iluminaciones tampoco correspondía a ninguna actividad habitual. Las luces de las habitaciones de las hermanas Lisbon se apagaban y se encendían sin que entendiéramos la razón.

Todas las noches tratábamos de descifrar el código. Tim Winer quiso registrar los destellos con su lápiz estilográfico, pero sabíamos que, por algún motivo, no correspondían a ninguna forma de comunicación establecida. Algunas noches las luces nos hipnotizaban hasta tal punto que, cuando recuperábamos la conciencia, habíamos olvidado dónde estábamos y lo que hacíamos y la única luz que iluminaba la trastienda de nuestro cerebro era aquel fulgor de burdel que emitía el farolillo chino de Lux.

Nos costó un poco descubrir las luces que brillaban en la que había sido la habitación de Cecilia. Distraídos por los destellos que observábamos a uno y otro lado de la casa, no advertimos aquellas lucecitas blancas y rojas que resplandecían en la ventana por la que hacía diez meses había saltado la muchacha. Una vez que las descubrimos, tampoco nos pusimos de acuerdo acerca de qué podían ser. Unos creían que eran varillas de incienso que quemaban en una ceremonia secreta, en tanto que otros opinaban que no eran más que cigarrillos. La teoría de los cigarrillos se vino abajo tan pronto como detectamos más luces rojas que posibles fumadores, y cuando contamos dieciséis comprendimos en parte el misterio: las muchachas habían preparado un altar dedicado a su hermana muerta. Los que iban a la iglesia dijeron que la ventana se parecía a la gruta de la iglesia católica de San Pablo del Lago, si bien en lugar de colocar hileras ascendentes de cirios votivos, todos iguales en tamaño e importancia, como las almas que representaban, las hermanas Lisbon idearon una fantasmagoría de faroles. Fundieron los restos de las velas que encendían durante la cena y formaron una bola de parafina envuelta en su propia mecha, luego fabricaron diez antorchas con una «vela artística» psicodélica que Cecilia había comprado en una feria callejera y encendieron las seis velas achaparradas que el señor Lisbon guardaba en una caja en el armarito de la escalera para casos de averías eléctricas. También encendieron tres tubos de carmín de Mary, que ardían sorprendentemente bien. En el alféizar de la ventana, puestas en tazas colgadas de un tendedero, en macetas viejas, en cajas de leche cortadas, ardían las velas. Por las noches veíamos a Bonnie ocupándose de que no se apagaran. En ocasiones, al encontrar velas ahogadas en su propia cera, abría con unas tijeras una trinchera para canalizarla, pero la mayor parte de las veces vigilaba las velas como si le fuera la vida en ello; las llamas casi se extinguían pero, por avidez de oxígeno, aguantaban.

Las velas no sólo imploraban a Dios, sino también a nosotros. El farolillo chino emitía su intraducible S.O.S. La luz del techo nos mostraba el lamentable estado de la casa de los Lisbon y nos mostraba también a Billy Jack, que había vengado la violación de su chica sirviéndose del repudiado kárate. Las señales de las hermanas Lisbon llegaban hasta nosotros pero a nadie más, como una emisión de radio captada por nuestras antenas. Por la noche, detrás de nuestros párpados destellaban sombras de imágenes vistas o permanecían flotando sobre la cama como un enjambre de luciérnagas. Nuestra imposibilidad de responder hacía que aquellas señales fuesen aún más importantes. Cada noche asistíamos al espectáculo, a punto siempre de encontrar la clave, y Joe Larson incluso intentó responder apagando y encendiendo la luz de su cuarto, lo que hizo que la casa de los Lisbon quedara sumida en la oscuridad y nos sintiéramos castigados.

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