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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (19 page)

—Se le notaban las venas —dijo.

Con la revista en una mano, agarrándose el vientre con la otra, fue transportada en la camilla como en un cimbreante bote salvavidas. Sus sacudidas, sus gritos, sus muecas de dolor no hacían sino poner más de relieve la inerte inmovilidad de Cecilia, a la que ahora veíamos en el recuerdo más muerta de lo que había estado en la realidad. La señora Lisbon no subió de un salto a la ambulancia como la otra vez, sino que se quedó de pie en el césped agitando la mano como si su hija fuera a pasar unas vacaciones a un campamento de verano. Ni Mary ni Bonnie ni Therese salieron de la casa. Al hablar más tarde del asunto, nos dimos cuenta de que muchos habíamos tenido en aquel momento una especie de confusión mental, que no hizo sino empeorar en ocasión de las muertes restantes. El síntoma predominante de aquel estado fue una incapacidad para recordar ningún sonido. Las puertas de la ambulancia golpearon sin ruido, la boca de Lux (once empastes, según los archivos del doctor Roth) profirió gritos mudos, en tanto que la calle, las ramas de los árboles con sus crujidos, los semáforos con sus destellos de diferentes colores, el zumbido eléctrico de la caja en el paso de peatones —sonidos todos ellos que normalmente son ruidos clamorosos—, quedaron en suspenso o se produjeron a un volumen tan bajo que impidió que los oyéramos pese a provocarnos estremecimientos en la columna vertebral. El sonido sólo volvió una vez que Lux se hubo marchado. Entonces, de los televisores surgieron risas enlatadas y los padres salieron a la calle quejándose de dolor de espalda.

Pasó media hora antes de que la hermana de la señora Patz llamara desde Bon Secours con la noticia preliminar de que Lux había sufrido una peritonitis. Nos sorprendió que no padeciera ningún daño que ella misma se hubiera infligido, aunque la señora Patz añadió:

—Es la tensión. Esa pobre chica está sometida a una tensión tal que le ha reventado el apéndice, ni más ni menos. Lo mismo le pasó a mi hermana.

Brent Christopher, que aquella noche por poco se corta la mano derecha con una sierra eléctrica (estaba instalando una cocina nueva), vio que Lux era conducida en una camilla a la sala de urgencia. Pese a que él llevaba el brazo vendado y estaba atontado debido a los calmantes, recuerda que los internos levantaron a Lux y la colocaron en una cama al lado de la suya.

—Respiraba con la boca abierta, como si necesitara desesperadamente aire, y se apretaba el estómago con las manos. No paraba de decir: «¡Ouuu, ouuu!», así, tal como suena.

Parece que los internos los dejaron un momento para ir a buscar un médico a toda prisa y que entonces Brent Christopher y Lux se quedaron solos. Ella dejó de llorar y lo miró mientras él levantaba la mano envuelta en gasas. Lux lo observó sin interés especial, después se incorporó y cerró la cortina que separaba las dos camas.

Un tal doctor Finch (o French, el nombre es ilegible en los archivos) se encargó de examinar a Lux. Le preguntó dónde le dolía, le extrajo sangre, le dio unos golpecitos, le provocó náuseas con un depresor de la lengua y le examinó los ojos, las orejas y la nariz. También le examinó el costado y no encontró hinchazón alguna. En realidad, ya no mostraba signos de dolor y, pasados los primeros minutos, el médico dejó de hacerle preguntas en relación con su apéndice. Algunos dijeron que, a ojos de un médico experimentado, los signos eran evidentes: una mirada de ansiedad, frecuentes toqueteos del vientre. Fuera lo que fuese, el doctor sabía de qué se trataba.

—¿Cuándo tuviste el periodo por última vez? —le preguntó.

—Hace bastante.

—¿Un mes?

—Cuarenta y dos días.

—¿No quieres que lo sepan tus padres?

—No, gracias.

—¿Y por qué tanto jaleo? ¿Por qué la ambulancia?

—Era la única manera de salir de casa.

Hablaban en un bisbiseo, el médico inclinado sobre la cama, Lux sentada. Brent Christopher oyó un ruido que identificó como castañeteo de dientes. Después ella dijo:

—Quiero que me hagan una prueba. ¿Querrá pedirla?

El médico no se comprometió verbalmente a hacerle la prueba pero, por alguna razón, cuando salió al vestíbulo dijo a la señora Lisbon, que acababa de llegar después de dejar a su marido en casa con las niñas:

—Su hija se repondrá totalmente.

Después se metió en su despacho, donde una enfermera lo encontró más tarde fumando ansiosamente en pipa. Con respecto a lo que pasó aquel día por la imaginación del doctor Finch hemos imaginado diferentes posibilidades: que se enamoró de aquella chica de catorce años a la que se le retrasaba el periodo o que estaba calculando mentalmente cuánto dinero tenía en el banco, cuánta gasolina en el depósito del coche y hasta dónde podían llegar antes de que su mujer y sus hijos lo descubrieran. Nunca entendimos por qué Lux fue al hospital y no al departamento de Planificación Familiar, pero la mayoría pensamos que había dicho la verdad y que, de hecho, no veía otro medio de establecer contacto con un médico. Cuando volvió el doctor Finch, dijo:

—Le explicaré a tu madre que vamos a hacerte análisis gastrointestinales.

Brent Christopher se levantó; había decidido que ayudaría a escapar a Lux. Oyó que la chica decía:

—¿Cuánto tiempo tardaremos en saberlo?

—Una media hora.

—¿Es verdad que utilizan un conejo?

El médico se echó a reír.

Al ponerse de pie, Brent Christopher sintió unas pulsaciones en la mano, se le enturbiaron los ojos y experimentó un terrible mareo pero, antes de perder el conocimiento, todavía vio pasar al doctor Finch camino del lugar donde esperaba la señora Lisbon. Ella fue la primera en saberlo, después fueron las enfermeras y a continuación nosotros. Joe Larson cruzó la calle corriendo, se escondió entre los arbustos de los Lisbon y, una vez allí, oyó los lloriqueos feminoides del señor Lisbon, según dijo semejantes a una especie de musiquilla. El señor Lisbon estaba sentado en su butaca, tenía los pies en un reposapiés y se cubría el rostro con las manos. Sonó el teléfono, lo miró, lo cogió.

—¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¡Gracias a Dios! Resultaba que Lux sólo sufría una indigestión.

Además de una prueba de embarazo, el doctor Finch practicó a Lux un examen ginecológico completo. Obtuvimos los documentos pertinentes, que conservamos entre nuestras posesiones más preciadas, de manos de Angelica Turnette, administrativa del hospital (como no pertenecía al sindicato, con la paga que recibía a duras penas llegaba a cubrir gastos). El informe del médico, en una serie de números sugestivos, presenta a Lux con una bata de papel grueso subiéndose a la balanza (45), abriendo la boca para recibir el termómetro (37) y orinando en un recipiente de plástico (WBC 6-8 aglutinaciones ocas.; moco espeso; leucocitos 2+). El simple comentario de «leves abrasiones» informa de las condiciones de las paredes uterinas y, como inicio de un examen que a partir de entonces fue discontinuo, se tomó una fotografía del rosado cuello del útero, que tiene todo el aspecto del obturador de una cámara a una exposición extremadamente baja. (Nos mira como un ojo inflamado que nos escrutase con su silencio acusador.)

—La prueba del embarazo resultó negativa, pero era evidente que existía actividad sexual —nos explicó la señorita Turnette—. Tenía el virus del papiloma humano, precursor de verrugas genitales. Cuantas más son las personas con las que mantienes relaciones, más virus de papiloma, así de simple.

Aquella noche resultó que el doctor Hornicker estaba de servicio y se las arregló para ver unos minutos a Lux sin que la señora Lisbon se enterara.

—La chica todavía estaba esperando los resultados de las pruebas, de modo que es normal que estuviera tensa —dijo—. Pero en ella había algo más, como una especie de desazón.

Lux se había vestido y estaba sentada en el borde de la cama en la sala de urgencias. Cuando el doctor Hornicker se presentó, le dijo:

—¡Ah, usted es el médico que habló con mi hermana!

—Exacto.

—¿Tiene que preguntarme algo?

—Sólo si quieres.

—He venido aquí... —dijo bajando la voz— sólo para que me viera el ginecólogo.

—¿O sea que no quieres que te pregunte nada?

—Ceci nos habló de las pruebas que usted hacía, y yo ahora no estoy de humor.

—¿Y de qué humor se supone que estás?

—No estoy de humor y basta. Estoy cansada, eso es todo.

—¿No duermes bastante, quizá?

—Duermo muchísimo.

—¿Y pese a todo estás cansada?

—Sí.

—¿A qué lo atribuyes?

Hasta aquí Lux había contestado rápidamente, balanceando los pies, que no le llegaban al suelo. Ahora hizo una pausa y miró al doctor Hornicker. Se echó para atrás y bajó la cabeza, debajo de la barbilla se le replegó la carne.

—Poco hierro en sangre —dijo Lux—. Es de familia. Pediré al médico que me recete vitaminas.

—Estaba absolutamente negativa —dijo el doctor Hornicker más tarde—. Era evidente que padecía insomnio, el síntoma de la depresión que citan todos los libros de texto, pero fingía que su problema, y por asociación el problema de Cecilia, no tenía verdadera importancia.

El doctor Finch entró poco después con los resultados de las pruebas y al instante Lux saltó de la cama, muy feliz.

—Pero incluso en su alegría había algo patológico, se daba contra las paredes.

Poco después de aquella conversación, el doctor Hornicker, en el segundo de los muchos informes que redactó, comenzó a revisar la opinión que se había formado de las hermanas Lisbon. Aduciendo la cita de un reciente estudio de la doctora Judith Weisberg, que estudiaba «el proceso de congoja que viven los adolescentes que han perdido a un hermano por haberse éste suicidado» (véase
Lista de Estudios Fundamentados),
el doctor Hornicker explicó el comportamiento irregular de las muchachas; su retraimiento, sus repentinos accesos emotivos o catatónicos. El informe mantenía que, como resultado del suicidio de Cecilia, las hermanas Lisbon supervivientes padecían un «trastorno de tensión postraumática».

«No es extraño —escribía el doctor Hornicker— que el hermano de un A.M.S. [adolescente muerto por suicidio] también se suicide en un intento de aliviar la angustia que sufre. Hay familias en las que se produce un elevado índice de suicidios repetitivos.» Después, en una nota al margen, abandonó el estilo médico y apuntó: «Lemmings».

Tal como circuló durante los meses siguientes, esta teoría convenció a muchos porque simplificaba las cosas. Visto retrospectivamente, el suicidio de Cecilia había adquirido las dimensiones de un acontecimiento vaticinado desde hacía mucho tiempo. Era un hecho que ya no repugnaba a nadie y, al aceptarlo como una «causa primera», se eliminaba toda necesidad de entrar en más explicaciones. Como dijo el señor Hutch:

—Convirtieron a Cecilia en la oveja negra.

Su suicidio, visto desde esta perspectiva, pasó a ser una especie de enfermedad que hubiese contaminado a las personas más allegadas. Allí en la bañera, cociéndose en el caldo de su propia sangre, Cecilia había emanado un virus que, transportado a través del aire, había penetrado en sus hermanas, que precisamente habían acudido a salvarla. A nadie le preocupaba cómo había contraído Cecilia el virus. La transmisión devino explicación. Las otras chicas, seguras en sus habitaciones, habían olido algo extraño en el aire, pero lo habían pasado por alto. Por debajo de sus puertas habían reptado negros zarcillos de humo, elevándose por detrás de sus afanosas espaldas para adoptar las formas malignas que en las tiras cómicas adquiere el humo o la sombra: un asesino con un sombrero negro empuñando una daga, un yunque a punto de desplomarse.

El suicidio contagioso lo materializó. En la mucosa de las gargantas de las chicas se alojaban erizadas bacterias. Por la mañana, una pequeña afta había brotado en sus amígdalas. Las hermanas Lisbon se sentían perezosas. En la ventana parecía que la luz del mundo se hubiera ensombrecido. Inútilmente se restregaron los ojos. Se sentían torpes y pesadas. Los objetos de la casa habían perdido significado. Un reloj de cabecera se convirtió en un trozo de plástico moldeado que indicaba algo llamado tiempo y que estaba en un mundo cuyo paso marcaba por alguna razón. Cuando pensábamos en las chicas en estas condiciones nos las imaginábamos como criaturas febriles que exhalaban un aliento pesado y que día tras día iban marchitándose en su aislado recinto. Salíamos a la calle con el pelo mojado en la esperanza de coger la gripe para de ese modo participar de su delirio.

De noche, los gritos de los gatos apareándose o peleando, sus maullidos en la oscuridad, nos revelaban que el mundo era emoción pura y que bullía en todas direcciones entre sus criaturas; los sufrimientos del siamés de un solo ojo no se diferenciaban mucho de los que padecían las hermanas Lisbon y hasta los árboles sucumbían al sentimiento. La primera teja de pizarra que se desprendió del tejado estuvo a punto de estrellarse contra el porche. Se hundió en el blando césped, dejando ver desde lejos el alquitrán que había debajo, permitiendo que el agua se colara. En la sala de estar, el señor Lisbon puso una vieja lata de pintura debajo de una gotera y después observó cómo se iba llenando con el color azul marino del techo del dormitorio de Cecilia (había escogido un color parecido al cielo nocturno y la lata hacía años que estaba en el armario). Con el paso de los años hubo otras latas debajo de otras goteras: sobre el radiador, en la repisa, en la mesa del comedor, pero nunca se llamó a ningún techador, entre otras cosas porque se creía que los Lisbon no toleraban que nadie entrase en su casa. Soportaban, solos, sus goteras, permaneciendo en aquella selva tropical que era su sala de estar. Mary guardaba las apariencias y se encargaba de recoger el correo (sólo facturas o folletos publicitarios; ya no llegaba ninguna clase de correspondencia personal) y aparecía con jerseys verdes o rosas estridentes adornados con corazones rojos. Bonnie vestía una especie de bata corta a la que nosotros llamábamos «su peinador», sobre todo por las plumas que llevaba prendidas en él.

—Seguro que tiene rota la almohada —dijo Vince Fusilli.

Las plumas, que no eran blancas como es corriente, sino de un color pardusco, procedían de patos de inferior calidad, animales de granja cuyo olor a jaula propagaba el viento siempre que aparecía Bonnie con sus cañones de pluma hincados en la ropa. Pero no había nadie que se acercase demasiado, que se aventurara ya a entrar en aquella casa, ni nuestros padres ni nuestras madres, ni siquiera el cura; y hasta el mismo cartero, en lugar de tocar el buzón con la mano, levantaba la tapa con el lomo del ejemplar de Círculo Familiar de la señora Eugene. El lento deterioro de la casa comenzó a evidenciarse más claramente. Nos figurábamos que las cortinas estaban hechas un pingajo hasta que advertimos que lo que veíamos no eran las cortinas sino una película de suciedad restregada en algunos puntos para poder atisbar por ellos. Lo mejor era ver cómo los hacían: la rosada palma de una mano frotaba el cristal y después se retiraba para descubrir el rutilante mosaico de un ojo que nos observaba. Los canalones del tejado se hundían.

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