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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (20 page)

Sólo el señor Lisbon salía de la casa, por lo que el único contacto que teníamos con sus hijas era a través de las señales que ellas dejaban en él. Parecía mejor peinado que de costumbre, como si las chicas, incapaces de atildarse ya para nadie, ahora lo atildasen a él. Ya no llevaba adheridos a las mejillas trocitos de papel higiénico con su manchita de sangre, como minúsculas banderas japonesas, lo que para muchas personas fue un signo evidente de que sus hijas se encargaban ahora de afeitarlo, y que ponían mucha más atención en ello que la que dedicaban a Joe el Retrasado sus hermanos al rasurarlo. (Pese a todo, la señora Loomis insistía en afirmar que después de lo ocurrido con Cecilia el señor Lisbon se había comprado una afeitadora eléctrica.) Prescindiendo de los detalles, el señor Lisbon pasó a convertirse en el medio a través del cual teníamos un atisbo del estado de ánimo de las chicas. Las veíamos a través del tributo que ellas le hacían pagar: ojos enrojecidos y abotargados que apenas se abrían ya para contemplar a unas hijas que se iban marchitando; zapatos gastados de tanto subir unas escaleras sobre las que planeaba la amenaza de algún otro cuerpo inerte; tez cetrina que iba deteriorándose para estar a tono con la de ellas; y aquella mirada perdida del hombre que se daba cuenta de que la única vida que tendría sería aquélla, poblada de muerte. Cuando salía para ir a trabajar, la señora Lisbon ya no lo reconfortaba con una taza de café, pese a lo cual apenas se ponía al volante cogía automáticamente del salpicadero la taza de café frío de la semana anterior y se la llevaba a los labios. En la escuela, recorría los pasillos con fingida sonrisa y ojos vidriosos o, en un arrebato juvenil, gritaba:

—¡En guardia!

Y acorralaba a los estudiantes contra la pared. Pero aguantaba demasiado rato, y no deponía su actitud hasta que ellos le gritaban:

—Usted pega.

O bien, para sacárselo de encima:

—Usted ahora está en la zona de penalti, señor Lisbon.

Una vez el señor Lisbon hizo una llave a Kenny Jenkins y éste habló de la serenidad que se apoderó de los dos.

—Es curioso. Hasta podía olerle el aliento, pero no traté de escapar. Fue como cuando estás debajo de un montón de jugadores y a pesar de que te aplastan sientes una gran tranquilidad y te encuentras la mar de bien.

Muchos lo admiraban por continuar trabajando, en tanto que otros lo condenaban por la dureza de su corazón. Debajo del traje verde su cuerpo se parecía cada vez más a un esqueleto, como si Cecilia, al morir, se hubiera llevado una parte con ella al otro mundo. Nos recordaba a Abraham Lincoln por lo desgarbado y silencioso, y porque parecía cargar sobre sus hombros con todo el peso del dolor del mundo. Nunca pasaba por delante de un suministrador de agua sin saciar en él su modesta sed.

Pero un día, menos de seis semanas después de que las chicas dejaran de ir a la escuela, el señor Lisbon dimitió. A través de Dini Fleisher, secretaria del director, supimos que el señor Woodhouse lo había llamado para hablar con él de las vacaciones de Navidad. Dick Jensen, presidente de la junta de Síndicos, también había asistido a la reunión. El señor Woodhouse pidió a Dini que sirviera un ponche de leche y huevo del que tenía en la nevera del despacho. Antes de aceptar, el señor Lisbon preguntó:

—No será fuerte, ¿verdad?

—¡Es Navidad! —respondió el señor Woodhouse.

El señor Jensen habló sobre el torneo de Rose Bowl y dijo al señor Lisbon:

—Usted es del U. of M., ¿no?

Al decir esto, el señor Woodhouse indicó a Dini que saliera pero ésta, antes de cerrar la puerta, oyó decir al señor Lisbon:

—Sí, pero no creo habérselo dicho nunca, Dick. Da la impresión de que ha mirado mi expediente.

Los hombres se echaron a reír, aunque sin alegría. Dini cerró la puerta.

El 7 de enero, cuando se reanudaron las clases, el señor Lisbon ya no formaba parte del personal. Oficialmente estaba de baja con permiso, pero era evidente que la nueva profesora de matemáticas, la señorita Kolinski, debía de sentirse bastante segura en su puesto, porque había retirado los planetas que seguían trazando su órbita en el techo. Todos aquellos globos arrinconados en un ángulo parecían representar ahora el desastre final del universo: Marte incrustado en la Tierra, Júpiter partido por la mitad, el pobre Neptuno segado por los anillos de Saturno. Nunca supimos de qué se habló en aquella reunión, pero la esencia de la conversación estaba clara: Dini Fleisher nos comunicó que poco después de que Cecilia se quitase la vida los padres de los alumnos habían empezado a presentar quejas. Opinaban que si una persona era incapaz de gobernar su propia familia seguramente también era incapaz de enseñar a sus hijos. El coro de desaprobaciones alcanzó su nivel máximo cuando advirtieron el deterioro de la casa de los Lisbon. La conducta del señor Lisbon tampoco ayudó mucho, siempre con su traje verde, su renuencia a ir al comedor de los profesores, su estridente voz de tenor interrumpiendo el coro de voces viriles como una endecha de mujer acongojada. Lo habían despedido y había vuelto a una casa en la que algunas noches no se encendían las luces por oscuro que estuviera y donde nunca se abría la puerta de entrada.

A partir de aquel día la casa murió de verdad, ya que mientras el señor Lisbon iba a la escuela todavía circulaba un poco de aire fresco y entraban en ella algunas de las golosinas que consumían habitualmente las chicas: barritas Mounds, caramelos de naranja, Kool-Pops con todos los colores del arco iris. Podíamos imaginar cómo estaban las chicas porque sabíamos lo que comían. Participábamos de sus dolores de cabeza atracándonos de helados, nos poníamos morados de chocolate, pero cuando el señor Lisbon dejó de salir de casa, ya no compró más aquel tipo de golosinas. Ni siquiera habríamos podido asegurar que las chicas comieran. Ofendido por la nota de la señora Lisbon, el lechero había dejado de servirle leche, buena o mala. Kroger dejó también de servirles víveres. La madre de la señora Lisbon, Lema Crawford, nos informó, en el transcurso de aquella accidentada llamada telefónica a Nuevo México que sostuvimos con ella, de que había regalado a la señora Lisbon la mayor parte de sus encurtidos y conservas de verano (titubeó al pronunciar esta última palabra porque era el verano en que Cecilia había muerto mientras los pepinos, las fresas y hasta ella misma, con sus setenta y un años, habían continuado proliferando y viviendo). Nos dijo también que la señora Lisbon guardaba en el sótano de su casa una abundante cantidad de conservas, agua potable y otros alimentos en previsión de un ataque nuclear. Al parecer tenían una especie de refugio a prueba de bombas en el sótano, junto a la sala de juegos desde la cual habíamos visto cómo Cecilia subía las escaleras que la conducirían a la muerte. El señor Lisbon incluso había instalado un retrete de cámping que funcionaba con propano, si bien todo esto databa de los tiempos en que esperaban peligros de fuera, mientras que ahora no había nada que tuviera menos sentido que disponer de una habitación de supervivencia debajo de una casa que se había convertido en un gran ataúd.

Nuestra inquietud fue en aumento cuando vimos que Bonnie iba marchitándose visiblemente. Poco después del amanecer, cuando el tío Tucker se metía en cama, solía verla aparecer en el porche delantero de la casa, como si diera por supuesto erróneamente que todos los vecinos de la calle estaban durmiendo. Llevaba siempre aquella camisa fruncida y cubierta de plumas y, en ocasiones, aquella almohada a la que el tío Tucker daba el nombre de «esposa holandesa» por el modo en que la abrazaba. Tenía una esquina rota y por ella salían plumas que revoloteaban alrededor de su cabeza. Estornudaba. Su cuello era blanco y delgado y caminaba de aquella manera tambaleante y penosa de los biafreños, como si le faltara lubricante en las articulaciones de las caderas. Como el tío Tucker también era un hombre extremadamente delgado a causa de su dieta líquida a base de cerveza, creímos lo que afirmaba acerca del peso de Bonnie. No habría sido lo mismo si la señora Amberson nos hubiera dicho que Bonnie estaba consumiéndose; comparado con ella, a todo el mundo le ocurría lo mismo. Pero aquella hebilla de turquesa y plata del cinturón del tío Tucker parecía tan enorme como el enjoyado cinturón de un campeón de peso pesado. Atisbando desde el garaje, con una mano apoyada en la nevera, él observaba cómo Bonnie Lisbon bajaba con movimientos descoordinados los dos escalones del porche, avanzaba por el jardín hasta el pequeño montón de tierra que había quedado de las excavaciones que se habían hecho hacía unos meses y, deteniéndose en el lugar donde su hermana había encontrado la muerte, empezaba a rezar el rosario. Sosteniendo la almohada con una mano, iba pasando las cuentas con la otra, esforzándose por terminar antes de que la luz de la primera casa de la calle se encendiera y los vecinos comenzaran a despertar.

No sabíamos si aquello era ascetismo o inanición. Parecía tranquila, según dijo el tío Tucker, sin el febril apetito de Lux ni los labios apretados o aquella expresión concentrada de Mary. Le preguntamos si llevaba una estampa plastificada de la Virgen y nos dijo que creía que no. Aparecía todas las mañanas, aunque a veces, cuando daban una película de Charlie Chan, al tío Tucker se le olvidaba comprobarlo.

El tío Tucker fue también el primero en detectar aquel olor que nunca llegamos a identificar. Una mañana, cuando Bonnie se acercó al montón de tierra, dejó la puerta de la casa abierta, y el tío Tucker notó un olor que no se parecía a ninguno de los que había olido en su vida. Al principio se figuró que no era más que una intensificación de aquel aroma a pluma mojada que emanaba Bonnie, pero el olor persistió incluso después de que ella se metiera dentro. Cuando despertamos, nosotros también lo percibimos. Porque aunque la casa comenzaba a caerse a pedazos y vomitaba las vaharadas que desprendía la madera podrida y las alfombras húmedas, aquel otro olor ya comenzaba a salir de la vivienda de los Lisbon para poblar nuestros sueños e incitarnos a lavarnos las manos una vez tras otra. Era un olor tan denso que parecía líquido y, si te introducías en él, era como si te salpicase. Tratamos de localizar de dónde salía, miramos si en el jardín había alguna ardilla muerta o algún saco de abono, pero aquel olor tenía demasiado néctar metido para que fuera olor de muerte. Olía a algo vivo, evidentemente. A David Black le recordaba una fantasiosa ensalada de setas que había comido en ocasión de un viaje a Nueva York con sus padres.

—Huele a castor cogido en la trampa —dijo Baldino, muy competente, y como no estábamos bastante enterados de la cuestión, no le llevamos la contraria, aunque nos costaba imaginar que aquel aroma pudiera salir de los ventrículos del amor.

Era en parte olor a mal aliento, a queso, a leche, a esa capa blanquecina que a veces cubre la lengua, pero era también similar al olor a chamusquina que se desprende de los dientes cuando los taladran. Era como ese hedor que produce el mal aliento, pero al que vas acostumbrándote a medida que te acercas a él hasta que acabas por no olerlo porque también es el de tu propio aliento. Por supuesto que, con los años, ha habido mujeres que al abrir la boca nos han lanzado a la cara ingredientes de ese olor original y alguna vez, suspendidos sobre cobertores ajenos, en la oscuridad de una traición nocturna o de una cita con una desconocida, hemos acogido con avidez cualquier nuevo mal olor debido a su conexión parcial con aquellos vahos que comenzó a despedir la casa de los Lisbon poco después de que se cerrara su puerta, y no cesaron nunca más. Incluso ahora, si nos concentramos, todavía podemos olerlos. Nos sorprendía en nuestras camas y en el campo de juegos cuando jugábamos a Matar al Hombre con la Pelota, bajaba por las escaleras de la casa de los Karafilis cuando la anciana señora Karafilis soñaba que volvía a estar en Bursa cocinando hojas de viña. Llegaba hasta nosotros incluso por encima del hedor que desprendía el puro del abuelo de Joe Barton cuando nos mostraba el álbum de fotos de los tiempos en que estaba en la Marina y nos decía que aquellas mujeres gordas en enaguas que aparecían con él eran sus primas. Por extraño que parezca, pese a que el olor era dominante, ni una sola vez tratamos de retener la respiración o, como último recurso, de exhalar el aire a través de la boca, sino que a los pocos días ya sorbíamos aquel aroma como la leche de los pechos de nuestras madres.

Siguieron meses de modorra: enero dominado por el hielo, el implacable febrero, marzo sucio y fangoso. En aquel entonces aún había inviernos, terribles tormentas de nieve, días en que cerraban la escuela a causa del mal tiempo. Pasábamos las mañanas nevadas en casa, escuchando en la radio que también habían cerrado otras escuelas (todo un desfile de condados con nombres indios, Washtenaw, Shiawassee... hasta llegar a nuestro anglosajón Wayne), sabíamos de la sensación vivificante de estar calientes bajo techo, igual que los pioneros. Ahora, debido a los vientos cambiantes que vienen de las fábricas y a la temperatura de la tierra, que va calentándose progresivamente, la nieve ya no llega nunca de manera repentina sino a través de una lenta acumulación nocturna, en súbitos espumarajos. El mundo, actor cansado, nos ofrece una temporada que sería más propia de un novato. En los tiempos de las hermanas Lisbon nevaba todas las semanas y teníamos que sacar a paletadas la nieve de la entrada de nuestras casas y formar con ella montones más altos que nuestros coches. Pasaban camiones que esparcían sal. Cuando comenzaron a encenderse las lucecitas de Navidad, el viejo Wilson hizo la extravagante exhibición de todos los años: un muñeco de nieve de seis metros de altura con tres renos mecánicos que tiraban de un enorme Papá Noel montado en su trineo. Semejante exhibición siempre atraía una hilera de coches a nuestra calle. Aquel año, sin embargo, el tráfico aminoraba la marcha en dos lugares. Veíamos familias que señalaban con el dedo y sonreían a Papá Noel, pero después se paraban en seco y observaban ávidamente la vivienda de los Lisbon como mirones que contemplasen una casa derrumbada. El hecho de que los Lisbon no encendieran luces hasta pasada la Navidad contribuyó aún más a que su casa pareciera terriblemente desolada. En el jardín de los Pitzenberger, que vivían en la casa de al lado, tres ángeles inmovilizados por la nieve soplaban sus rojas trompetas. En casa de los Bates, en la acera de enfrente, brillaban caramelos multicolores entre helados arbustos cubiertos de escarcha. Hasta enero, cuando hacía ya una semana que no trabajaba, el señor Lisbon no salió de su casa para colgar guirnaldas de lucecitas. Cubrió con ellas los arbustos de la parte delantera, pero al conectar las luces no se sintió complacido con el resultado.

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