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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (26 page)

—Aquí estamos —fue todo lo que dijo.

Lux levantó los ojos, pero no se levantó del almohadón. Sus ojos soñolientos no reflejaron sorpresa alguna al vernos, pero en la base de su blanco cuello comenzó a extenderse una mancha de rubor en forma de langosta.

—Ya era hora. Hace tiempo que os estamos esperando —dijo, y dio otra calada al cigarrillo.

—Tenemos un coche —continuó Tom Faheem—. El depósito está lleno. Os llevaremos donde queráis.

—No es más que un Cougar —explicó Chase Buell—, pero el maletero es bastante grande.

—¿Podré ir sentada delante? —preguntó Lux torciendo la boca para sacar el humo de lado, alejándolo cortésmente de nosotros.

—Por supuesto.

—¿Quién de vosotros, tíos, se sentará a mi lado?

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una sucesión de anillos de humo. Los contemplamos mientras iban subiendo, pero esta vez Joe Hill Conley no se adelantó corriendo para introducir el dedo en ellos. Por vez primera echamos una ojeada a la casa. Ahora que estábamos dentro el olor nos parecía más intenso que nunca. Era un olor a yeso mojado, a desagües atascados con la interminable maraña de los cabellos de las hermanas Lisbon. Los armarios estaban cubiertos de moho, las tuberías goteaban. Debajo de las goteras seguía habiendo botes de pintura, cada uno con un resto de la solución que había contenido en otro tiempo. La sala de estar parecía haber sufrido un saqueo. El televisor, en un rincón, no tenía pantalla. Delante de él estaba abierta la caja de herramientas del señor Lisbon. A los sillones les faltaban los brazos o las patas, como si los Lisbon los hubieran utilizado como leña.

—¿Dónde están tus padres?

—Duermen.

—¿Y tus hermanas?

—Ahora vienen.

Algo cayó escaleras abajo con ruido sordo. Nos retiramos hacia la puerta de atrás.

—Vamos —dijo Chase Buell—. Será mejor que salgamos de aquí. Se está haciendo tarde.

Pero Lux se limitó a mover la cabeza y a suspirar. Se apartó un tirante de la piel, le había dejado una marca roja. Todo volvía a estar en silencio.

—Esperad cinco minutos —dijo Lux—. No hemos terminado de hacer el equipaje. Teníamos que esperar a que mis padres estuviesen dormidos. Les cuesta muchísimo dormirse. Especialmente a mi madre. Padece insomnio. Es probable que ahora mismo esté despierta. —Se puso de pie. Vimos que se incorporaba en el almohadón inclinándose hacia delante como para darse impulso. Aquella prenda, con sus inconsistentes tirantes, le colgaba totalmente separada del cuerpo, lo que nos permitía ver aire oscuro entre la tela y la piel y también el dulce fogonazo de sus pechos enharinados—. Tengo los pies hinchados —dijo—. Es de lo más desagradable. Por eso llevo zuecos. ¿Os gustan?

Hizo balancear uno en la punta de los dedos.

—Sí.

Ahora Lux estaba de pie en toda su estatura, que no era mucha. Era preciso que no parásemos de repetirnos que todo aquello estaba ocurriendo de verdad, que aquélla era realmente Lux Lisbon, que estábamos en la misma habitación que ella. Lux se miró, se arregló los tirantes de la camiseta, con el pulgar se encajó la tela en la carnosidad del lado derecho, ahora al descubierto. Después volvió a levantar la vista como si nos mirase a los ojos a todos al mismo tiempo, y echó a andar. Caminaba arrastrando los zuecos en dirección a la zona de sombras y, al acercarse, mientras iba dejando con sus pasos una marca en el suelo cubierto de polvo, oímos que decía:

—En un Cougar no cabremos todos. —Dio un paso más y su cara reapareció. Durante el espacio de un segundo no pareció viva: era demasiado blanca, tenía las mejillas esculpidas de manera demasiado perfecta, las arqueadas cejas parecían pintadas, sus labios gruesos eran de cera. Pero se acercó más y entonces vimos en sus ojos aquella luz que desde siempre habíamos buscado—. ¿No creéis que es mejor coger el coche de mi madre? Es más grande. ¿Quién de vosotros conduce?

Chase Buell levantó la mano.

—¿Crees que sabrás conducir una furgoneta?

—Seguro que sí —respondió Chase, y al instante preguntó—: No tiene palanca de marchas, ¿verdad?

—No.

—Pues sí, no hay problema.

—¿Me dejarás conducir un poco a mí?

—Claro. Pero tenemos que irnos. Acabo de oír algo. A lo mejor es tu madre.

Lux se acercó a Chase Buell. Se acercó tanto que su aliento agitó levemente el cabello del chico. Y entonces, delante de todos, le desabrochó el cinturón. Ni siquiera tuvo que bajar la vista. Los dedos veían el camino y sólo una vez se equivocaron, lo que la obligó a hacer un movimiento con la cabeza, como el músico que falla una nota fácil. Todo el tiempo Lux tuvo los ojos clavados en los de Chase, encaramada siempre en las esferas de sus pies, y era tal el silencio de la casa que hasta oímos cómo le desabrochaba los pantalones. El ruido de la cremallera descendió por nuestra columna vertebral. Nadie se movió. Chase Buell no se movió. Los ojos de Lux, fuego y terciopelo, brillaban en la semipenumbra. En el cuello le palpitaba suavemente una vena, aquella en la que se supone que hay que poner el perfume precisamente por esa razón. Aunque se lo hacía a Chase Buell, todos teníamos la impresión de que nos lo hacía a nosotros, que se acercaba y nos poseía como sabía que podía poseernos. Justo en el último segundo se oyó un golpe sordo proveniente de abajo. Arriba, el señor Lisbon tosió en sueños. Lux se detuvo. Apartó los ojos, como consultando consigo misma, y entonces dijo:

—No, ahora no podemos. —Soltó el cinturón de Chase Buell y se dirigió hacia la puerta de atrás—. Tengo que tomar un poco de aire fresco. Chicos, me habéis puesto nerviosa.

Y sonrió, una sonrisita indefinida, torpe, una sonrisa genuina, pero desagradable.

—Yo esperaré en el coche. Vosotros aguardad aquí a mis hermanas. Tenemos cantidad de cosas. —Hurgó dentro de un cuenco junto a la puerta de atrás buscando las llaves del coche. Hizo como que se iba, pero volvió a pararse—. ¿Adónde iremos?

—A Florida —respondió Chase Buell.

—Fabuloso —dijo Lux—. Florida.

Un minuto después oímos la puerta del coche que se cerraba con un golpe en el garaje. Algunos recuerdan haber oído los débiles acordes de una melodía popular atravesando la noche, lo que nos indicó que había puesto la radio. Esperamos. No estábamos seguros de dónde podían estar las chicas. Oíamos ruidos que venían de arriba, la puerta de un armario que se abría, el peso de una maleta que arrancaba sonidos discordantes de los muelles de la cama. Tanto arriba como abajo se oía ruido de pisadas. Arrastraban algo en el sótano. Aunque no sabíamos qué eran todos aquellos ruidos, había un hecho preciso que los rodeaba: todos los movimientos parecían exactos, como si formasen parte de un elaborado plan de fuga. Nos dimos cuenta de que no éramos más que peones de aquella estrategia, útiles sólo una vez, aunque el hecho no disminuía en nada la excitación que sentíamos. Cada vez estábamos más convencidos de que pronto nos encontraríamos en el coche con las muchachas, que las conduciríamos fuera de nuestro verde vecindario para ir en busca de la desolación pura y libre de carreteras comarcales que no conocíamos siquiera. Echamos suertes para saber quién iría delante, quién se pondría detrás. Entretanto, la sensación de que pronto las hermanas Lisbon se reunirían con nosotros nos llenaba de serena felicidad. ¿Quién habría podido decir hasta qué punto nos acostumbraríamos a aquellos ruidos; al que producen, al cerrarse de golpe, los bolsillos elásticos de satén que hay en el interior de las maletas; al del cascabeleo de la bisutería; al de los pies de las chicas, encorvadas por el esfuerzo, arrastrando las maletas a través de un pasillo anónimo? En nuestros pensamientos iban adquiriendo forma caminos desconocidos. Nos veíamos abriéndonos paso a través de espadañas, de ensenadas, de viejos embarcaderos. En una gasolinera pediríamos la llave del lavabo de señoras porque las hermanas Lisbon, demasiado tímidas, no se atreverían a hacerlo. Pondríamos la radio y dejaríamos las ventanas abiertas.

En un momento de aquel ensueño la casa quedó en silencio. Pensamos que ya debían de haber terminado de empaquetarlo todo. Peter Sissen, con su pluma-linterna, abrió un camino escueto de luz hacia el comedor y volvió para decirnos:

—Todavía queda una abajo. Hay luz en la escalera.

Permanecimos en el mismo lugar, agitamos la pluma-linterna, esperamos a las chicas, pero no vino nadie. Tom Faheem quiso subir la escalera, pero crujió tan ruidosamente que volvió a bajar en seguida. El silencio de la casa resonaba en nuestros oídos. Pasó un coche y una sombra recorrió el comedor. Por un momento quedó iluminada la pintura de los Peregrinos. Sobre la mesa del comedor había montones de ropa de invierno envuelta en plástico. Asomaban otros bultos voluminosos. La casa parecía un desván lleno de trastos entre los que se establecían revolucionarias relaciones: la tostadora estaba dentro de la jaula del pájaro, las zapatillas de ballet sobresalían de una cesta de mimbre. Nos abrimos camino entre aquella confusión, pasamos por espacios despejados para los juegos —un tablero de backgammon, un juego de damas—, después volvimos a meternos entre matorrales de batidoras de huevos y botas de goma. Entramos en la cocina. Estaba demasiado oscura para ver nada, pero oíamos un leve siseo, como si alguien suspirase. Desde el sótano se proyectaba un trapezoide luminoso. Nos acercamos a la escalera y aguzamos el oído. Después bajamos a la sala de juegos.

Chase Buell iba delante y, a medida que descendíamos, agarrado cada uno a la trabilla del cinturón del compañero, retrocedimos hasta aquel día del año anterior en que bajamos esas mismas escaleras para asistir a la única fiesta que las hermanas Lisbon estuvieron autorizadas a dar en su vida. Cuando llegamos abajo nos dimos cuenta de que literalmente habíamos retrocedido en el tiempo porque, aparte de los dos centímetros de agua que inundaba el suelo, la sala estaba exactamente igual como la habíamos dejado. Nadie se había encargado de recoger las cosas después de la fiesta de Cecilia. La mesa para jugar a las cartas seguía cubierta con el mantel de papel, ahora manchado de cagadas de rata. En el cuenco de cristal tallado se había solidificado la masa pardusca del ponche, que aparecía salpicada de moscas. Hacía mucho tiempo que se había derretido el sorbete, aunque en el pegajoso sedimento asomaba todavía un cucharón, y delante de éste seguían amontonados unos tazones, grises de polvo y telarañas. Colgados del techo con anchas cintas había toda una profusión de globos marchitos. El juego del dominó seguía invitando a que alguien lo continuara con un tres o con un siete.

No sabíamos dónde podían estar las hermanas Lisbon. La superficie del agua estaba rizada, como si algo acabara de nadar o de zambullirse en ella. El gorgoteante desagüe absorbía de manera intermitente. Por las paredes resbalaba el agua, que reflejaba nuestras caras rosadas y los banderines rojos y azules que colgaban del techo. Los cambios de la sala —sabandijas acuáticas adheridas a las paredes, una rata muerta flotando— no hacían más que resaltar lo que no había cambiado. Si entrecerrábamos los ojos y nos tapábamos la nariz, podíamos engañarnos hasta el punto de creer que la fiesta todavía continuaba. Buzz Romano vadeó hasta la mesa para jugar a las cartas y, ante nuestros propios ojos, se marcó unos pasos de baile que su madre le había enseñado en el esplendor papal de sus salones. Buzz sólo abrazaba aire, pero nosotros la veíamos a ella, a ellas, a las cinco hermanas Lisbon, entre sus brazos.

—Esas chicas me vuelven loco. Si por lo menos pudiese meterle mano a una... —dijo mientras los zapatos se le llenaban y vaciaban de légamo.

Aquel baile todavía difundió más el olor a cloaca y, más intenso que nunca, aquel otro olor que ya no olvidaríamos jamás. Porque entonces vimos, sobre la cabeza de Buzz Romano, la única cosa que había cambiado en la habitación desde que la dejamos un año atrás. Entre los globos medios desinflados colgaban los zapatos bicolores, marrones y blancos, de Bonnie. Había atado la cuerda a la misma viga que los adornos.

Nadie se movió. Buzz Romano, totalmente abstraído, continuaba bailando. Sobre él, con su vestido rosa, Bonnie tenía un aire pulcro y festivo. Parecía una piñata. Tardamos un minuto en percatarnos de la situación. Levantamos los ojos hacia Bonnie, hacia sus piernas larguiruchas cubiertas con las medias blancas de la confirmación, y se apoderó de nosotros una vergüenza que, de hecho, nunca nos había abandonado. Los médicos con los que consultamos después atribuyeron nuestra reacción a la conmoción sufrida. Pero nuestro estado de ánimo se parecía más bien a una sensación de culpa, como un despertar a último momento, cuando ya es demasiado tarde, como si Bonnie revelase en un murmullo no sólo el secreto de su muerte sino de su vida, de las vidas de todas las hermanas Lisbon. Estaba tan quieta. Tenía un peso tan enorme. Las suelas de sus zapatos húmedos estaban cubiertas de fragmentos de mica, que brillaban y se iban desprendiendo.

Nunca la habíamos conocido. Nos habían conducido hasta allí para que lo supiéramos.

Cuánto rato permanecimos de aquel modo, en comunión con su espíritu desaparecido, es algo que no podemos recordar, pero fue el suficiente para que nuestra respiración colectiva desencadenara una brisa en la habitación que hizo girar el cuerpo inerte de Bonnie. Giraba lentamente y llegó un punto en que su rostro se apartó de las algas marinas de los globos para mostrarnos la realidad de la muerte que había elegido: un mundo de cuencas ennegrecidas, de sangre acumulada en las extremidades inferiores envarando las articulaciones.

Ya conocíamos el resto, aunque nunca llegamos a estar seguros de la secuencia de los hechos. Todavía discutimos acerca de ello. Lo más probable es que Bonnie muriese mientras estábamos en la sala soñando con autopistas. Mary metió la cabeza en el horno poco después, al oír que Bonnie pegaba un puntapié a la maleta a la que se había subido. Estaban dispuestas a ayudarse mutuamente en caso de necesidad. Es probable que Mary todavía respirase cuando pasamos por su lado camino del sótano y que, como comprobamos más tarde, estuviésemos a menos de medio metro de ella en plena oscuridad. Therese, atiborrada de píldoras para dormir que se tragó con ayuda de ginebra, seguramente ya estaba muerta cuando nos metimos en la casa. Lux fue la última en marcharse, veinte o treinta minutos después de que nos fuéramos nosotros. Cuando huimos corriendo, gritando sin proferir sonido alguno, olvidamos detenernos en el garaje, de donde aún salía música. La encontraron en el asiento de delante, el rostro gris y sereno, sosteniendo un mechero que le había quemado unos círculos en la palma de la mano. Había huido en el coche tal como habíamos planeado. Si nos había desabrochado el cinturón, sólo había sido para entretenernos, para que ella y sus hermanas pudieran morir en paz.

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