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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Las seis piedras sagradas (6 page)

West se dirigió a la cabina del
Halicarnaso.

—Todavía no hemos salido de ésta, jefe —informó Monstruo del Cielo—. Tengo puntos que se acercan en el radar. Cuatro. Parecen interceptores J-9. La versión china de los Mig.

West volvió a la carrera hasta la cabina principal, donde Zoe estaba colocando los cinturones de seguridad a los chicos.

—Zoe, a las armas.

Un momento después, Zoe y él estaban en las torretas montadas en las alas del
Halicarnaso,
que también disponía de torretas en el techo y en la panza que Monstruo del Cielo podía controlar desde la cabina.

—No pueden abatirnos, ¿verdad? —preguntó Monstruo del Cielo por el intercomunicador—. Destruirían la Piedra de Fuego.

—Está hecha casi de oro puro —contestó West—. Podría sobrevivir prácticamente a todo excepto a un incendio de combustible. Si yo estuviera en su lugar, abatiría este avión y esperaría encontrarla entre los restos.

—Fantástico. Ahí vienen…

Cuatro cazas J-9 chinos cruzaron el cielo para interceptar al
Halicarnaso,
aullando sobre el desierto al tiempo que descargaban sus misiles. Cuatro pequeños dardos aéreos se desprendieron de sus alas, y un rastro de humo en espiral se extendió detrás de cada uno.

—¡Lanzar contramedidas! —ordenó West.

—¡Lanzando contramedidas! —informó Monstruo del Cielo. Apretó varios botones y de inmediato varios señuelos se desprendieron de la barriga del
Hali.

Tres de los misiles mordieron el anzuelo y estallaron inofensivamente contra los falsos blancos.

West se encargó de eliminar el último con un certero disparo de su cañón.

—¡Monstruo del Cielo! ¡A tierra! ¡Al cañón de Rawson! ¡Echemos el anzuelo y recemos para que Super Betty todavía funcione! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

El
Halicarnaso
inclinó un ala y se lanzó en picado hacia la superficie llana del desierto. Dos de los interceptores fueron en su persecución, mientras que los otros dos permanecían en las alturas.

El
Halicarnaso
llegó a una zona rocosa de cañones, una enorme y seca llanura flanqueada por mesetas y colinas. Entró en el cañón de Rawson, una larga y angosta fisura con la forma de un embudo que acababa en una estrecha abertura entre dos mesetas.

En teoría, todo aquello era zona militar, pero nadie excepto Jack West Jr. había estado allí en años.

El
Halicarnaso
voló bajo por el cañón, apenas a unos treinta metros por encima del suelo, perseguido por los dos interceptores chinos.

Los cazas dispararon sus armas.

Jack y Zoe respondieron al fuego desde sus torretas giratorias.

Las trazadoras cruzaban el aire entre el perseguido y los perseguidores, el paisaje silbaba como un fugaz relámpago por la velocidad.

Entonces Zoe consiguió fijar el blanco y machacó al interceptor de la izquierda con una descarga de trazadoras que entraron por el mismo centro de la tobera. El J-9 se estremeció en el acto y escupió humo negro antes de bambolearse y virar peligrosamente hacia la izquierda. El piloto apretó el botón del asiento de eyección y dejó que su aparato se estrellara contra la pared del cañón a ochocientos kilómetros por hora.

El caza restante continuó disparando, pero Monstruo del Cielo siguió con sus maniobras dentro de los confines del estrecho cañón y las balas rozaron el avión negro. Algunas llegaron a impactar en las puntas de las alas, aunque sin causar daños importantes.

El
Halicarnaso
llegó al final del cañón y pasó a través de la angosta salida en el mismo momento en que Jack decía:

—¡Monstruo del Cielo, llama a Super Betty! ¡Ahora!

Y, ¡pam!, Monstruo del Cielo pulsó una tecla en su consola en la que se leía Lanzar Super Bet.

Treinta metros por debajo y detrás de él, el solenoide de un gran explosivo que había estado enterrado en el suelo del desierto durante muchos meses se puso en marcha.

El explosivo era un gran modelo RDX, basado en el principio de la mina terrestre Bouncing Betty. Una vez accionada, ponía en marcha una explosión preliminar que arrojaba la bomba principal a una altura de treinta metros.

Tres segundos después estalló la carga principal, lo mismo que una Bouncing Betty, sólo que mucho más grande. Del tamaño de un avión y llena de metralla.

La Super Betty.

Una gigantesca explosión con forma de estrella apareció en el aire detrás del
Halicarnaso,
directamente en el camino del segundo interceptor.

La metralla golpeó al caza de frente, chocó con la cúpula de la carlinga, se clavó en el cristal reforzado y creó un centenar de telarañas. Más metralla entró en las toberas del J-9 y destrozó las partes internas de los motores.

La eyección del piloto fue seguida por el estallido del avión. Interceptor muerto.

—No había comprobado el estado de Betty en meses —comentó West—. Me alegro de que aún funcionara.

El
Halicarnaso
ganó altura.

Donde lo esperaban los últimos dos interceptores.

Para entonces, Monstruo del Cielo los había llevado con rumbo noroeste, hacia la costa, y mientras el
Halicarnaso
dejaba atrás la tierra firme de Australia y entraba en el océano índico, los dos interceptores abrieron fuego.

Misiles, ametralladoras, cañones: disparaban con todo lo que tenían.

West y Zoe devolvieron el fuego con la misma violencia hasta que finalmente West acertó a uno de los cazas con su cañón y… se quedó sin municiones.

—¡Cañón derecho fuera! —anunció por el intercomunicador—. ¿Cómo lo tienes tú, Zoe?

—Aún me quedan unos cuantos proyectiles —respondió ella mientras le disparaba al J-9—. Pero no muchos… ¡Mierda! ¡Se han acabado!

Se habían quedado sin munición y todavía quedaba uno de los malos.

—¡Eh, Cazador…! —gritó Monstruo del Cielo expectante—. ¿Qué vamos a hacer ahora?, ¿tirarle piedras?

Jack miró al perseguidor restante; el caza permanecía a su cola a la espera, vigilante, como si intuyera que algo iba mal.

—Mierda, mierda, mierda, mierda… —murmuró.

Se quitó el cinturón de seguridad, salió de la torreta y se apresuró a volver a la cabina principal mientras pensaba a toda prisa.

Entonces se le ocurrió. Pulsó el botón de llamada de su radio.

—Monstruo del Cielo, súbenos en vertical. Todo lo vertical que puedas.

—¿Qué? ¿Qué vas a hacer?

—Estaré en la bodega de popa.

Monstruo del Cielo tiró de la palanca y el
Halicarnaso
levantó el morro y comenzó a subir. Subió, subió y subió…

El interceptor continuó la persecución, en vertical detrás del 747.

Jack, que luchaba contra la inclinación, llegó hasta la bodega de popa, enganchó una cuerda de seguridad a su cinturón y abrió la rampa.

El aire entró en la bodega y, más allá de la entrada, vio al interceptor casi pegado a ellos y, por debajo, enmarcado por el océano azul.

El piloto disparó.

Las balas trazadoras al rojo vivo penetraron en la bodega y golpearon los soportes alrededor de Jack —¡ping!, ¡ping!, ¡ping!— en el mismo momento en que él daba una patada a una palanca; la palanca que soltaba el arnés que sujetaba su LSV.

El arnés, accionado por resortes, se retiró en el acto con un chasquido, y el ligero vehículo rodó por la plataforma y cayó al vacío.

Visto desde el exterior, debió de parecer algo muy extraño.

El
Halicarnaso,
que subía en vertical con el J-9 pegado a su cola, cuando de pronto el LSV, todo un coche, cayó del interior y…

… pasó junto al J-9, el caza chino haciendo una maniobra en el último segundo para apartarse de su trayectoria.

El piloto sonrió orgulloso de sus reflejos.

Los reflejos, sin embargo, no fueron lo bastante rápidos para eludir o evitar el segundo LSV, que salió de la bodega del
Halicarnaso
un instante más tarde.

El segundo LSV se estrelló de lleno contra el morro del caza y el avión se desplomó como una piedra. Cayó en espiral hacia el océano. El piloto saltó un momento antes de que el aparato y el coche impactaran contra el agua y levantaran dos gigantescos surtidores.

En lo alto, el
Halicarnaso
niveló el vuelo, cerró la rampa trasera y continuó volando hacia el noroeste, sano y salvo.

—Cazador —dijo la voz de Monstruo del Cielo por el intercomunicador—. ¿Adonde vamos?

En la bodega, Jack recordó el mensaje del Mago: «Me reuniré contigo en la gran torre.»

Apretó el botón del intercomunicador.

—Dubai, Monstruo del Cielo. Pon rumbo a Dubai.

En la granja de West, las tropas chinas montaban guardia en todas las entradas.

Los dos comandantes, Dragón Negro y Estoque, esperaban formalmente en la galería cuando un helicóptero se posó delante de ellos levantando un torbellino de polvo.

Dos figuras bajaron del helicóptero, un norteamericano mayor seguido por su guardaespaldas, y un marine de unos veintitantos años de origen asiático-norteamericano.

El hombre mayor caminó tranquilamente hacia la galería sin que ninguno de los guardias le diera el alto. Nadie se atrevió a detenerlo. Todos sabían quién era y el considerable poder que ostentaba.

Era un miembro del Pentágono, un coronel norteamericano a punto de cumplir los sesenta, y estaba en un magnífico estado físico, con el pecho como un tonel y unos duros ojos azules. Su pelo era rubio pero comenzaba a encanecer, sus facciones curtidas. Por su porte y su manera de andar, podría haber pasado por Jack West dentro de veinte años.

Su guardaespaldas, siempre alerta, respondía al nombre en clave de Navaja. Parecía un perro de presa humano.

Dragón Negro saludó al hombre mayor con una inclinación.

—Señor —dijo el comandante chino—. Han escapado. Trajimos una fuerza muy superior y ejecutamos nuestros lanzamientos a la perfección. Pero ellos, bueno, ellos estaban…

—Estaban preparados —dijo el hombre mayor—. Estaban preparados para esta eventualidad.

Pasó entre los dos comandantes y entró en la casa.

Recorrió sin prisa la granja abandonada de West, lo observó todo, se detuvo de vez en cuando para examinar algún objeto con atención, una fotografía enmarcada en la pared de West con Lily y Zoe en un parque acuático; en una estantería, un premio de ballet que pertenecía a Lily. Se detuvo un poco más delante de una foto de la Gran Pirámide de Gizeh.

Dragón Negro, Estoque y el guardaespaldas, Navaja, lo siguieron a una discreta distancia y esperaron con paciencia cualquier orden que quisiera dar.

El hombre mayor cogió la foto de West, Lily y Zoe en el parque acuático. Los tres mostraban expresiones alegres, sonreían a la cámara, felices al sol.

—Muy bien, Jack… —dijo con la mirada puesta en la foto—. Esta vez has escapado de mí. Todavía sigues desconfiando del mundo tanto como para tener preparado un plan de fuga, pero comienzas a fallar. Nos has visto llegar demasiado tarde, y lo sabes.

El hombre mayor miró los rostros sonrientes de las fotografías y sus labios se deformaron en una mueca.

—Oh, Jack, te has domesticado. Incluso eres feliz. Ésa es tu debilidad, también será tu caída.

Dejó caer la foto, el cristal se hizo añicos contra el suelo, y luego se volvió hacia los dos comandantes.

—Dragón Negro, llame al coronel Mao. Dígale que no hemos conseguido todavía la Piedra de Fuego. Pero eso no impide que siga con lo suyo. Dígale que comience el interrogatorio del profesor Epper, con el máximo rigor.

—A sus órdenes. —Dragón Negro hizo una inclinación y se apartó unos metros para hablar por su teléfono móvil.

El hombre mayor lo observó mientras lo hacia. Dragón Negro acabó la llamada al cabo de un par de minutos y regresó.

—El coronel Mao le envía sus saludos y dice que cumplirá con su orden.

—Gracias —dijo el hombre mayor—. Ahora, Dragón Negro, si no le importa, péguese un tiro en la cabeza.

—¿Qué?

—Que se dispare en la cabeza. Jack West escapó por su asalto mal realizado. Lo vio venir y escapó. No puedo tolerar ningún fallo en esta misión. Usted era el responsable y, por tanto, debe pagar la máxima pena.

—Yo… no puedo… hacer… —tartamudeó Dragón Negro.

—Estoque —dijo el hombre mayor.

Con la velocidad del rayo, el hombre fornido llamado Estoque desenfundó su pistola y disparó contra la sien del comandante chino. La sangre se desparramó como una lluvia roja. Dragón Negro cayó muerto en el suelo de la sala de Jack West.

El hombre mayor apenas si parpadeó.

Se volvió con total indiferencia.

—Gracias, Estoque. Ahora llame a nuestra gente de Diego García. Dígales que inicien una vigilancia vía satélite por todo el hemisferio sur. El objetivo es un contacto aéreo, un Boeing 747 negro. Utilicen todas las señales aéreas para localizarlo. Encuentren ese avión. Cuando lo hagan, hágamelo saber. Estoy ansioso por reunir al capitán West con su amigo jamaicano.

—Sí, señor. —Estoque salió sin demora.

—Navaja —le dijo el hombre mayor a su guardaespaldas—. Deseo estar un momento a solas.

Con un gesto de respeto, el joven asiático-norteamericano salió de la habitación.

Ahora, sólo en la sala de la granja de West, el hombre mayor sacó su propio móvil y marcó un número:

—Señor, soy Lobo. Tienen la Piedra de Fuego, y escapan.

Mientras en Australia sucedía todo esto, otras cosas estaban pasando alrededor del mundo:

En Dubai, un piloto de carga norteamericano de mediana edad que pasaba la noche en la ciudad del Golfo estaba siendo brutalmente estrangulado en la habitación de su hotel.

Luchó todo lo que pudo contra sus tres atacantes, pero no sirvió de nada.

Una vez estuvo muerto, uno de sus agresores comunicó por el teléfono móvil:

—El piloto está preparado.

—West va de camino —respondió una voz—. Lo mantendremos vigilado y le avisaremos cuándo debe proceder.

El nombre del piloto muerto era Earl McShane, de Fort Worth, Texas, un aviador de la Compañía Aérea de Carga Transatlántica. No era un individuo que hubiera hecho nada digno de mención: quizá la cosa más importante que había hecho en su vida había sido después del 11-S, cuando había escrito a su periódico local denunciando que «los asquerosos musulmanes han hecho esto» y reclamando venganza.

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