Read Las seis piedras sagradas Online
Authors: Matthew Reilly
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción
Tank se encogió de hombros.
—Para el equinoccio vernal del año que viene: 20 de marzo de 2008.
—¿Qué hay de la colocación de los pilares? Aquí había algo sobre el primer pilar. Aquí está: «El primer pilar debe ser colocado exactamente cien días antes del regreso. La recompensa será el Conocimiento.»
—Cien días —dijo Tank. Hizo el cálculo—. Eso es…, maldita sea…, el 10 de diciembre de este año.
—¡Dentro de nueve días! —exclamó el Mago—. Cielo santo, sabíamos que el momento se acercaba, pero esto es…
—Max, ¿me estás diciendo que sólo tenemos nueve días para colocar el primer pilar en posición? —preguntó Tank—. Si ni siquiera lo hemos encontrado…
Pero el Mago ya no lo escuchaba. Sus ojos parecían fijos en el infinito. Se volvió.
—Tank, ¿quién más sabe de esto?
El japonés se encogió de hombros.
—Sólo nosotros. Y, supongo, cualquier otro que haya visto esa inscripción. Sabíamos de la tablilla en el Tibet, pero tú dices que era sólo parcial. ¿Dónde acabó?
—El Departamento de Reliquias Culturales chino reclamó su propiedad y se la llevó a Pekín; desde entonces no se ha vuelto a ver.
Tank observó la expresión ceñuda del Mago.
—¿Crees que las autoridades chinas han encontrado los otros trozos de la tablilla rota y la han reconstruido? ¿Crees que ya saben esto?
El Mago se incorporó de pronto.
—¿Cuántas lanchas dijiste que venían por la garganta?
—Nueve.
—Nueve. No envías nueve lanchas en una patrulla de rutina, o para una vulgar extorsión. Los chinos lo saben, y ahora vienen a por nosotros. Y, si ellos saben de esto, entonces saben del piramidión. Maldita sea, tengo que avisar a Jack y a Lily.
Se apresuró a sacar un libro de la mochila. No se trataba como cabía esperar de un libro de referencias, sino de una novela en rústica muy popular. Comenzó a pasar las páginas y a escribir números en su cuaderno.
Cuando acabó, cogió la radio y llamó a la embarcación.
—¡Chow! De prisa, anota este mensaje y envíalo inmediatamente al tablón de anuncios.
Luego el Mago le dictó una larga serie de números a Chow.
—Vale, ya está. Cárgalo y envíalo ahora, ahora, ahora, vamos.
Treinta metros por encima del Mago, una barcaza flotaba entre las chozas semisumergidas de la vieja aldea de montaña. Estaba anclada junto a la choza de piedra que daba entrada a la cámara subterránea.
En el interior de la cabina principal, un entusiasta estudiante graduado llamado Chow Ling escribió apresuradamente el código del Mago y lo envió nada menos que a una página web dedicada a las películas de
El señor de los anillos.
Cuando acabó, llamó al Mago por radio.
—El código ha sido enviado, profesor.
La voz del Mago sonó en sus auriculares:
—Gracias, Chow. Buen trabajo. Ahora quiero que envíes todas las imágenes que te he transmitido a Jack West vía e-mail. Luego bórralas todas de tu disco duro.
—¿Borrarlas? —preguntó Chow, incrédulo.
—Sí, todas. Hasta la última imagen. Todas las que puedas antes de que lleguen nuestros amigos chinos.
Chow trabajó de prisa, tecleó frenéticamente, enviando y después borrando las increíbles imágenes del Mago.
Mientras tecleaba en el ordenador no vio en ningún momento que la primera lancha del Ejército de Liberación Popular pasaba por detrás de él, mientras recorría la calle sumergida de la aldea.
Una ruda voz que sonó por el altavoz lo sobresaltó.
—Eh! Zou chu lai dao jia ban shang! Wo yao kan de dao ni. Ba shou ju zhe gao gao de!
Traducción: «¡Eh! ¡Salga a cubierta! ¡Permanezca a plena vista! ¡Mantenga las manos en alto!»
Chow borró una última imagen, hizo lo que le decían, se apartó de la mesa y salió a la cubierta de proa de la barcaza.
La lancha en vanguardia lo dominaba con su altura. Era una embarcación moderna, rápida, pintada con colores de camuflaje y con un enorme cañón de proa.
Los soldados chinos, armados con fusiles de asalto Colt Commando de fabricación norteamericana, estaban alineados en cubierta, y sus armas de cañón corto apuntaban a Chow.
Que llevaran modernas armas norteamericanas era una mala señal: significaba que esos soldados eran tropas de élite, fuerzas especiales. Las tropas regulares chinas llevaban los viejos fusiles de asalto Tipo-56, la copia china del AK-47.
Esos tipos no eran una tropa cualquiera.
Chow levantó las manos apenas un segundo antes de que alguien disparara. Toda la mitad superior de su cuerpo estalló con sangrientos agujeros y se vio lanzado hacia atrás con una tremenda violencia.
El Mago pulsó el botón de su radio.
—¿Chow? Chow, ¿estás ahí?
No hubo respuesta.
Entonces, de pronto, el arnés que hasta el momento había permanecido suspendido del techo subió rápidamente como una serpiente asustada, recogida por alguien en las alturas.
—¡Chow! —llamó el Mago por la radio—. ¿Qué estás…?
Momentos después, el arnés apareció de nuevo…
…con Chow en él.
Al Mago se le heló la sangre en las venas.
—Oh, válgame Dios, no… —Corrió hacia el cadáver.
Casi irreconocible por las numerosas heridas de bala, el cuerpo de Chow llegó a nivel del Mago.
Como en respuesta a una señal, sonó la radio.
—Profesor Epper —dijo una voz en inglés—. Le habla el coronel Mao Gongli. Sabemos que está ahí, y vamos a bajar. No haga ninguna tontería, o sufrirá el mismo destino que su ayudante.
Las tropas chinas entraron en la cámara en un santiamén, descolgándose por las cuerdas con una precisión cronométrica. En menos de dos minutos, el Mago y Tank se vieron rodeados por una docena de hombres armados.
El coronel Mao Gongli fue el último en bajar. A la edad de cincuenta y cinco años, era un hombre corpulento pero se mantenía perfectamente erguido, como un martinete. Como muchos hombres de su generación, había sido patrióticamente bautizado con el nombre del secretario Mao. No tenía ningún apodo operativo excepto el que le habían dado sus enemigos después de sus acciones en la plaza de Tiananmén en 1989 como comandante: el carnicero de Tiananmén.
Se hizo un silencio absoluto.
Mao miró al Mago con ojos inexpresivos. Cuando finalmente habló, lo hizo en un inglés claro y pausado:
—Profesor Max. T. Epper, nombre en clave Merlín, también conocido por algunos como el Mago. Canadiense de nacimiento pero profesor de arqueología residente en el Trinity College de Dublín. Vinculado con un incidente un tanto extraordinario que tuvo lugar en lo alto de la Gran Pirámide de Gizeh el 20 de marzo de 2006.
»Y el profesor Yobu Tanaka, de la Universidad de Tokio, no vinculado al incidente de Gizeh, pero un experto en civilizaciones antiguas. Caballeros, su asistente era un joven dotado e inteligente. Ya ven lo mucho que me importan esos hombres.
—¿Qué quiere? —preguntó el Mago.
Mao esbozó una sonrisa carente de alegría.
—Vaya, profesor Epper, lo quiero a usted.
El Mago frunció el entrecejo. No esperaba tal respuesta.
Mao se adelantó al tiempo que miraba la gran cámara a su alrededor.
—Se avecinan grandes tiempos, profesor. En los próximos meses surgirán imperios y caerán naciones. En momentos como éstos, la República Popular China necesita hombres con conocimiento, hombres como usted. Es por eso por lo que a partir de ahora trabajará usted para mí, profesor. Estoy seguro de que con la persuasión adecuada, en una de mis cámaras de tortura, me ayudará usted a encontrar las seis piedras de Ramsés.
La fuga de la piedra de fuego
AUSTRALIA
1 de diciembre de 2007
Nueve días antes de la primera fecha límite
GRAN DESIERTO DE ARENA
NOROESTE DE AUSTRALIA
1 de diciembre de 2007, 7.15 horas
El día que su granja fue atacada por una fuerza abrumadora, Jack West Jr. había dormido hasta las siete de la mañana.
Por lo general se levantaba sobre las seis para ver el amanecer, pero la vida era tranquila en esos días. Su mundo había permanecido en paz durante casi dieciocho meses, así que había decidido saltarse el puñetero amanecer y dormir una hora más.
Los chicos, por supuesto, ya estaban levantados. Lily había invitado a un amigo para las vacaciones de verano, un chico de la escuela llamado Alby Calvin.
Ruidosos, excitados y, por lo general, dados a las travesuras, habían jugado sin parar durante los últimos tres días, ocupados en explorar todos los rincones de la gran granja en el desierto durante el día, mientras que por la noche contemplaban las estrellas con el telescopio de Alby.
El hecho de que el chico sufriera de una sordera parcial significaba muy poco para Lily o para Jack. En su escuela en Perth para estudiantes dotados, Lily era la lingüista estrella, y Alby el matemático estrella, y eso era lo único que importaba.
A la edad de once años, ella ya hablaba cinco idiomas, dos de ellos antiguos, y también la lengua de signos; había sido fácil de aprender, y era algo que ella y Jack habían hecho juntos. Hoy las puntas de sus hermosos y largos cabellos estaban teñidas de un rosa violento.
Por su parte, Alby tenía doce años, era negro, y usaba unas gafas de lentes muy gruesas. Tenía un implante coclear, la maravillosa tecnología que permitía a los sordos escuchar y hablar con una ligera inflexión —los signos todavía eran necesarios para aquellas ocasiones en que necesitaba comprender alguna emoción o urgencia añadida a un tema—, pero, sordo o no, Alby Calvin podía competir con los mejores de ellos.
West estaba en la galería, descamisado, y bebía una taza de café. Su brazo izquierdo brillaba con el sol de la mañana; del bíceps para abajo estaba hecho de metal.
Contempló el vasto panorama del desierto neblinoso a la luz de la mañana. De mediana estatura, los ojos azules y el pelo negro y desordenado, era atractivo, con unas facciones de rasgos muy marcados. Una vez había sido considerado entre los cuatro mejores soldados de las fuerzas especiales del mundo, el único australiano en una lista dominada por los norteamericanos.
Pero ya no era un soldado. Después de dirigir la atrevida misión durante diez años para conseguir el fabuloso piramidión dorado de la Gran Pirámide de los restos de las siete maravillas del mundo antiguo, ahora era más un cazador de tesoros que un guerrero, más avezado en eludir las trampas en los sistemas de cuevas y descifrar antiguos enigmas que en matar gente.
La aventura con el piramidión dorado, que había acabado en lo alto de la Gran Pirámide, había forjado la relación de West con Lily. Dado que sus padres estaban muertos, Jack la había criado con la ayuda de un único equipo de soldados internacionales. Poco después de la misión del piramidión, la había adoptado con todos los trámites legales. Desde ese día, hacía ya casi dos años, había vivido allí en un espléndido aislamiento, lejos de las misiones, lejos del mundo, y sólo viajaba a Perth cuando la educación de Lily lo requería.
En cuanto al piramidión dorado, permanecía en toda su gloria en una mina de níquel abandonada detrás de la granja.
Pocos meses antes, un artículo aparecido en un periódico había preocupado a West.
Un soldado de las fuerzas especiales australianas llamado Oakes había muerto en Iraq víctima de una emboscada, la primera baja de guerra australiana en cualquier conflicto en casi dos años.
A West le preocupaba porque él era una de las pocas personas del mundo que sabían por qué ningún australiano había muerto en combate durante esos pasados dieciocho meses. Tenía que ver con la rotación de Tártaro de 2006 y el piramidión dorado: gracias a que había realizado entonces un antiguo ritual, West había asegurado la invulnerabilidad de Australia por lo que se suponía que iba a ser mucho tiempo. No obstante, ahora, con la muerte de aquel soldado en Iraq, el período de invulnerabilidad parecía haber acabado.
La fecha de la muerte del hombre lo había sorprendido: el 21 de agosto. Estaba sospechosamente cerca del equinoccio de otoño del hemisferio norte.
El propio West había realizado el ritual de Tártaro en lo alto de la Gran Pirámide el 20 de marzo de 2006, el día del equinoccio vernal, el día de primavera en que el Sol está en la vertical y el día dura lo mismo que la noche.
Los equinoccios de otoño y primavera eran idénticos fenómenos astronómicos que ocurrían en momentos opuestos del año.
«Opuestos pero iguales —pensó West—. Yin y Yang.» Alguien, en algún lugar, había hecho algo en el equinoccio de otoño que había neutralizado a Tártaro.
West salió de su ensimismamiento cuando vio una pequeña silueta marrón que pasaba por su campo visual procedente del este.
Era un ave, un halcón, que volaba graciosamente a través del cielo con las alas desplegadas. Se trataba de
Horus,
su halcón peregrino y leal compañero. El pájaro se posó en la balaustrada a su lado y le graznó al horizonte oriental.
West miró en esa dirección justo a tiempo para ver varios puntos negros que aparecían en el cielo, volando en formación.
Casi a quinientos kilómetros de distancia, cerca de la ciudad costera de Wyndham, se estaban realizando unas maniobras militares conjuntas, los ejercicios bienales llamados «Talismán Sabré» que Australia organizaba con los norteamericanos. Unas maniobras a gran escala con la participación de tropas de la marina, el ejército y la fuerza aérea de ambas naciones.