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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (12 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Julia había estado jugando con Matia, la hija de su querido amigo Cayo Matio, que ocupaba el otro apartamento de la planta baja de la ínsula de Aurelia. Sin embargo volvió a casa antes de la cena con tiempo suficiente como para que César no encontrase ya excusa para posponerlo y no decírselo a la niña, que bailaba por el jardín interior como una joven ninfa, con las vestiduras flotando en el aire alrededor de su figura inmadura entre una bruma de azul lavanda. Aurelia siempre la vestía con ropas de color azul o verdes pálidos y suaves, y tenía razón al hacerlo. Qué hermosa va a ser, pensó César al contemplarla; quizás no igualase a Aurelia en la pureza de huesos griega, pero ella poseía esa mágica cualidad de las Julias que Aurelia, tan pragmática, tan sensata y tan propia de los Cotta, no tenía. Siempre decían que las Julias hacían felices a sus hombres, y él así lo creía cada vez que veía a su hija. El adagio no era infalible; su tía más joven —que había sido la primera esposa de Sila— se había suicidado después de. una larga aventura con el jarro de vino, y su prima Julia Antonia iba por su segundo y horrible marido entre unos ataques de depresión e histeria cada vez más fuertes. Pero Roma continuaba diciéndolo, y él no pensaba contradecirlo; todo noble con riqueza suficiente para no necesitar una esposa rica pensaba primero en una Julia. Cuando Julia vio a su padre apoyado en el alféizar de la ventana del comedor, se le iluminó el rostro; fue volando hacia él, trepó por la pared y saltó por la ventana hasta los brazos de su padre en grácil ejercicio.

—¿Cómo está mi niña? —le preguntó César llevándola en brazos hasta uno de los tres canapés del comedor y haciéndola sentar a su lado.

—He tenido un día maravilloso,
tata
. ¿Han sido elegidos todos los hombres adecuados como tribunos de la plebe?

Los ángulos externos de los ojos de César se plegaron en abanicos de arrugas al sonreír; aunque tenía la piel por naturaleza muy pálida, los muchos años de vida al aire libre en foros, tribunales y campos de entrenamiento militar le habían oscurecido la superficie expuesta a la luz, peno no las profundidades de aquellas arrugas de los ojos, que permanecían muy blancas. Aquel contraste fascinaba a Julia, a quien como más le gustaba su padre era cuando no sonreía y entornaba los ojos, pues de este modo mostraba aquellos abanicos de rayas blancas como pinturas de guerra en un bárbaro. Así que se puso de rodillas y le besó primero un abanico y luego el otro, mientras él inclinaba la cabeza hacia los labios de la niña y se derretía por dentro como no le había sucedido nunca con ninguna otra hembra, ni siquiera con Cinnilla.

—Tú sabes muy bien que las personas adecuadas nunca son elegidas tribunos de la plebe —le contestó César una vez acabado todo aquel ritual— El nuevo colegio es la acostumbrada mezcla de buenos, malos, indiferentes, siniestros e intrigantes. Pero creo que serán más activos que el grupo de este año, así que el Foro estará muy ajetreado alrededor de año nuevo.

Julia estaba, desde luego, muy versada en asuntos políticos, ya que tanto su padre como su abuela procedían de grandes familias políticas; pero vivir en Subura significaba que sus compañeras de juegos —incluso Matia, la vecina de abajo— no eran del mismo tipo, sino que tenían escaso interés por las maquinaciones y permutas del Senado, por las Asambleas y los tribunales. Por ese motivo Aurelia la había enviado a la escuela de Marco Antonio Gnifón cuando cumplió seis años; Gnifón había sido el tutor privado de César, pero cuando César vistió las laena y apex del
flamen Dialis
a la llegada de la edad viril oficial, Gnifón se había puesto de nuevo a dirigir una escuela cuya clientela era noble. Julia había resultado ser una pupila muy brillante y aplicada, con el mismo amor a la literatura que poseía su padre, aunque en matemáticas y geografia su habilidad era menos acentuada. Tampoco tenía la pasmosa memoria de César. Una buena cosa, habían concluido, sabiamente, todos los que la amaban; las chicas despiertas e inteligentes eran excelentes, pero las chicas intelectuales y brillantes no eran más que un obstáculo, incluso para ellas mismas.

—¿Por qué estamos aquí dentro,
tata
? —le preguntó la niña un poco desconcertada.

—Tengo que darte una noticia y me gustaría hacerlo en un lugar tranquilo —le dijo César, que, una vez que había tomado la decisión de comunicársela, ya no se sentía perdido sobre cómo hacerlo.

—¿Una buena noticia?

—Pues no lo sé bien, Julia. Eso espero, pero yo no vivo dentro de tu piel. Quizás no sea una noticia demasiado buena, pero creo que cuando te acostumbres a ella no la encontrarás intolerable.

Como Julia era despierta e inteligente, aunque no hubiera nacido para erudita, lo comprendió de inmediato.

—Me has buscado un marido —dijo.

—Sí. ¿Te complace?

—Mucho,
tata
. Junia está prometida en matrimonio y se comporta como un déspota con todas las que no lo estamos. ¿Quién es?

—El hermano de Junia, Marco Junio Bruto. —César la estaba mirando a los ojos, así que captó el veloz destello propio de un animal herido antes de que ella volviera la cabeza y mirara directamente hacia adelante. Se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva—. ¿No te complace? —le preguntó César con el corazón destrozado.

—Es una sorpresa, eso es todo —dijo la nieta de Aurelia, a quien desde que abandonara la cuna le habían enseñado a aceptar cualquier suerte que el destino le deparase en la vida, desde maridos hasta los muy reales peligros que lleva implícita la maternidad. Volvió la cabeza, ahora con los ojos azules abiertos y sonrientes—. Estoy muy complacida. Bruto es agradable.

—¿Estás segura?

—¡Oh,
tata
, claro que estoy segura! —dijo con tanta sinceridad que la voz le tembló—. De verdad,
tata
, es una buena noticia. Bruto me querrá y me cuidará, estoy segura. A César se le alivió el peso que sentía en el corazón; suspiró, sonrió, le cogió la manita a Julia y se la besó ligeramente antes de envolverla en un abrazo. No se le pasó por la cabeza preguntarle si ella podría aprender a amar a Bruto, porque el amor no era una emoción de la que César disfrutase, ni siquiera el amor que había experimentado por Cinnilla y por su exquisito duende. Sentir amor lo hacía vulnerable, y eso era algo que César odiaba. Luego Julia se bajó del canapé y desapareció de la vista; César oyó cómo la niña llamaba a su abuela mientras corría hacia el despacho de Aurelia.

—¡
Avia, avia
, voy a casarme con mi amigo Bruto! ¿No es espléndido? ¿No es una buena noticia?

Poco después César oyó el largo gemido que anunciaba un ataque de llanto. Se quedó escuchando llorar a su hija como si se le hubiera roto el corazón, pero no sabía si de gozo o de pena. Salió a la sala de recepción al tiempo que Aurelia acompañaba a la niña al cubículo donde dormía; Julia llevaba el rostro enterrado en el costado de Aurelia. La madre de César parecía imperturbable.

—¡Ojalá —dijo dirigiéndose a él— las criaturas hembras rieran cuando son felices! Pero en cambio la mitad de ellas lloran. Incluida Julia.

La Fortuna, ciertamente, continuaba favoreciendo a Cneo Pompeyo Magnus, reflexionó César a primeros de diciembre, sonriendo para sí mismo. El Gran Hombre había señalado su deseo de erradicar la amenaza pirata, y la fortuna, obediente, convino en gratificarle cuando la cosecha de grano de Sicilia llegó a Ostia, el puerto de Roma situado en la desembocadura del río Tíber. Allí los barcos de carga de gran calado descargaban su preciosa mercancía en barcazas para que el grano hiciese el último tramo del viaje Tíber arriba hasta los silos del propio puerto de Roma. Allí la seguridad era absoluta, por fin estaba en casa. Varios cientos de barcos convergieron en Ostia para descubrir que ninguna barcaza los estaba esperando; el cuestor de Ostia había preparado las cosas tan redomadamente mal que había permitido que las barcazas realizasen un viaje extra río arriba a Tuder y Ocriculum, donde la cosecha del valle del Tíber exigía el transporte río abajo hasta Roma.

Así que mientras los capitanes de barco y los magnates del grano estaban que echaban humo y el desventurado cuestor corría en círculos cada vez más pequeños, el Senado, airado, le enviaba al único cónsul, Quinto Marcio Rex, para que rectificase las cosas de inmediato. Había sido un año desgraciado para Marcio Rex, cuyo colega en el consulado había muerto poco después de asumir el cargo. El Senado había nombrado un cónsul suplente para que ocupase la vacante, pero éste también murió, y tan pronto que ni siquiera había tenido tiempo de poner el trasero en la silla curul. Una apresurada consulta de los Libros Sagrados puso de manifiesto que no debían tomarse más medidas, lo cual dejó a Marcio Rex gobernando en solitario. Aquello había echado a perder los planes que tenía para pasar durante el consulado a su provincia, Cilicia, que se le había otorgado cuando las hordas de cabilderos, caballeros de negocios, habían logrado que se la quitasen a Lúculo.

Ahora, justo cuando Marcio Rex esperaba poder partir por fin para Cilicia, se presentaba aquel caos del grano en Ostia. Rojo de ira, sacó a dos pretores de los tribunales de Roma y los envió con toda urgencia a Ostia para arreglar las cosas, cada uno de ellos precedido de seis lictores de túnica roja que portaban las hachas en sus
fasces
. Lucio Belieno y Marco Sextilio avanzaron majestuosamente hacia Ostia desde Roma.

Y precisamente en aquel mismo momento una flota pirata de más de cien airosas galeras de guerra avanzaba, a su vez sobre Ostia desde el mar Toscano. Cuando llegaron los pretores se encontraron media ciudad en llamas y a los piratas obligando a las tripulaciones de los barcos cargados de grano a remar en sus naves otra vez con rumbo a las rutas marítimas. La audacia de aquel ataque —¿quién iba a soñar siquiera que los piratas invadieran un lugar sito a tan escasa distancia de la poderosa Roma?— había cogido por sorpresa a todo el mundo. Las únicas tropas cercanas eran las que estaban en Capua, la milicia de Ostia se encontraba demasiado ocupada apagando los incendios en tierra para pensar siquiera en ofrecer resistencia, y nadie había tenido el mínimo sentido común para enviar un mensaje urgente a Roma a fin de pedir ayuda. Ninguno de los dos pretores era hombre decidido, así que ambos quedaron en pie atónitos y desorientados en medio de la vorágine de los muelles.

Y allí los descubrió un grupo de piratas, los hizo prisioneros a ellos y a sus lictores, los hicieron subir a todos a bordo de una galera y se hicieron alegremente a la mar en pos de la flota de grano, que ya se iba perdiendo de vista. ¡Aquella captura de dos pretores —uno de ellos nada menos que tío del gran noble patricio Catilina— junto con sus lictores y
fasces
significaba por lo menos doscientos talentos de rescate! El efecto que el ataque produjo en Roma fue tan predecible como inevitable: los precios del grano se elevaron de inmediato; multitudes de furiosos comerciantes, molineros, panaderos y consumidores se dirigieron al Foro inferior para manifestarse contra la incompetencia gubernamental, y el Senado se retiró a deliberar con las puertas de la Curia cerradas para que nadie del exterior pudiera oír cuán lúgubre iba a ser, con seguridad, el debate que tendría lugar allí dentro.

Cuando Quinto Marcio Rex hubo llamado sin resultado varias veces para que alguien tomase la palabra, se levantó finalmente —al parecer con enorme reticencia— el tribuno de la plebe electo Aulo Gabinio, que bajo aquella luz tenue y filtrada, pensó César, parecía todavía más galo. Aquél era siempre el mismo problema con todos los hombres naturales de Picenum: que el galo que llevaban dentro se notaba más que la parte romana. Incluido Pompeyo. No era tanto por el peio rojo o dorado que muchos de ellos lucían, ni por los ojos azules o verdes; muchos romanos impecablemente romanos eran muy rubios. Incluido César. El fallo estaba en la estructura ósea picentina. Rostros redondos, barbillas partidas con hoyuelo, narices cortas —la de Pompeyo era incluso respingona—, labios más bien finos. Eran galos, no romanos. Ello les ponía en desventaja, pues anunciaban a los cuatro vientos que por mucho que clamasen diciendo que procedían de emigrantes sabinos, la verdad era que descendían de galos que se habían asentado en Picenum hacía más de trescientos años. La reacción entre la mayoría de los senadores, que estaban sentados en taburetes plegables, fue palpable cuando Gabinio el Galo se puso en pie: desagrado, desaprobación, taciturnidad.

En circunstancias normales le habría tocado más tarde el turno para hablar, pues estaba muy abajo en la jerarquía. En aquellos momentos le pasaban por delante catorce magistrados titulares, catorce magistrados electos y unos veinte consulares, si es que estaban todos presentes, naturalmente. Pero como de costumbre no estaban todos. Sin embargo, que un magistrado tribunicio abriera el debate era algo casi sin precedentes.

—Este no ha sido un buen año, ¿verdad? —preguntó Aulo Gabinio a la cámara después de cumplir con las formalidades de saludar a aquellos que se encontraban por encima y por debajo de él en la jerarquía social—. Durante los últimos seis años hemos intentado hacer la guerra sólo contra los piratas de Creta, aunque los piratas que acaban de saquear Ostia y de capturar la flota de grano, por no mencionar que han secuestrado a dos pretores y las insignias propias de su cargo, no proceden de ningún lugar tan lejano como Creta, ¿no es cierto? No, surcan las aguas del Mare Nostrum desde las bases que tienen en Sicilia, en Liguria, en Cerdeña y en Córcega. Están guiados sin duda por Megadates y Farnaces, quienes durante años han disfrutado de un delicioso pacto con varios gobernadores de Sicilia, como con el exiliado Cayo Verres; según el cual pueden ir donde les plazca dentro de las aguas y puertos de Sicilia. Supongo que reunieron a sus aliados y siguieron a la flota que transportaba el grano durante todo el viaje desde Lilibeo. Quizás en principio tuvieran intención de atacarla en alta mar, pero luego alguna persona emprendedora que tienen en nómina en Ostia los avisó de que no había barcazas allí, y de que era probable que no las hubiera en un plazo de ocho o nueve días. Bien, ¿por qué inclinarse por capturar sólo una parte de la flota de grano atacándola en alta mar? ¡Mejor hacer el trabajo mientras se encuentra parada, intacta y cargada a tope en el puerto de Ostia! ¡Quiero decir que el mundo entero sabe que Roma no tiene legiones en su propia patria, en el territorio del Lacio! ¿Qué iba a poder detenerlos en Ostia? ¿Y qué los detuvo realmente en Ostia? La respuesta es muy breve y simple: ¡nada!

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