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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (11 page)

Consciente de que Pompeyo le había hecho chantaje obligándole a asumir un mando conjunto, el habilidoso Sila lo había utilizado para alguna de sus empresas más dudosas que lo llevarían hacia la dictadura que luego ostentó. Incluso después de retirarse y morir, Sila cuidó de esta espiga ambiciosa y presuntuosa al introducir una ley que permitía que le fuera encomendado el mando de los ejércitos de Roma a un hombre que no perteneciese al Senado. Porque Pompeyo le había tomado antipatía al Senado y se negó a pertenecer a él. Luego habían seguido seis años de la guerra de Pompeyo contra el rebelde Quinto Sertorio en Hispania, durante los cuales Pompeyo se vio obligado a revalidar su capacidad militar; había ido a Hispania completamente confiado de que aplastaría en seguida a Sertorio, pero se encontró frente a uno de los mejores generales de la historia de Roma. Al final resultó que, sencillamente, cansó a Sertorio hasta rendirlo.

Así que el Pompeyo que regresó a Italia era una persona muy cambiada: taimado, sin escrúpulos, empeñado en demostrar al Senado —que lo había mantenido escandalosamente escaso de dinero y de refuerzos en Hispania—, al cual él no pertenecía, que podía refregarle la cara en el polvo. Y Pompeyo había procedido a hacerlo con la connivencia de otros dos hombres: Marco Craso, victorioso contra Espartaco, y nada menos que César. Con un César de veintinueve años tirando de los hilos, Pompeyo y Craso utilizaron la existencia de sus dos ejércitos para obligar al Senado a permitirles que se presentaran como candidatos al consulado. Ningún hombre había sido elegido nunca para la más importante de todas las magistraturas sin haber sido como mínimo miembro del Senado, pero Pompeyo se convirtió en cónsul
senior
y Craso en su colega. Así, este extraordinario hombre de Picenum, a pesar de ser excesivamente joven para el cargo, alcanzó su objetivo por la vía más anticonstitucional, aunque había sido César, seis años más joven que él, quien le había enseñado cómo hacerlo.

Para aumentar aún más la desgracia del Senado, el consulado conjunto de Pompeyo el Grande y Marco Craso había sido un triunfo, un año de fiestas, circos, alegría y prosperidad. Y cuando acabó, ambos hombres declinaron aceptar el mando de provincias; en lugar de ello se retiraron a la vida privada. La única ley importante que ellos habían puesto en vigor restituía plenos poderes a los tribunos de la plebe, a quienes la legislación de Sila había dejado prácticamente en la impotencia. Ahora Pompeyo estaba en la ciudad para ver a los tribunos de la plebe que saldrían elegidos para el año siguiente, y eso intrigaba a César, que se los encontró a él y a su multitud de clientes en la esquina de la vía Sacra y el Clivus Orbius, justo a la entrada del Foro inferior.

—No esperaba verte en Roma —le dijo César cuando se juntaron ambos grupos de clientes. Observó a Pompeyo abiertamente de la cabeza a los pies y sonrió—. Tienes buen aspecto, y muy saludable, además —le comentó—. Veo que aún conservas el tipo en la edad madura.

—¿Edad madura? —le preguntó Pompeyo indignado—. ¡Que yo haya sido cónsul no significa que esté chocho! ¡No cumpliré los treinta y ocho hasta finales de setiembre!

—Mientras que yo —dijo César con aire presumido— acabo de cumplir los treinta y dos hace muy poco; y a esa edad, Pompeyo Magnus, tú tampoco eras cónsul.

—Oh, me tomas el pelo —dijo Pompeyo calmándose—. Eres como Cicerón, seguirías bromeando aunque te llevaran a la hoguera.

—Ojalá fuera yo tan ingenioso como Cicerón. Pero no me has contestado a la seria pregunta que te he hecho, Magnus. ¿Qué haces en Roma si no tienes mejor motivo que ver cómo eligen a los tribunos de la plebe? No diría que tengas necesidad de emplear tribunos de la plebe en estos tiempos.

—Un hombre siempre necesita un tribuno de la plebe o dos, César.

—¿Ah, sí? ¿Qué te traes entre manos, Magnus?

Aquellos vivos ojos azules se abrieron completamente y le dirigieron una mirada candorosa a César.

—No me traigo nada entre manos, César.

—¡Oh, mira! —gritó César señalando hacia el cielo—. ¿Lo has visto, Magnus?

—¿Si he visto qué? —le preguntó Pompeyo al tiempo que se esforzaba por examinar las nubes.

—Ese cerdo rosa que vuela como un águila.

—No me crees.

—Exacto, no te creo. ¿Por qué no desembuchas? Yo no soy tu enemigo, como bien sabes. En realidad te he sido de enorme ayuda en el pasado, y no hay razón para que no deba seguir sirviéndote de ayuda en tu carrera en el futuro. No soy mal orador, eso tienes que reconocerlo.

—Pues… —empezó a decir Pompeyo; pero luego guardó silencio.

—¿Pues qué?

Pompeyo se detuvo, echó una mirada hacia la multitud de clientes que tenía detrás, que venían siguiéndolo, movió la cabeza y se desvió un poco para apoyarse en una de las bonitas columnas de mármol que soportaban la arcada de la cámara principal de la basílica Emilia. César comprendió que aquél era el modo que tenía Pompeyo de evitar que le oyesen a escondidas, así que se colocó al lado del Gran Hombre para escuchar lo que decía mientras la horda de clientes permanecía, con los ojos brillantes y muertos de curiosidad, demasiado lejos como para poder oír una palabra.

—¿Y si alguno sabe leer los labios? —preguntó César.

—¡Vuelves a estar de broma!

—No exactamente. Pero no estaría de más que les diéramos la espalda y fingiéramos que estamos orinando en el corredor central de la basílica Emilia.

Aquello fue demasiado; Pompeyo hasta lloró de risa. Sin embargo, cuando se calmó, César observó que se volvía lo suficientemente de espaldas a sus clientes como para quedar de perfil a ellos y que movía los labios de manera tan furtiva como un vendedor de pornografía en el Foro.

—De hecho —cuchicheó Pompeyo—, tengo un buen individuo entre los candidatos de este año.

—¿Aulo Gabinio?

—¿Cómo lo has adivinado?

—Es natural de Picenum, y formaba parte de tu personal privado en Hispania. Además es un buen amigo mío. Fuimos juntos tribunos militares de categoría
junior
en el asedio de Mitilene. —El rostro de César adquirió un matiz irónico—: A Gabinio tampoco le caía simpático Bíbulo, y con los años no se ha hecho precisamente simpatizante de los
boni
, que digamos.

—Gabinio es un individuo excelente, uno de los mejores que conozco —le aseguró Pompeyo.

—Y extraordinariamente capaz.

—Eso también.

—¿Qué va a legislar él para ti? ¿Despojará del mando a Lúculo y te lo entregará en bandeja de oro?

—¡No, no! —respondió bruscamente Pompeyo—. ¡Es demasiado pronto para eso! Primero necesito una breve campaña para calentar los músculos.

—Los piratas —aseveró César al instante.

—¡Acertaste otra vez! De los piratas se trata.

César dobló la rodilla derecha para plegar la pierna contra la columna que tenía a su lado y puso cara de que entre ellos no estuviera teniendo lugar otra cosa que una agradable charla acerca de los viejos tiempos.

—Te aplaudo, Magnus. Eso no sólo es muy inteligente, sino también muy necesario.

—¿No te impresiona Metelo Pequeña Cabra de Creta?

—Ese hombre es un tonto testarudo, y venal por añadidura. No parecía cuñado de Verres para nada… y en más de un aspecto. Con tres excelentes legiones apenas consiguió ganar una batalla en tierra contra veinticuatro mil cretenses desorganizados y sin instrucción militar a los que conducían hombres que eran marineros más que soldados.

—Terrible —dijo Pompeyo moviendo la cabeza con aire lúgubre—. Y yo te pregunto, César, ¿de qué sirve librar batallas en tierra cuando los piratas operan en el mar? Está muy bien decir que lo que hace falta erradicar son sus bases en tierra, pero a menos que se les capture en el mar no se podrá destruir su medio de vida: sus barcos. El arte de la guerra naval moderna no es como en Troya, no se les puede quemar los barcos cuando están varados en la orilla. Mientras la mayor parte de los piratas le mantienen a uno a raya lejos, el resto forma tripulaciones de reducido número de miembros y se lleva la flota a otra parte.

—Sí —dijo César moviendo la cabeza afirmativamente—, todo el mundo ha cometido el mismo error hasta el momento, desde ambos Antonios hasta Vatia Isáurico. Quemar aldeas y saquear pueblos. Para esa tarea hace falta un hombre con verdadero talento para la organización.

—¡Exactamente! —gritó Pompeyo—. ¡Y yo soy ese hombre, te lo prometo! Si mi voluntaria inercia del último par de años no ha servido para otra cosa, por lo menos me ha proporcionado tiempo para pensar. En Hispania me limité a bajar los cuernos y cargué ciegamente para entrar en batalla. Lo que debería haber hecho es idear el modo de ganar la guerra antes de sacar un pie de Mutina. Tendría que haberlo investigado todo de antemano, no sólo el modo de abrir una ruta nueva a través de los Alpes, de ese modo habría sabido cuántas legiones necesitaba, cuántos hombres a caballo, cuánto dinero en mis arcas de guerra… y habría aprendido a entender a mi enemigo. Quinto Sertorio era un hombre que tenía una táctica brillante. Pero, César, las guerras no se ganan sólo a base de táctica. ¡La estrategia es la clave!

—¿Así que has estado haciendo los deberes acerca de ese asunto de los piratas, Magnus?

—Desde luego que sí. Y de forma exhaustiva. He estudiado todos y cada uno de los aspectos, desde el mayor hasta el más pequeño. Mapas, espías, barcos, dinero, hombres. Sé muy bien cómo llevar a cabo el trabajo —dijo Pompeyo mostrando una clase de confianza diferente de la que tenía antes.

Hispania había sido la última campaña del Muchacho Carnicero. En el futuro ya no sería carnicero en ningún aspecto. Así César contempló con gran interés la elección de los diez tribunos de la plebe. Aulo Gabinio sería con toda certeza uno de los elegidos, y desde luego quedó muy arriba en las votaciones, lo cual significaba que sería presidente del nuevo Colegio de los Tribunos de la plebe que entraría en ejercicio el día décimo del próximo mes de diciembre. Como los tribunos de la plebe promulgaban la mayoría de las leyes nuevas, y tradicionalmente eran los únicos legisladores a los que les gustaba ver cambios, todas las facciones poderosas del Senado necesitaban «poseer» por lo menos un tribuno de la plebe. Incluso los
boni
, que utilizaban a sus hombres para bloquear cualquier legislación nueva; el arma más poderosa de que disponían los tribunos de la plebe era el veto, que podían ejercer contra sus compañeros, contra todos los demás magistrados e incluso contra el Senado. Eso significaba que los tribunos de la plebe que pertenecieran a los
boni
no se encargaban de promulgar nuevas leyes, sino de vetarlas. Y, desde luego, los
boni
habían logrado que eligieran a tres de sus hombres: Glóbulo, Trebelio y Otón. Ninguno de ellos era brillante, pero claro, un tribuno de la plebe que perteneciera a los
boni
no necesitaba ser brillante, sino simplemente ser capaz de articular la palabra «¡Vetol».

Pompeyo tenía dos hombres excelentes en el nuevo colegio para perseguir sus fines. Aulo Gabinio quizás careciera, relativamente, de antepasados y fuera un hombre pobre, pero llegaría lejos; César lo sabía ya desde la época dei asedio de Mitilene. Naturalmente, el otro hombre de Pompeyo también era de Picenum: un tal Cayo Cornelio, que no era patricio nada más que por ser miembro de la venerable
gens Cornelia
. Quizás no estuviera tan atado a Pompeyo como lo estaba Gabinio, pero ciertamente no vetaría ningún plebiscito que Gabinio pudiera proponerle a la plebe. Aunque todo esto era interesante para César, el único hombre elegido que le preocupaba no estaba atado ni a los
boni
ni a Pompeyo el Grande. Se trataba de Caro Papirio Carbón, un hombre radical con un hacha propia que blandir.

Desde hacía algún tiempo se le oía decir en el Foro que pensaba acusar al tío de César, Marco Aurelio Cotta, por retención ilegal del botín capturado en Heraclea durante la campaña de Marco Cotta en Bitinia contra el rey Mitrídates, viejo enemigo de Roma. Marco Cotta había regresado triunfal hacia el final de aquel consulado conjunto de Pompeyo y Craso, y entonces nadie había puesto en tela de juicio su integridad. Pero ahora Carbón estaba muy atareado removiendo viejas aguas, y como tribuno de la completamente restaurada plebe estaría investido de poder suficiente especialmente convocado al efecto. Como César amaba y admiraba a su tío Marco, la elección de Carbón le producía gran preocupación.

Contada la última baldosa a modo de papeleta, los diez hombres victoriosos se pusieron de pie en los rostra para agradecer las aclamaciones; luego César dio media vuelta y regresó a su casa caminando despacio. Estaba cansado: demasiado poco sueño, demasiada Servilia. No habían vuelto a verse hasta el día después de las elecciones en la Asamblea Popular, hacía unos seis días, y, como era de esperar, ambos tenían algo que celebrar. A César lo habían elegido conservador de la vía Apia. «Qué demonios te ha entrado para asumir ese trabajo? —le había preguntado en tono exigente Apio Claudio Pulcher, atónito—. Es la carretera de mi antepasado, pero yo no soy tan tonto. Te arruinarás en un año.» El presunto hermano de Servilia, Cepión, había salido elegido como uno de los veinte cuestores. La suerte le había proporcionado un destino dentro de Roma en calidad de cuestor urbano, lo cual significaba que no tendría que servir en una provincia. Así que se habían reunido con un estado de ánimo lleno de satisfacción y anhelo mutuo, y el día que pasaron juntos en la cama les había resultado tan placentero que ninguno de los dos estuvo dispuesto a posponer otro día como aquél. Se veían a diario para darse un festín de labios, lenguas y piel, y cada vez encontraban algo nuevo que hacer, algo diferente que explorar.

Hasta aquel día, en que las nuevas elecciones habían hecho imposible un encuentro. Y quizás tampoco encontrarían otra ocasión hasta las calendas de setiembre, porque Silano iba a llevarse a Servilia, a Bruto y a las niñas a la costa de Cumae, donde tenía una villa en la que pasaban las vacaciones. Silano también había tenido éxito en las elecciones de aquel año; era pretor urbano para el año siguiente. Aquella importantísima magistratura elevaría también el perfil público de Servilia; entre otras cosas, ella confiaba en que su casa fuera elegida para los ritos exclusivos de mujeres de Bona Dea, en los que las más ilustres matronas de Roma ponían a la buena diosa a dormir para el invierno. Y también era ya hora de que él le comunicara a Julia que había concertado un matrimonio para ella. La ceremonia oficial de compromiso matrimonial no tendría lugar hasta que Bruto vistiese la
toga virilis
, pero las formalidades legales estaban hechas, de manera que el destino de Julia estaba sellado. Por qué había pospuesto aquella tarea cuando tal no había sido nunca su costumbre, era una pregunta que le bullía en el fondo de la mente; le había pedido a Aurelia que le comunicase la noticia a Julia, pero ella, muy rigurosa en cuanto al protocolo doméstico, se había negado a hacerlo. El era el
paterfamilias
; él debía hacerlo. ¡Mujeres! ¿Por qué tendría que haber tantas mujeres en su vida, y por qué creía él que el futuro le reservaba todavía más? Por no decir más problemas por causa de ellas.

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