El olor a pan tostado invade mi estudio. Cierro el ordenador y entro en la cocina, buscando a William, pero se han ido todos. El único rastro de mi familia es una pila de platos amontonados en el fregadero. Lo de «Va a caer, está cayendo…» tendrá que esperar.
Suena el móvil. Antes de mirar, sé que es Nedra. Tenemos una especie de telepatía telefónica muy rara. Cada vez que pienso en Nedra, me llama.
—Acabo de cortarme el pelo —dice—. Kate me ha dicho que parezco Florence Henderson. Y cuando le he preguntado quién diablos es Florence Henderson, me ha respondido que parezco Shirley Jones. ¡Una Shirley Jones paquistaní!
—¿Eso ha dicho? —pregunto, conteniendo la risa.
—Te lo prometo —resopla Nedra.
—¡Qué descaro! Tú no eres paquistaní. Eres india.
Adoro a Kate. Hace trece años, cuando la conocí, supe a los cinco minutos que era ideal para Nedra. Detesto cuando alguien dice que una persona es perfecta para completar a otra; pero en el caso de Kate, es verdad. Es la media naranja que Nedra necesita: una trabajadora social seria, centrada y nacida en Brooklyn, la persona ideal para equilibrar el romanticismo desbocado de Nedra. Todos necesitan a alguien así en su vida. Yo, por desgracia, tengo a demasiada gente así en mi vida.
—¿Te han hecho un corte tipo casco? —pregunto.
—No, me lo han cortado en capas. Me hace el cuello mucho más largo.
Nedra hace una pausa.
—Mierda —dice—. Sí, creo que es un corte tipo casco y ahora parezco un pavo. Y aún peor, parece que me ha salido una chepa como la de Julia Child. Para ser un pavo completo, sólo me faltan las barbillas. ¿Cómo ha podido pasar? No sé cómo he dejado que esa perra de Lisa me convenciera para hacerme esto.
Lisa, nuestra peluquera común, no es ninguna perra, pero más de una vez me ha dado consejos dudosos. Pasó por una desafortunada fase de pelo color burdeos, teñido con henna. ¡Y de flequillo! Las mujeres de cabellera muy espesa jamás deberían llevar flequillo. Ahora me corto siempre el pelo a la altura de los hombros, con unas cuantas capas que me enmarcan la cara. En un buen día, me dicen que parezco la hermana mayor de Anne Hathaway; en un mal día, me dicen que parezco la madre de Anne Hathaway. «Haz lo mismo que la última vez» son las instrucciones que le doy siempre a Lisa. Encuentro que esa filosofía funciona bien en muchas circunstancias: en la cama, a la hora de pedir café con leche de soja en Starbucks y cuando ayudo a Peter/Pedro con los deberes de álgebra. Sin embargo, no es manera de vivir.
—Hice algo. O más bien lo estoy haciendo. Algo que no debería —confieso.
—¿Queda algún rastro documental? —pregunta Nedra.
—No. Sí. Tal vez. ¿Cuenta el correo electrónico?
—¡Claro que cuenta el correo electrónico!
—Estoy participando en una encuesta. Una encuesta anónima. Sobre el matrimonio en el siglo veintiuno —susurro al teléfono.
—El anonimato no existe. No existe en el siglo veintiuno, y menos aún en internet. ¿Por qué diablos lo estás haciendo?
—No lo sé. ¿Quizá porque pensé que me lo iba a pasar de miedo?
—En serio, Alice.
—De acuerdo. Supongo que me pareció que había llegado el momento de hacer balance.
—¿Balance de qué?
—Hum… De mi vida. De mi vida con William.
—¿Qué? ¿Estás pasando por una crisis de la edad o algo?
—¿Por qué todos me preguntáis lo mismo?
—Contesta a la pregunta.
Suspiro.
—Tal vez.
—Lo único que conseguirás con eso es sufrir, Alice.
—¿Tú nunca te preguntas si todo va bien, pero no sólo en la superficie, sino también en el fondo?
—No.
—¿De verdad?
—De verdad, Alice. No me lo pregunto, porque sé que todo va bien. ¿No te pasa a ti lo mismo con William?
—Estamos muy ocupados. Es como si los dos fuéramos una de las muchas cosas que el otro tiene que hacer a lo largo del día, y como si ambos tratáramos de cumplir lo antes posible para no pensar más sobre ello. ¿Te parece muy horrible lo que digo?
—¿Es así?
—A veces.
—A ver, Alice. Hay algo más que no me has dicho. ¿De dónde viene todo esto?
Pienso en explicarle a Nedra lo de que este año es mi punto crítico; pero, sinceramente, por muy amigas que seamos, ella no ha perdido a su madre y no puede entenderme. Nunca he hablado mucho de mi madre con ella. Lo guardo para las Abejas Parlanchinas, un grupo de apoyo para superar el duelo, del que soy miembro desde hace quince años. Aunque últimamente no las he visto, las tengo a todas (Shonda, Tita y Pat) en Facebook. Ya sé que el nombre del grupo es un poco raro. Al principio nos llamábamos «las Mamas Abejas», después pasamos a ser «las Abejas Incansables» y al final, sin saber muy bien cómo, acabamos siendo «las Abejas Parlanchinas».
—Es sólo que a veces me pregunto si podremos seguir así cuarenta años más. Cuarenta años es mucho tiempo. ¿No te parece que merece la pena examinarlo, ahora que llevamos casi veinte años juntos? —pregunto.
—¡Olivia Newton John! —grita Kate al fondo—. A ella quería decirte que te pareces. ¡En el álbum «Physical»!
—Según mi experiencia, lo que merece la pena vivir es lo que no te paras a examinar —dice Nedra—. Eso, si quieres que tu pareja y tú seáis felices y comáis perdices. Alice, corazón, ahora tengo que ver si puedo hacer algo con este casco espantoso. Aquí viene Kate con unas horquillas.
Oigo a Kate que desafina terriblemente mientras canta
I Honestly Love You
, de Olivia Newton John.
—¿Me haces un favor? —dice Nedra—. Cuando me veas, no me digas que parezco Rachel, la de «Friends». Y yo te prometo que hablaremos más adelante del matrimonio en el siglo diecinueve.
—En el siglo veintiuno.
—Es lo mismo. Besos.
1221. No lo era, hasta que vi la película sobre el telescopio Hubble en el Imax 3-D.
22. El cuello.
23. Los antebrazos.
24. Cuando lo vi, sólo pensé que era alto. Las piernas apenas le cabían debajo del escritorio. Aquello fue cuando todavía no se había inventado la ropa informal para ir a trabajar y todo el mundo iba de punta en blanco a la oficina. Yo llevaba una falda tubo y zapatos de tacón. Él, traje de raya diplomática y corbata amarilla. Era de piel clara, pero tenía el pelo liso y muy oscuro, casi negro, y todo el tiempo le caía encima de los ojos. Parecía un Sam Shepard joven: todo ensimismado y meditabundo.
Yo me moría de nervios, pero intentaba que no se me notara. ¿Por qué no me había dicho Henry (mi primo Henry, que me había conseguido la entrevista porque jugaba con William a fútbol) que era tan guapo? Yo quería que se fijara en mí, pero que se fijara de verdad, en todo el sentido de la palabra, aunque me daba cuenta de que era peligroso, de que era inescrutable, de que era difícil de alcanzar y, sobre todo, de que ya estaba pillado: encima del escritorio había una foto suya al lado de una rubia preciosa.
Cuando estaba tratando de explicarle por qué una graduada en teatro con especialización secundaria en dramaturgia aspiraba a trabajar de redactora en una agencia de publicidad, lo cual me exigía un esfuerzo notable de deformación de la verdad («porque es un trabajo de veras, porque el teatro no da para vivir y porque tengo que hacer algo para mantenerme mientras cultivo mi arte y me da igual tener que redactar anuncios estúpidos de detergente»), me interrumpió.
—Henry me dijo que habías estudiado en Brown, pero aquí pone que fuiste a la Universidad de Massachusetts.
Maldito Henry. Intenté explicárselo. Empecé a contarle mi vieja historia de que la UMass era una tradición familiar, lo cual era mentira. La verdad es que la Universidad de Massachusetts me concedió una beca completa y la Universidad Brown, sólo media, y mi padre no podía pagar ni siquiera la mitad de la matrícula de Brown. Pero entonces él me interrumpió con un gesto y me sentí avergonzada, como si lo hubiera decepcionado.
Me devolvió el curriculum, que me apresuré a romper en cuanto salí de la entrevista, convencida de que lo había estropeado todo. Al día siguiente, había un mensaje suyo en mi contestador:
—Empiezas el lunes, Brown.
13De
: Casada 22Enviado el
: 10 de mayo, 05.50Para
: Investigador 101Asunto
: RespuestasInvestigador 101:
Espero estar haciéndolo bien. Me preocupa que algunas de mis respuestas sean quizá más largas de lo que ustedes querrían, y pienso que tal vez preferirían una encuestada que se ciñera más al asunto y respondiera «sí», «no», «a veces» y «puede ser». Pero el problema es que nadie me hace nunca este tipo de preguntas. Nunca me preguntan estas cosas. Todos los días me hacen preguntas normales para una mujer de mi edad: por ejemplo hoy, cuando traté de pedir cita para el dermatólogo, lo primero que me preguntó la recepcionista fue que si tenía algún lunar sospechoso. Entonces me dijo que la primera hora disponible era dentro de seis meses. Después me preguntó mi fecha de nacimiento. Cuando le dije el año, me preguntó si estaba interesada en hablar con el médico sobre la posibilidad de someterme a un tratamiento con inyectables, una vez que me hubiera examinado los lunares. Y me dijo que, de ser así, el doctor podía recibirme la semana próxima, y me preguntó si me parecía bien el jueves. Ése es el tipo de preguntas que me hacen, el tipo de preguntas que preferiría que no me hicieran. Supongo que lo que intento decir es que estoy contenta de participar en el estudio.
Un cordial saludo,
Casada 22
De
: Investigador 101Enviado el
: 10 de mayo, 09.46Para
: Casada 22Asunto
: RespuestasCasada 22:
Cuando expresa su preocupación por dar respuestas demasiado largas, deduzco que se refiere a la pregunta número veinticuatro. A decir verdad, se lee como una pequeña escena teatral, con todos sus diálogos. ¿Era lo que pretendía?
Atentamente,
Investigador 101
De
: Casada 22Enviado el
: 10 de mayo, 10.45Para
: Investigador 101Asunto
: RespuestasInvestigador 101:
No estoy segura de que fuera eso lo que pretendía. Creo que ha sido más que nada la fuerza de la costumbre. Antes escribía obras de teatro y tengo la tendencia a ordenar mis pensamientos en escenas. Espero no estar haciéndolo mal.
Casada 22
De
: Investigador 101Enviado el
: 10 de mayo, 11.01Para
: Casada 22Asunto
: RespuestasCasada 22:
No hay una manera correcta y otra incorrecta de responder a las preguntas, siempre que responda con sinceridad. A decir verdad, su respuesta al punto veinticuatro me pareció muy interesante.
Saludos,
Investigador 101
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—Nos están robando —le susurro a Nedra por teléfono—. ¡Nos están robando la moto!
Nedra suspira.
—¿Estás segura?
—Segurísima.
—¿Cómo de segurísima?
No es la primera vez que Nedra recibe una llamada mía de este tipo.
Una vez, hace unos años, mientras yo estaba haciendo la colada en el sótano, el viento abrió la puerta delantera y la estrelló de un golpe contra la pared. En mi defensa, debo decir que sonó como un disparo. Estaba segura de que alguien se disponía a robarme, mientras yo decidía si una carga de ropa blanca realmente necesitaba suavizante. Los robos no son del todo inusuales en nuestro barrio. En Oakland son una realidad con la que debemos convivir, igual que los terremotos o los tomates ecológicos a diez dólares el kilo.
Presa del pánico, se me ocurrió la estupidez de gritar:
—¡Estoy llamando a mi abogada!
Como nadie me respondió, añadí:
—¡Y tengo nunchakus!
De hecho, le había comprado unos a Peter, que hacía poco que se había apuntado a un curso de taekwondo. (Lo dejó dos semanas después, sin decirme nada, cuando se dio cuenta de que era un deporte de contacto. Entonces, ¿para qué quería los nunchakus? Por lo visto, había pensado que era «taichí» y no «taekwondo». ¿Acaso era culpa suya que tantas disciplinas orientales tuvieran nombres parecidos?). Tampoco obtuve respuesta.
—¡Los nunchakus son dos palos conectados por una cadena que la gente usa para hacer daño a los demás… haciéndolos girar por el aire… muy rápido! —grité.
Ni un sonido en la planta baja. Ni un solo paso, ni siquiera un crujido en el suelo de parquet. ¿Me habría imaginado el estruendo? Llamé a Nedra por el móvil y la obligué a permanecer en la línea durante la siguiente media hora, hasta que el viento cerró la puerta de golpe y entonces comprendí lo idiota que había sido.
—Te juro que esta vez no es una falsa alarma —le digo.
Nedra es como un médico de urgencias. Cuanto más terrorífica es la situación, mayores son su calma y su serenidad.
—¿Estás a salvo?
—Estoy dentro de casa y las puertas están cerradas con llave.
—¿Dónde está el ladrón?
—Fuera, en la entrada del garaje.
—Entonces, ¿por qué me llamas a mí? ¡Llama al 911!
—Esto es Oakland. La policía tardaría cuarenta y cinco minutos en llegar.