Bunny se ha esforzado por mantener el contacto conmigo todos estos años, pero yo no he retribuido demasiado sus esfuerzos. Estaba avergonzada. Había dejado mal paradas a Bunny y a su compañía, además de desaprovechar mi gran oportunidad.
La llamada de Bunny tiene que ser algo más que una casualidad afortunada. Quiero conectar con ella, quiero que vuelva a estar en mi vida de alguna manera.
Cojo el teléfono y marco el número con nerviosismo. Suena dos veces.
—¿Diga?
—¿Bunny? ¿Eres tú, Bunny?
Un silencio y entonces:
—¡Alice, corazón! Estaba deseando recibir tu llamada.
He tardado unos días en reunir el coraje para ver el vídeo de KKM. Cuando me siento delante del portátil, dispuesta a pulsar el «Play», se me ocurre que estoy a punto de cruzar un límite. El corazón me late desbocado, igual que cuando llamé a Kelly. Pensándolo bien, fue entonces cuando realmente empecé a cruzar el límite, cuando empecé a comportarme como la madre de William y no como su mujer. Si mi corazón supiera código morse y pudiera enviar un mensaje, me estaría diciendo: «¡Alice, pedazo de espía entrometida, borra ese archivo ahora mismo!» Pero como no sé morse, aparto esos pensamientos y pulso el «Play».
La cámara se mueve hasta enfocar una mesa a cuyo alrededor hay dos mujeres y dos hombres sentados.
—Un segundo —dice Kelly Cho. La imagen se hace borrosa y después la mesa vuelve a quedar enfocada—. Ya está.
—Cialis —dice William—. Elliot Ritter, cincuenta y seis años; Avi Schine, veinticuatro; Melinda Carver, veintitrés; Sonja Popovich, cuarenta y siete. Gracias por venir. Habéis visto el anuncio, ¿verdad? ¿Qué os ha parecido?
—No lo entendí. ¿Por qué están los dos en bañeras separadas si el tipo tiene una erección de cuatro horas? —pregunta Avi.
—No tiene una erección de cuatro horas. Si tuviera una erección de cuatro horas, estaría en una ambulancia de camino al hospital. En el anuncio hay que expresar claramente las precauciones —responde William.
Melinda y Avi se miran con lujuria. Bajo la mesa, la mano de ella busca el muslo de él y lo aprieta.
—¿Sois pareja? —pregunta William—. ¿Son pareja? —susurra entre dientes.
—No han dicho que fueran pareja —dice Kelly.
William debe de llevar puesto un pinganillo y Kelly está en la habitación contigua, al otro lado del espejo espía, observando y escuchando.
—Mmsí. Pero bueno, ¿cómo llegaron las bañeras a la montaña? —pregunta Avi—. ¿Quién las cargó hasta ahí arriba? Es lo que quiero saber.
—Eso se llama «suspensión de la incredulidad» —dice Elliot—. A mí me gustan las bañeras. A mi mujer también.
—¿Podrías decirme por qué, Elliot? —pregunta William.
—A veces los otros anuncios son demasiado bastos —responde Elliot.
—Éste es mejor que el del hombre que lanza el balón de fútbol americano, o el del tren. ¡Por favor! Son insultantes. Una vagina no es un columpio fabricado con un neumático, ni tampoco un túnel. Bueno, quizá un túnel sí —dice Melinda.
—Entonces, ¿tu mujer prefiere los anuncios de Cialis, Elliot? —pregunta William.
—Ella preferiría que yo no tuviera disfunción eréctil —contesta Elliot—, pero como tengo problemas en ese aspecto, sí, debo decir que encuentra los anuncios de Cialis más aceptables que el resto.
—Sonja, todavía no has opinado. ¿Qué te parece el anuncio? —pregunta William.
Sonja se encoge de hombros.
—De acuerdo, está bien. Ya te lo preguntaré más adelante —dice William—. Veamos, Avi. Tienes veinticuatro años y eres usuario de Cialis. ¿Por qué?
—Te sugeriría que no lo llamaras «usuario» —dice Kelly.
Avi mira a Melinda y ella sonríe con timidez.
—¿Por qué no? —replica Avi.
—¿Tienes algún tipo de disfunción?
—¿Te refieres a lo de ahí abajo? —Avi se señala la entrepierna.
—Sí… —suspira William.
—¿Tengo pinta de tener problemas, colega? Lo tomo para estar todavía mejor.
—¿Te importaría explicar un poco más…, colega?
Avi se encoge de hombros, reticente a dar más detalles.
—Muy bien. ¿Cuántas veces a la semana tenéis relaciones sexuales?
—Cuántas veces al día, querrás decir —corrige Melinda—. Dos. A veces tres, los fines de semana. Pero por lo menos dos.
William no consigue disimular el tono de escepticismo.
—Vaya —reacciona—. ¿Tres veces al día?
Elliot parece estupefacto; Sonja, hundida. Y yo siento unas ligeras náuseas.
—Haz que siga hablando —sugiere Kelly—. Necesitamos detalles.
A mí no me parece una locura. Cuando teníamos veinte años, William y yo llegamos a hacerlo tres veces al día: una vez el día de George Washington y otra vez el día de Yom Kipur.
—Sí, colega, tres veces al día —responde Avi en tono irritado—. ¿Por qué iba a mentir? Nos pagáis para decir la verdad.
—Muy bien. Entonces, ¿cuántas veces a la semana tomas Cialis?
—Una. Por lo general, los viernes por la tarde.
—¿Por qué Cialis y no Viagra?
—Por las horas. Treinta y seis horas. Haz el cálculo tú mismo.
—¿Cómo conseguiste la receta? —pregunta William.
—Le dije a mi médico que tenía problemas ahí abajo.
—¿Y te creyó?
Avi se echa atrás en la silla.
—Pero ¿a ti qué mosca te ha picado?
William hace una pausa y recurre a una pregunta estándar.
—Si Melinda fuera un coche, ¿qué coche sería?
Es cierto que a William le pasa algo raro. La voz ni siquiera parece la suya.
Avi no dice nada. Se limita a mirar fijamente a la cámara con expresión desafiante.
—Déjalo ya —dice Kelly—. Te lo estás poniendo en contra.
—A ver, déjame que adivine —prosigue William—. Un Prius. Pero un Prius con todos los extras: tres con nueve litros a los cien kilómetros, sistema de llave inteligente, Bluetoooth y asientos abatibles.
—William —le advierte Kelly.
—Para poder follártela tres veces al día.
Todos guardan silencio, pasmados. Entonces Kelly entra precipitadamente en la sala.
—¡Muy bien! ¡Vamos a tomarnos un descanso! —exclama—. Encontraréis refrescos y galletas en el vestíbulo.
La grabación se interrumpe abruptamente y después, quizá unos segundos más tarde, la cámara se mueve hasta enfocar la mesa vacía.
—No puedo creerme que hayas dicho «follártela».
—El tipo es un cretino —dice William.
—Eso no importa. Es el cliente.
—Sí, y nosotros le pagamos para que sea el cliente. Además, los varones de poco más de veinte años no son nuestra población diaria.
—Incorrecto. El treinta y seis por ciento de los nuevos usuarios son varones de entre veinte y veinticinco años. Quizá yo debería moderar la reunión.
—No, lo haré yo. Diles que vuelvan.
Los dos hombres y las dos mujeres entran de nuevo en la sala, con coca-colas y coca-colas
light
en la mano.
—Elliot, ¿cuántas veces al mes tienes relaciones sexuales? —pregunta William.
—¿Con o sin Cialis?
—Lo que tú prefieras.
—Sin Cialis, ninguna. Con Cialis, una vez a la semana.
—Entonces, ¿te parecería correcto decir que Cialis ha mejorado tu vida sexual?
—Sí.
—¿Lo habrías probado si no padecieras una disfunción eréctil?
Elliot parece asombrado.
—¿Por qué iba a probarlo?
—Como Avi. ¿Lo tomarías con fines recreativos?
—Con fines recreativos juego al croquet. O al minigolf. Hacer el amor no es un pasatiempo. El amor no es un batido de fresa que nunca se acaba, en un vaso que se llena mágicamente. El vaso lo tienes que llenar tú. Es el secreto del matrimonio.
—Sí, hombre. Llévale el vaso a tu mujer y ya verás cómo te lo llena de batido de fresa —dice Avi.
Elliot lo mira con desprecio.
—Por algo se llama «hacer» el amor.
Avi pone los ojos en blanco.
—Es bonito lo que dice —interviene Melinda—. ¿Por qué no hacemos el amor?
—Hazle una pregunta a Sonja —dice Kelly.
Sonja Popovich parece desinflada, como si se le hubiera olvidado tomar sus medicinas. Cuarenta y siete años. Tiene tres años más que yo, pero parece mucho mayor. No, parece más joven que yo. No, yo parezco más joven que ella. Siempre estoy con este juego. Sinceramente, ya no soy capaz de calcular la edad de nadie.
—¿Se puede fumar aquí dentro? —pregunta Sonja.
—No me parece aconsejable. Podría saltar algún tipo de alarma —dice William.
Sonja sonríe.
—En realidad, no fumo mucho. Soy una fumadora ocasional.
—Yo también —dice William.
¿Desde cuándo William es fumador ocasional?
—Entonces, ¿estás aquí porque tu marido padece disfunción eréctil?
—No, porque la disfunción eréctil la padezco yo.
—Ponle cara de interés, para que continúe —aconseja Kelly.
—Aborrezco los anuncios de Cialis. Y los de Viagra. Y los de Levitra.
—¿Por qué?
—Cuando tu marido llega a casa y te dice «Hola, cariño, buenas noticias: vamos a pasarnos treinta y seis horas seguidas en la cama», no es motivo de celebración, créeme.
—En realidad, Cialis no ofrece treinta y seis horas seguidas de sexo, sino un mejor riego sanguíneo en las zonas… —empieza William.
—Si me ofreciera treinta y seis segundos, yo estaría encantada.
—¿En serio? —interviene Avi.
—Sí, en serio —dice Sonja, con expresión crispada. Una lágrima grande y gorda le rueda por la mejilla.
—Eso es muy triste —dice William.
—¡No le digas eso! —susurra Kelly.
—Treinta y seis segundos. Lo siento, pero es muy triste —dice William—. Triste para tu marido, quiero decir. Supongo que para ti estará bien.
—¡Ay, Dios! —dice Kelly.
Sonja ha empezado a llorar.
—¿Alguien puede darle un pañuelo? Tómate tu tiempo, Sonja —dice William—. No era mi intención hacerte sentir mal. Es sólo que tu respuesta me ha sorprendido.
—A mí también me sorprende. ¿No crees que me sorprende? No sé qué ha pasado —dice, enjugándose las lágrimas—. Antes me encantaba el sexo. Me gustaba de veras. Pero ahora me parece… no lo sé… una tontería. Cada vez que lo hacemos, me siento como una alienígena que nos mira desde fuera y piensa: «¡Ah, entonces es así como procrean las formas de vida inferiores que sólo usan el diez por ciento de la materia cerebral! ¡Qué raro! ¡Qué sucio! ¡Qué embrutecedor! ¡Mira qué caras tan feas ponen! ¡Y esos ruidos! Los golpeteos, las palmaditas, los ruiditos de succión…»
—Esto no nos sirve para nada. Córtala —dice Kelly—. Cambia de tema. Pregúntale qué le han parecido las bañeras.
—¿Con qué frecuencia tenéis relaciones sexuales? —pregunta William.
Sonja levanta la vista con la cara desfigurada por las lágrimas y no dice nada.
—¿Con qué frecuencia te gustaría a ti tener relaciones sexuales?
—Nunca.
—Esto no es una sesión de terapia —dice Kelly—. Es un grupo de discusión para nuestro cliente. Esta mujer no es representativa de nuestra población diaria. Córtala de una vez.
—¿Te gustaría no sentirte así?
Sonja asiente.
—Si no te sintieras así, ¿con qué frecuencia piensas que te gustaría tener relaciones sexuales? ¿Cuántas veces al año?
—¿Veinticuatro? —dice.
—Veinticuatro. ¿Dos veces al mes?
—Sí, dos veces al mes me parecería bien. Me parece normal. ¿A vosotros también os parece normal?
—¿Normal? ¡Lo harías una vez al mes más que yo! —responde William.
—¡Basta ya! ¡Termina de una vez! —dice Kelly.
Contengo una exclamación de sorpresa. ¿Mi marido les ha anunciado a todo el grupo de discusión y a sus compañeros de trabajo la frecuencia con la que mantenemos relaciones sexuales?
—Si nos lo preguntan, mi mujer y yo decimos que lo hacemos una vez a la semana, como la mayoría de las parejas casadas que conocemos, que en realidad también lo hacen una vez al mes —explica William.
—Voy a apagar la cámara —amenaza Kelly.
—No creo que el nuestro sea un matrimonio asexuado —prosigue William—. Lo llamaría «asexuado» si lo hiciéramos cada seis meses o una vez al año. Pero antes era «buen momento» mucho más a menudo que ahora —dice William.
—Lo siento mucho —dice Elliot.
—¡Dime que nosotros no estaremos así dentro de veinte años! —exclama Melinda.
—Jamás —le asegura Avi—. Eso nunca nos pasará a nosotros, cariño.
—Siempre es buen momento. Lo que me mata es eso: que sea siempre. Eso no es libertad, al menos para la mujer. Es una amenaza constante —dice Sonja—. Es una alerta roja por erección.
—¿Te puedo hacer una pregunta más? —dice William.
—Sí, desde luego —responde Sonja.
—¿Crees que la mayoría de las mujeres de tu edad se sienten como tú?
Sonja reprime un sollozo.
—Sí.
Pulso el botón de pausa y apoyo la cabeza en la mesa, deseando poder rebobinar los últimos diez minutos de mi vida. ¿Por qué, por qué, por qué habré visto ese vídeo? Me siento avergonzada por haber actuado a espaldas de William, enfadada por su descaro y su falta de profesionalidad (la norma número uno de todo moderador de grupos es no revelar información personal); humillada por su anuncio público de que tenemos un matrimonio sin sexo (lo cual no es cierto, porque lo hacemos una vez a la semana, bueno, quizá una vez cada dos o tres semanas, bueno sí, incluso una vez al mes algunas temporadas); preocupada por la posibilidad de que esté tomando algún tipo de fármaco sin decirme nada; atemorizada porque el fármaco sea Cialis y dentro de poco venga a anunciarme que gracias a la medicina moderna podemos hacerlo tres veces al día en un plazo de treinta y seis horas, y sobre todo, entristecida porque me he visto un poco reflejada en las dos mujeres: en Melinda, que bebe los vientos por su novio, y en Sonja, para quien nunca es buen momento. Las dos son un poco yo misma.
Dime, Alice Buckle, ¿qué coche serías tú, si fueras un coche?
Fácil. Un Ford Escape, un híbrido. Sin ningún extra. Muy usado, con el parachoques arañado y picaduras en todas las puertas. Con un misterioso olor a manzanas podridas en las alfombrillas del suelo, pero seguro. Un coche con tracción a las cuatro ruedas, muy bueno para la nieve, pero totalmente desperdiciado, porque su propietario vive en una ciudad donde la temperatura casi nunca baja de los cinco grados.
Y ahí precisamente está el problema.