William se aparta el pelo de los ojos, en un gesto que conozco muy bien, y por un momento veo al hombre joven que fue, el día que lo conocí, en aquella entrevista de trabajo. Todo está en colisión: el pasado, el presente y el futuro. Aprieto a
Jampo
con tanta fuerza que chilla. Quiero decirle algo a William, alguna cosa que le haga tenderme la mano para evitar que cruce la frontera.
—No tardes mucho.
—No tardaré —dice William, que otra vez tiene el mando a distancia en la mano.
Esa noche, duerme en el sofá.
70John Yossarian añadió un Juego: Pistas.
Lucy Pevensie vive en: Tación de Invitados.
¿Cómo fue el aniversario, Casada 22?
Confuso.
¿Por mi culpa?
Sí.
¿Qué puedo hacer?
Dígame su nombre.
No puedo.
Supongo que tiene un nombre tradicional, como Charles o James. O quizá un poco más moderno, como Walker.
Comprenderá que todo cambiaría si nos dijéramos nuestros nombres. Es fácil confiarnos a un desconocido, pero es mucho más difícil decir la verdad a alguien que conocemos.
Dígame su nombre.
Todavía no.
¿Cuándo?
Pronto. Lo prometo.
7173. Sí, fue diferente con Peter. Después del parto, cuando ya me habían aseado y me habían dejado dormir unas horas, me lo trajeron. Era de madrugada. William se había ido a casa, para estar con Zoé. Le retiré la manta que lo cubría. Era uno de esos bebés que parecen viejecitos arrugados, con lo que quiero decir que era uno de los bebés más lindos que había visto en mi vida (aunque el tamaño de su frente me pareció preocupante).
—Ya estoy odiando a la mujer que se lo lleve —le dije a la enfermera.
74. Felicidad. Agotamiento. Fiesta de bienvenida. Demasiado cansada para limpiar. Demasiado cansada para el sexo. Demasiado cansada para salir a recibir a William cuando vuelve del trabajo. Zoé intenta sofocar a Peter. Peter adora a su hermana, aunque cada día ella encuentra una manera nueva y original para tratar de quitárselo de en medio. Más de cuarenta pañales a la semana. ¿Tres años es demasiado pronto para que una hermana mayor le cambie los pañales a su hermano pequeño? Las tardes en el sofá, con Peter durmiendo sobre mi vientre y Zoé mirando programas de televisión poco apropiados durante cuatro horas. Discusión con mi marido, porque él piensa que el programa de Oprah es poco apropiado para ella y yo no. Blusas manchadas de regurgitaciones de bebé. Cuatro en la familia, de seis de la mañana a siete de la tarde. Tres, de siete de la tarde a diez de la noche. Dos (Peter y yo), de diez de la noche a seis de la mañana. Los libros dicen que no me preocupe: la distancia entre mi marido y yo es sólo temporal. Cuando el bebé cumpla cuatro meses, cuando duerma toda la noche de un tirón, cuando coma sólidos, cuando tenga un año, cuando supere la fase de los dos años, cuando vaya al parvulario, cuando empiece a leer, cuando mejore la puntería cada vez que orina en el baño, cuando se recupere de las ortigas que le han provocado un sarpullido por todo el cuerpo incluido el prepucio, cuando haya aprendido a nadar de espaldas, cuando le hayan puesto la vacuna del tétanos, cuando deje de morder a las niñas, cuando sea capaz de ponerse solo los calcetines, cuando ya no diga que se ha lavado los dientes sin que sea cierto, cuando no haya que cantarle canciones de cuna, cuando vaya al ciclo superior de primaria, cuando entre en la pubertad, cuando anuncie con orgullo que es gay… entonces William y yo volveremos a tener una relación normal. Entonces la distancia entre nosotros desaparecerá milagrosamente.
75. Querido Peter: La verdad es que me preocupé cuando me enteré de que eras un niño. No tenía idea de cómo ser madre de un niño. Pensé que sería mucho más difícil que ser madre de una niña, porque lógicamente yo sabía lo que significaba ser una niña, por el hecho de serlo. Sí, todavía lo soy. La niña vive en mi interior. Creo que la ves de vez en cuando. Es la que entiende el placer de hurgarse la nariz con los dedos (pero, por favor, hazlo en privado y lávate las manos después). Cosas que quizá no sepas o no recuerdes:
1. A los dos años, tuviste una infección terrible de oídos y no parabas de llorar. Yo estaba tan desesperada de verte sufrir que me metí en tu cuna y te abracé hasta que te quedaste dormido. Dormiste diez horas seguidas y no te despertaste ni siquiera cuando se rompió la cuna.
2. Cuando tenías tres años, pusiste sólo dos cosas en tu lista de regalos de Navidad: una patata y una zanahoria.
3. Una cosa graciosa que me dijiste cuando te di raviolis con mantequilla para la cena (se nos había acabado la salsa de tomate): «No me los puedo comer. Estos raviolis no tienen corazón.»
4. Una pregunta sin respuesta que me hiciste una vez mientras doblaba la ropa recién lavada: «¿Dónde estaba yo cuando tú eras pequeña?»
5. Algo que me dijiste que me partió el corazón: «Cuando me muera seguiré siendo tu niño.»
Ser tu madre ha sido un placer increíble. Eres mi estrella más divertida, querida y brillante. Tu madre, que te quiere.
76. Primera parte de la pregunta: No lo sé. Segunda parte: Hasta cierto punto.
—¡Qué bien lo estamos pasando, corazón! ¿No crees? ¿Por qué no lo hacemos más a menudo? —pregunta Nedra.
Nedra me ha convencido para ir a la tienda Mac de la calle Cuatro de Berkeley, a comprar maquillaje, su compra preferida. Dice que ha intentado adaptarse a mi look francés de cara lavada, pero que después de unas semanas, al ver que no empiezo a parecerme a Marion Cotillard (bueno, quizá un poco a Marion en el personaje de Marie Curie), ha decidido que era preciso hacer algo. No me molesto en decirle que me pondré el maquillaje dos días, o quizá tres, y que después lo olvidaré. Ella ya lo sabe, pero no le importa. La verdadera razón por la que me ha invitado a salir de compras es que quiere hacerme sentir culpable hasta que acepte ser su dama de honor. Estoy segura de que acabará llevándome a Anthropologie y me obligará a probarme vestidos.
Apenas ha pasado la hora punta y hay bastante tráfico. Cuando llegamos con el coche a la intersección de University con San Pablo, veo a dos niños en la mediana con algo escrito en un trozo de cartón.
—¡Qué triste! —digo, tratando de leer el cartel, aunque está demasiado lejos—. ¿Distingues lo que dice?
Nedra fuerza la vista.
—Deberías ir al oculista. Estoy cansada de hacerte de intérprete: «Papá está en el paro. Necesitamos ayuda. Canciones gratis. Se aceptan pedidos.» ¡Dios santo! ¡No pierdas la calma, Alice! —dice de pronto, a medida que nos acercamos y los dos niños se metamorfosean en Peter y Zoé.
Inspiro profundamente y bajo el cristal de la ventana. Peter está cantando
Goldrush
, de Neil Young. El conductor de un Toyota, tres coches por delante del nuestro, le tiende un billete de cinco.
—Tienes una voz muy bonita —oigo que le dice—. Siento mucho lo de tu padre.
Pese a mi confusión, el sonido de la voz angelical de Peter me pone al borde del llanto. Es cierto que tiene una voz muy bonita. No la ha heredado de William ni de mí.
Saco la cabeza por la ventana.
—¿Qué demonios estáis haciendo?
Se me quedan mirando con total desconcierto.
—¡Déjelos en paz, señora! ¿Por qué no les da uno de veinte? —me grita una mujer desde el coche que tenemos detrás—. Tiene aspecto de poder permitírselo.
Yo voy en el asiento del acompañante del Lexus de Nedra.
—¡Éste no es mi coche, señora! —le grito a mi vez—. ¡Para que lo sepa, mi coche es un Ford antiguo!
—Nos dijiste que buscáramos trabajo —grita Zoé.
—¡Cuidando niños!
—Estamos en plena recesión, por si no te has enterado. El paro llega al doce por ciento. Ya no hay empleos disponibles. Hay que inventárselos —grita Zoé.
—Tiene razón —dice Nedra.
—Este sitio es fantástico —añade Peter—. Ya tenemos más de cien dólares.
Nos acercamos a la mediana y paramos. El semáforo se pone verde y el aire se llena de iracundos bocinazos. Saco la mano por la ventanilla y hago un gesto a los coches para que nos adelanten.
—¿Cien dólares para quién? Ese dinero lo vais a donar a un comedor de beneficencia. ¡Me muero de vergüenza! —digo con voz sibilante.
Y de miedo. Algún psicópata habría podido meterlos en su coche. Por mucho que quieran parecer mayores, Peter y Zoé siguen siendo unos niños ingenuos que sólo conocen la seguridad del hogar. Tengo que renovarles urgentemente el miedo a los desconocidos.
—¡Pero qué niños tan emprendedores! —exclama Nedra—. No conocía esa faceta vuestra.
—Meteos en el coche —les digo—. ¡Ahora mismo!
Zoé mira el reloj. Lleva un vestido Pucci de segunda mano y unas bailarinas.
—Nuestro turno termina a las doce.
—¿Qué? ¿Tenéis horario para mendigar? —pregunto.
—Es importante estructurarse y llevar un horario —dice Peter—. Lo he leído en el libro de papá:
Cien maneras de motivarte y cambiar tu vida para siempre
.
—Subid al coche, chicos —dice Nedra—. Obedeced a vuestra madre o tendré que seguir viendo su cara lavada y enrojecida durante el resto de mi vida, y será culpa vuestra.
Peter y Zoé se acomodan en el asiento trasero.
—No oléis como vagabundos —dice Nedra.
—Los vagabundos no pueden evitar oler mal —dice Peter—. No pueden llamar a la puerta de cualquier casa y pedir que los dejen darse una ducha.
—Eres muy compasivo —dice Nedra.
—¡Qué bien lo hemos pasado, Pedro! —exclama Zoé, mientras entrechoca los puños con los de Peter.
Ya sabía yo que algún día Zoé me robaría a Peter, cuando empezaran a confiar el uno en el otro y a contarse sus secretos, pero no esperaba que sucediera tan pronto, ni de esta manera.
—¿Podemos volver a casa, por favor? —digo.
Nedra sigue por San Pablo.
—¡¿Alguien me está escuchando?! —exclamo.
Nedra gira a la izquierda por Hearst y, unos minutos después, aparca en la calle Cuatro. Se vuelve hacia el asiento trasero:
—Id a dar una vuelta, chicos, y volved dentro de un rato. Nos encontraremos aquí a la una.
—Pareces cansada, mamá —dice Peter, mientras asoma la cabeza por encima del respaldo de mi asiento.
—Sí, ¿por qué tienes ojeras? —pregunta Zoé.
—Eso lo arreglo yo —dice Nedra—. Ahora, vosotros dos, esfumaos.
—No es como si los hubieras sorprendido fumando crack —dice Nedra, mientras entramos en Mac.
—Te has puesto de su parte. ¿Por qué siempre tienes que ser la más guay?
—¿Y eso qué tiene de malo?
Sacudo la cabeza.
—¿Qué tiene de malo? Dime —insiste.
—Todo —digo—. No lo entenderías. Estás prometida. Eres feliz. Tienes todo lo bueno por delante.
—Tú también tienes muchas cosas buenas por delante —replica Nedra.
—¿Y si no es así? ¿Y si ya he dejado atrás mis mejores tiempos?
—No me digas que esto tiene algo que ver con ese ridículo estudio sobre el matrimonio. Has dejado de chatear con ese investigador, ¿verdad?
Cojo una barra de pintalabios de color berenjena.
—Entonces, ¿qué te pasa? —me pregunta, mientras deja el pintalabios en su sitio—. Este color no es para ti.
—Creo que Zoé padece un trastorno alimentario.
Nedra pone los ojos en blanco.
—Alice, esto te pasa todos los veranos, cuando se acaba el colegio. Te vuelves paranoica. Te vuelves irascible. Eres una persona que necesita estar ocupada.
Asiento y me dejo llevar al mostrador de las bases de maquillaje.
—Veamos… Una crema hidratante con algo de color, no demasiado —dice Nedra—, un poco de rímel y un toque de colorete. Después de eso, iremos un ratito de nada, un ratito mínimo, a Anthropologic, ¿de acuerdo?
Esa noche, Peter se mete en la cama conmigo.
—Pobre mamá —dice, mientras me abraza—. Has tenido un mal día, viendo a tus hijos mendigar por la calle.
—¿No eres demasiado mayor para meterte en la cama de mamá? —le digo, apartándolo, para castigarlo un poquito.
—Nunca —contesta, abrazándome todavía más fuerte.
—¿Cuánto pesas?
—Cuarenta y cinco kilos.
—¿Y cuánto mides?
—Un metro cincuenta y cinco.
—Mientras no peses cincuenta kilos o no llegues al metro sesenta, puedes seguir metiéndote en la cama de mamá. Después, se acabó.
—¿Por qué solamente cinco kilos o cinco centímetros más?
—Porque después ya parecerá un poco raro.
Se queda un momento callado.
—Ah —dice en voz baja, mientras me da palmaditas en el brazo, exactamente como lo hacía cuando era un bebé.
Estaba tan pendiente de mí cuando era pequeño que llegaba a ser agotador. Si me notaba una expresión remotamente preocupada, venía corriendo y me decía: «No pasa nada, mamá. No pasa nada.» Y después me proponía solemnemente: «¿Quieres que te cante una canción?»
—Yo también lo echaré de menos, cariño —le digo—. Pero tendrás que dejar de hacerlo.
—¿Podremos seguir viendo películas juntos en el sofá?
—Claro que sí. Ya he elegido la próxima:
La profecía
. Te encantará la escena en que los animales del zoo se vuelven locos.
Nos quedamos un rato en silencio.
Algo está a punto de acabarse. Me apoyo la mano sobre el corazón, como para impedir que su contenido se derrame.
Lucy Pevensie añadió una foto de perfil.
Bonito vestido, Casada 22.
¿Le gusta? Me lo pondré para mi coronación. Se rumorea que pronto van a nombrarme reina: Lucy la Valiente.
¿Me invitará a su coronación?
Depende.
¿De qué?
¿Tiene ropa apropiada para una coronación? ¿Una capa de terciopelo, preferiblemente de color azul eléctrico?
Tengo una capa, pero es morada. ¿Estaré bien así?
Sí, muy bien. Mi mejor amiga quiere que sea su dama de honor.
Ah. Entonces es un vestido de dama de honor.
Bueno, es el que ella quiere que me ponga. No exactamente ese vestido, claro, sino otro muy parecido.
¿No está exagerando un poco? ¿No se le ha ocurrido pensar que el matrimonio es una especie de trampa como la de su libro?
Las mismas cosas que al principio nos parecieron más seductoras de nuestra pareja (su aire misterioso, su manera de darle mil vueltas a las cosas, su falta de comunicación, su silencio), las cosas que nos resultaron más encantadoras al principio, son las que veinte años después nos desesperan.
Otros participantes en nuestros estudios han hecho observaciones similares.
¿Usted lo ha sentido alguna vez?
No puedo divulgar esa información.
Por favor, divulgue algo, Investigador 101. Cualquier cosa.
No puedo dejar de pensar en usted, Casada 22.