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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (15 page)

–Vilgot, ¿de verdad crees…? –Angustiada, Bodil veía cómo su marido servía una copa generosa de coñac y se la ofrecía a Frans, que empezó a toser convulsamente al primer trago.

–Vamos, vamos, tómatelo con calma, chico, hay que ir dando sorbitos, no apurarlo de un trago.

–Vilgot… –repitió Bodil. A su marido se le ensombreció la mirada hasta volverse casi negra.

–¿Qué haces tú aquí todavía? Tendrás cosas que hacer en la cocina, ¿no?

Por un instante, dio la impresión de que Bodil iba a decir algo. Se volvió hacia Frans, pero el muchacho alzó la copa con gesto triunfal y le dijo con una sonrisa: «¡Salud, madre querida!».

Con las risotadas resonando a su espalda, Bodil se encaminó a la cocina y cerró la puerta tras de sí.

–¿Por dónde iba? –comenzó Vilgot indicándoles que se sirvieran los bocaditos de arenque que había en la bandeja–. Ah, sí, ¿en qué estará pensando el tal Per Albin? ¡Por supuesto que deberíamos intervenir y apoyar a Alemania!

Egon y Hjalmar asintieron. Desde luego, no podían por menos de estar de acuerdo.

–Es una lástima –intervino Hjalmar– que, tal como están las circunstancias actuales, Suecia no pueda defender el ideal sueco con la cabeza bien alta. Casi siento vergüenza de ser sueco.

Todos los caballeros allí reunidos menearon la cabeza, con sentimiento unánime, antes de tomar un trago de coñac.

–Pero, ¿en qué estaré yo pensando? No podemos beber coñac con el arenque. Frans, ¿quieres bajar y traerte unas cervezas frías?

Cinco minutos más tarde se había restablecido el orden y podían regar el arenque con grandes tragos de Tuborg bien fría. Frans había vuelto a sentarse en el sillón, enfrente de su padre, que abrió una de las botellas y se la ofreció al chico. Una amplia sonrisa se dibujó en los labios de Frans.

–Pues sí, yo por mi parte he contribuido con alguna que otra suma en apoyo de la buena causa. Y les recomendaría, señores, que hicieran otro tanto. Es posible que Hitler necesite a todos los buenos amigos que puedan apoyarlo en estos momentos.

–Bueno, los negocios van de maravilla –intervino Hjalmar alzando la botella–. Apenas si tenemos capacidad para exportar todo el metal que nos piden. Dirán lo que quieran de la guerra, pero como negocio, no está nada mal.

–No, y si logramos deshacernos de la plaga de los judíos al tiempo que ganamos dinero, no puede pensarse en una situación mejor. –Egon alargó el brazo en busca de otro bocadito de arenque. La bandeja empezaba a quedar desierta. Dio un bocado y se dirigió a Frans, que escuchaba con suma atención cuanto allí se decía–. Debes estar muy orgulloso de tu padre, muchacho. Ya no quedan muchos como él en Suecia.

–Sí –murmuró Frans muerto de vergüenza al ver que todos le dirigían la atención.

–Debes hacer caso a lo que te diga tu padre, y no prestar oídos a lo que sostienen los poco informados. Debes saber que no corre sangre limpia por las venas de la mayoría de quienes condenan a los alemanes y esta guerra. Mucho tártaro y mucho valón y gente así es lo que abunda por aquí, ¿sabes? Y claro, no es de extrañar que intenten distorsionar los hechos. Pero tu padre sabe cómo es el mundo. Tanto él como nosotros hemos visto cómo los judíos y los extranjeros han intentado hacerse con el control, destruir lo sueco, lo puro. De modo que sí, Hitler está muy bien encaminado, créeme. –Egon se había encendido tanto que salpicaba a todos de migas y saliva. Frans lo escuchaba fascinado.

–Bueno, caballeros, creo que ha llegado el momento de hablar de negocios. –Vilgot estampó la botella en la mesa dando un fuerte golpe con el que consiguió atraer la atención de todos.

Frans se quedó escuchándolos otros veinte minutos. Luego se fue a dormir dando tumbos con pie inseguro. Toda la habitación le daba vueltas cuando se echó en la cama, sin retirar la colcha y completamente vestido. En el salón se oía como un susurro la conversación de los señores. Frans se durmió feliz e ignorante de cómo se sentiría cuando se despertara.

Gösta dejó escapar un hondo suspiro. El verano iba dejando paso al otoño lo que, para él, implicaba en la práctica que sus rondas de golf se verían drásticamente reducidas al mínimo. Cierto que el ambiente aún era cálido y que, en teoría, todavía le quedaba un mes para jugar sin problemas. Pero la experiencia le decía cómo eran las cosas en realidad. En ese mes la lluvia aguaría un par de rondas. Las tormentas arruinarían otras cuantas. Y luego, de un día para otro, la temperatura bajaría de agradable a insoportable. Ese era el inconveniente de vivir en Suecia. Y tampoco es que viese las ventajas que lo compensaran. En todo caso, el arenque fermentado
*
. Pero claro, podía llevarse un par de latas en el equipaje, si decidía mudarse al extranjero. Así tendría lo mejor de esos dos mundos.

Al menos, aquel día reinaba la calma en la comisaría. Mellberg había salido con
Ernst
, y Martin y Paula se fueron a Grebbestad para hablar con Frans Ringholm. Gösta intentó una vez más hacer memoria de dónde habría oído aquel nombre con anterioridad y, para su sorpresa, le hizo clic el cerebro. Ringholm. Así se llamaba el periodista del
Bohusläningen
. Alargó el brazo en busca del periódico que tenía sobre la mesa y buscó hasta que, con aire triunfal, puso el índice en el nombre: «Kjell Ringholm». Un tipo irascible que disfrutaba apretándoles las tuercas a las personas influyentes y a los políticos de la zona. Claro que podía ser una coincidencia, pero se trataba de un apellido poco común. ¿Sería el hijo de Frans? Gösta archivó la información en su cerebro, por si resultaba de utilidad más adelante.

Pero, por el momento, tenía cosas más urgentes que solucionar. Una vez más, suspiró. Con el transcurso de los años, había desarrollado su capacidad para suspirar hasta convertirla en un arte. Quizá debiera esperar a que Martin regresara. De hacerlo así, no sólo se repartirían la carga de trabajo, sino que, además, dispondría de una hora de prórroga, como mínimo, quizá incluso dos, si Martin y Paula decidían almorzar por el camino antes de volver a la comisaría.

Pero, ¡qué puñetas! , pensó Gösta. También sería un alivio haber terminado con ello, en lugar de tenerlo ahí pendiente. Gösta se levantó y se puso la cazadora. Le dijo a Annika adónde iba, cogió uno de los coches del garaje y puso rumbo a Fjällbacka.

En cuanto llamó al timbre, tomó conciencia de lo necio que había sido. Eran poco después de las doce. Naturalmente, los chicos estaban en la escuela. Ya estaba a punto de darse media vuelta cuando la puerta se abrió y en el resquicio apareció Adam, que no paraba de sorberse los mocos. Tenía la nariz enrojecida y, en los ojos, el brillo propio de quienes tienen fiebre.

–¿Estás enfermo? –preguntó Gösta. El chico asintió y confirmó su respuesta con un sonoro estornudo, antes de sonarse en el pañuelo que llevaba en la mano.

–Estoy resfriado –respondió Adam con una voz que, con toda la claridad deseable, indicaba que tenía la nariz completamente taponada.

–¿Puedo entrar?

Adam se hizo a un lado.

–Bajo su responsabilidad –advirtió estornudando de nuevo.

Gösta notó una fina lluvia de saliva con carga vírica que le rociaba la mano; y se secó tranquilamente en la manga de la camiseta. Un par de días de baja por enfermedad no tenían por qué ser mala idea. Aguantaría de buen grado el moqueo con tal de poder quedarse en casa unos días, bien abrigado en el sofá, viendo la grabación del último torneo. Así tendría la posibilidad de estudiar con calma y a cámara lenta el
swing
de Tiger.

–Bi badre no esdá en gasa –dijo Adam.

Gösta seguía al chico hasta la cocina con el ceño fruncido hasta que se le hizo la luz: «Mi madre no está en casa» era, sin duda, la información que Adam quería transmitirle. Le cruzó por la mente alguna que otra cuestión sobre la idoneidad de interrogar a un menor sin la presencia del tutor legal, pero pasó tan rápido como vino. Las normas solían ser un engorro que, en su opinión, obstaculizaban el trabajo. Si Ernst hubiese estado allí, habría contado con todo su apoyo. El agente Ernst, claro, no el perro, precisó Gösta para sí con una risita. Adam lo miró extrañado.

Se sentaron a la mesa de la cocina, que aún presentaba indicios del desayuno. Migas de pan, pegotes de mantequilla, salpicaduras de leche con cacao, allí estaba todo.

–Bien. –Gösta tamborileó con los dedos sobre la mesa, pero se arrepintió enseguida, pues se le llenaron de migas pegajosas. Se limpió la mano en la pernera del pantalón e hizo un nuevo intento.

–Bien. ¿Cómo… has llevado el asunto? –La pregunta sonó extraña incluso a sus oídos. A él no se le daba muy bien hablar ni con jóvenes ni con lo que solían llamar personas traumatizadas. Y no es que creyese demasiado en esas historias. Por favor, si el tipo estaba muerto cuando lo encontraron, no podía constituir ningún peligro. Él había visto a algún que otro moribundo durante sus años de policía, y no por eso había quedado traumatizado.

Adam se sonó y se encogió de hombros.

–¿El qué? Bien, creo. Los de la clase dicen que es una pasada.

–¿Y cómo es que se os ocurrió ir allí?

–Fue idea de Mattias. –Adam pronunciaba «Battias», pero el cerebro de Gösta estaba ya programado para ello y traducía directamente todo lo que decía el muchacho.

–Aquí todos saben que los viejos están pirados y que andan siempre con lo de la Segunda Guerra Mundial y esas cosas, y un chico de la escuela dijo que tenían un montón de cosas chulas en su casa, y Mattias dijo que podíamos entrar y echar un ojo y… –Su locuaz explicación se vio interrumpida por un estornudo tal que Gösta dio un respingo en la silla.

–Es decir, que lo de asaltar la casa fue idea de Mattias –precisó Gösta reconviniendo al muchacho con la mirada.

–Bueno, asaltar, tanto como asaltar… –Adam se retorcía nervioso–. O sea, nosotros no íbamos a robar ni nada por el estilo, sólo queríamos curiosear un poco entre sus cosas. Y creíamos que los dos estaban de viaje, así que pensamos que ni siquiera se darían cuenta de que habíamos estado allí.

–Bueno, sobre ese particular, tendré que creerte –reconoció Gösta–. ¿Y no habíais estado antes en la casa?

–¡No, lo prometo! –exclamó Adam mirando suplicante al policía–. Era la primera vez que íbamos.

–Necesitaría tomarte las huellas dactilares. Para verificar lo que estás diciendo. Y para poder excluirte. No te importa, ¿verdad?

–¡Qué va! –respondió Adam con el entusiasmo en los ojos–. Yo siempre veo
CSI
. Y sé lo importantes que son esas cosas. Descartar gente. Y luego pasáis todas las huellas por el ordenador y así averiguáis quiénes son los otros que han estado allí, ¿verdad?

–Exacto. Así es como trabajamos –asintió Gösta muy serio, aunque por dentro se retorcía de risa. Pasar todas las huellas por el ordenador. Sí, vamos hombre.

Sacó el equipo necesario para tomarle las huellas a Adam: un tampón de tinta y una tarjeta con diez campos donde, con mucho cuidado, fue plasmando una a una las huellas del muchacho.

–Muy bien, eso es –declaró satisfecho una vez que hubo terminado.

–¿Qué hacéis después? ¿Las escaneáis? –preguntó Adam lleno de curiosidad.

–Claro, las escaneamos –afirmó Gösta–. Y luego las contrastamos con la base de datos que decías. Tenemos almacenadas en el ordenador las de todos los ciudadanos suecos. Y algunos extranjeros también. Ya sabes, a través de la Interpol y esas cosas. Estamos conectados con ellos. Con la Interpol, quiero decir. Por enlace directo. Y con el FBI y la CIA.

–¡Qué pasada! –exclamó Adam sin poder ocultar su admiración.

Gösta no paró de reír durante todo el trayecto de regreso.

Fue poniendo la mesa con esmero. El mantel amarillo que tanto le gustaba a Britta. La vajilla blanca con decoración en relieve. Los candelabros que les habían regalado para la boda. Y flores en un jarrón. Britta siempre insistía en ello. Con independencia de la estación, siempre ponía flores en la mesa. Era cliente habitual de la floristería o, al menos, lo había sido. Últimamente era Herman el que se pasaba por allí casi siempre. Y es que él quería que todo fuese como de costumbre. Si todo en su entorno continuaba inalterado, la espiral descendente quizá pudiera retrasarse, si no detenerse del todo.

Lo peor fue al principio. Antes de conocer el diagnóstico. Britta había sido siempre tan ordenada. Nadie comprendía por qué, de repente, no encontraba las llaves del coche, cómo podía equivocarse de nombre al llamar a los niños, por qué no recordaba el número de teléfono de sus amigas de toda la vida. Lo achacaban al cansancio y al estrés. Britta empezó a tomar hierro y complejos multivitamínicos, porque creían que quizá tuviese algún tipo de anemia. Pero no pudieron seguir cerrando los ojos al hecho, algo grave estaba ocurriendo.

El diagnóstico los dejó sin habla un buen rato. Luego, a Britta se le escapó un sollozo. Sólo eso. Un sollozo. Le apretó a Herman la mano con fuerza, y él le correspondió con otro apretón. Ambos comprendían lo que aquello implicaba. La vida que habían compartido durante cincuenta y cinco años iba a cambiar de forma drástica. Paulatinamente, la enfermedad le destrozaría el cerebro, le haría perder todo aquello que constituía la esencia de Britta: sus recuerdos, su personalidad. Un abismo inmenso y profundo se abría ante ellos.

Ya había pasado un año desde entonces. Los buenos ratos eran cada vez menos frecuentes. A Herman le temblaban las manos mientras intentaba doblar las servilletas como Britta. Solía hacerlo en forma de abanico. Pero, pese a que la había visto hacerlo millones de veces, a él no le quedaba bien. Después del cuarto intento, la rabia y la frustración se apoderaron de él y rompió la servilleta en mil pedazos. Trocitos pequeños, muy pequeños, que cayeron despacio sobre el plato. Se sentó en la silla e intentó serenarse. Se enjugó una lágrima que se abrió paso por la comisura del ojo.

Cincuenta y cinco años juntos. Años buenos. Años felices. Claro que habían tenido sus altibajos a veces, como en todos los matrimonios. Pero la base siempre existió. Evolucionaron juntos, Britta y él. Estaba tan increíblemente orgulloso de ella entonces. Antes de que naciera su hija, Herman había juzgado a su mujer como superficial y un poco boba, lo admitía. Sin embargo, desde el día en que tuvo en sus brazos a Anna-Greta, se convirtió en otra persona. Era como si, al ser madre, hubiese adquirido una profundidad de la que antes carecía. Tuvieron tres hijas. Tres bendiciones y el amor de Herman por su mujer fue creciendo con cada una de ellas.

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