Los guías encontraron el campamento del hombre bastante trastornado. Por la mañana los hombres habían descubierto a Rokoff aturdido y ensangrentado dentro de su tienda. Cuando recuperó totalmente el conocimiento y se enteró de que Jane Clayton había desaparecido, la cólera del ruso alcanzó proporciones inconmensurables.
Con el rifle amartillado, se lanzó a recorrer el campamento con una sola idea: abatir a tiros a los centinelas indígenas que permitieron que Jane Clayton eludiera su vigilancia y escapase. Pero unos cuantos hombres blancos, al comprender que se encontraban en una situación harto precaria a causa de las numerosas deserciones que había provocado la crueldad de Rokoff, se abalanzaron sobre éste y le desarmaron.
Llegaron entonces los mensajeros de M’ganwazam, pero apenas habían tenido tiempo de exponer su recado y cuando Rokoff se preparaba ya para abandonar el campamento y ponerse en camino con ellos hacia la aldea, se presentaron otros enviados de M’ganwazam, jadeantes a causa del esfuerzo de la rápida carrera a través de la selva, se acercaron a la fogata, casi sin resuello, y anunciaron que el gran gigante blanco había huido del poblado de M’ganwazam y ya estaba en camino para tomar cumplida venganza de sus enemigos.
La confusión reinante se incrementó todavía más dentro del recinto de la
boma
. El terror se apoderó de los negros pertenecientes al safari de Rokoff ante la idea de que casi tenían encima al gigante blanco que recorría la jungla a la cabeza de una feroz cuadrilla de simios y panteras.
Antes de que los blancos comprendiesen del todo lo que estaba ocurriendo, el supersticioso pánico cerval había impulsado a los indígenas a escabullirse entre la maleza de la jungla —en eso actuaron como un solo hombre porteadores de Rokoff y mensajeros de M’ganwazam—, pero su acelerada prisa no les impidió llevarse todos los objetos de valor a los que pudieron echar mano.
De modo que Rokoff y siete marineros blancos se encontraron en medio de las soledades selváticas, abandonados y desvalijados.
De acuerdo con su proverbial costumbre, el ruso cargó sobre las espaldas de sus compañeros la culpa de todos los sucesos que desembocaron en la casi desesperada situación en que se encontraban, pero los marineros no estaban por la labor de aguantar impertérritos sus insultos y maldiciones.
En mitad de una de aquellas reprimendas, uno de los marineros blancos tiró de revólver y disparó a quemarropa sobre el ruso. La puntería del marinero dejaba mucho que desear, pero la acción puso tal terror en el ánimo de Rokoff que automáticamente dio media vuelta y corrió a refugiarse en su tienda.
Mientras volaba por el campamento como alma que lleva el diablo, su mirada pasó por encima de la
boma
y llegó hasta la linde de la floresta. Lo que vislumbró allí fue como un estoque de hielo que le atravesó el corazón y que le resultaba más aterrador incluso que los siete hombres que tenía a la espalda, quienes, llenos de odio y furores vengativos, se dedicaban en aquel momento a disparar contra la figura en retirada.
Rokoff entró en su tienda como una flecha, pero no interrumpió allí su huida, sino que continuó su carrera y atravesó la pared de lona del fondo, aprovechando el amplio desgarrón que Jane Clayton había trazado la noche anterior.
El empavorecido moscovita se escurrió como un conejo perseguido a través del boquete que aún permanecía abierto en el punto de la
boma
por donde había escapado la propia presa del ruso, y mientras Tarzán se acercaba al campamento por la parte opuesta, Rokoff desaparecía en la jungla y se alejaba siguiendo la estela de Jane Clayton.
Cuando el hombre-mono franqueó la
boma
con la anciana Tambudza al lado, los siete marineros, al reconocerle, giraron sobre sus talones y escaparon a todo correr en dirección contraria. Tarzán observó que Rokoff no figuraba entre ellos, así que los dejó marchar sin más. Su pleito era con el ruso, al que esperaba encontrar en la tienda. En cuanto a los marineros, Tarzán estaba seguro de que en la selva iban a pagar caras sus ruindades y, desde luego, no debió de equivocarse en su apreciación, porque los suyos fueron los últimos ojos de hombre blanco que se posaron en cualquiera de ellos.
Tarzán encontró vacía la tienda de Rokoff y se aprestaba a partir en busca del ruso cuando Tambudza le indicó que la marcha del hombre blanco sólo podía deberse a que los mensajeros de M’ganwazam le habían notificado que Tarzán se encontraba en la aldea del cacique.
—Sin duda ha salido corriendo hacia el poblado —opinó la anciana—. Si quieres dar con él, es mejor que volvamos allí en seguida.
Tarzán pensó que lo más probable es que hubiera ocurrido lo que decía Tambudza, así que no perdió tiempo tratando de localizar el rastro del ruso, sino que se puso inmediatamente en marcha, rumbo a la aldea de M’ganwazam. Y dejó tras de sí a la anciana para que le siguiera al ritmo lento de sus pobres piernas.
La única esperanza del hombre-mono estribaba en que Jane estuviese sana y salva con Rokoff. Si tal era el caso, no habrían transcurrido dos horas antes de que la hubiera arrancado de las garras del ruso.
Sabía ya que M’ganwazam era un traidor y que seguramente tendría que combatir para recuperar a su esposa. Le hubiera gustado contar con la compañía de Mugambi, Sheeta, Akut, y el resto de integrantes de la partida, ya que no dejaba de comprender que, en solitario, no le iba a resultar precisamente un juego de niños rescatar ilesa a Jane del poder de dos criminales como Rokoff y el taimado M’ganwazam.
Le sorprendió enormemente no advertir en la aldea señal alguna de Rokoff ni de Jane, y como no podía fiarse de la palabra del jefe del poblado, tampoco malgastó un segundo en interrogatorios inútiles. Tan repentino e inesperado había sido su regreso a la aldea, y se desvaneció tan celéricamente en la selva, una vez comprobó que las personas que buscaba no estaban entre los waganwazames, que el viejo M’ganwazam no pudo reaccionar con la suficiente rapidez como para impedir su retirada.
Desplazándose de árbol en árbol, no tardó el hombre-mono en presentarse de nuevo en el abandonado campamento del que había partido poco antes, porque aquel era, estaba seguro, el punto lógico en el que encontrar la pista de Rokoff y Jane.
Se llegó a la
boma
y la rodeó por la parte exterior hasta que, en la parte contraria al punto donde había empezado a dar la vuelta, encontró en la cerca espinosa un boquete e indicios inequívocos de que alguien pasó recientemente por aquel hueco, en dirección a la selva. Su agudo sentido del olfato le indicó que las dos personas que buscaba habían salido huyendo del campamento en aquella dirección. Un momento después, Tarzán había encontrado sus huellas y emprendía el seguimiento del débil rastro.
A mucha distancia por delante de él, una joven abrumada por el miedo huía todo lo furtivamente que las circunstancias le permitían por un estrecho sendero de caza, temiendo que, de un momento a otro, se daría de manos a boca con alguna fiera salvaje o con algún hombre no menos salvaje. Esperando contra toda esperanza haber tomado la dirección que al final la llevaría al gran río, corría por la senda cuando, de pronto, observó que estaba frente a un paraje que le era conocido.
A un lado del camino, bajo un árbol gigante, había un montoncito de ramas y maleza… un punto de la jungla que hasta el fin de sus días iba a permanecer indeleblemente impreso en su memoria. Era el lugar donde Anderssen la había escondido, donde el sueco renunció a su vida en un inútil esfuerzo por salvarla a ella de las garras de Rokoff.
Al verlo, Jane se acordó del rifle y de las municiones que el hombre le pasó en el último momento. Lo había olvidado por completo. Jane empuñaba aún el revólver que había sacado de un tirón del cinto de Rokoff, pero sólo tendría seis balas…, en el mejor de los casos, insuficientes para proporcionarle alimento y protección durante el largo trayecto hasta el mar.
Casi sin aliento, Jane tanteó por debajo del montoncito de ramas sueltas, sin atreverse a esperar que el tesoro continuase donde lo había dejado. Pero, con alivio infinito e inmensa alegría, su mano tropezó con el cañón del pesado fusil y la canana provista de cartuchos.
Cuando se echó al hombro la cartuchera y notó en la mano el peso del rifle de caza, una repentina sensación de seguridad la invadió. Continuó su viaje con renovada esperanza y con la sensación de que tenía casi asegurado el éxito final.
Aquella noche durmió en el hueco del ángulo formado por una rama y el tronco de un árbol, como Tarzán le había dicho que solía hacer, y a la mañana siguiente, muy temprano, se puso de nuevo en camino. Entrada la tarde, estaba a punto de atravesar un pequeño claro de la selva cuando vio sobresaltada la enorme forma de un simio gigantesco que salía de la floresta por el lado contrario.
El viento soplaba a través del claro, en dirección a Jane, quien no perdió un segundo en situarse de forma que el aire le llegase desde el lugar donde estaba el antropoide. Se ocultó tras la densa espesura de unos matorrales y se mantuvo a la expectativa, listo el rifle para, de ser necesario, abrir fuego de inmediato.
El monstruo avanzó despacio a través del calvero; de vez en cuando olfateaba el suelo, como si estuviera siguiendo un rastro mediante las fosas nasales. Apenas había dado el cuadrumano una docena de pasos por el claro, cuando salió de la selva otro miembro de su especie; y luego otro, y otro, hasta que cinco de aquellas feroces bestias se encontraron a la vista de la aterrada joven, que seguía agazapada en su escondite, con el pesado rifle dispuesto y el dedo curvado sobre el gatillo.
Jane observó, consternada, que los simios hacían un alto en el centro del claro. Se agruparon en un espacio reducido, desde donde se dedicaron a mirar hacia atrás, como si estuviesen esperando la llegada de nuevos integrantes de su tribu.
Jane deseaba con toda el alma que se marchasen de una vez, sabedora de que, en cualquier momento, un ramalazo de aire podía llevar el olor de su persona al olfato de los antropoides, en cuyo caso, ¿hasta dónde llegaría la protección que pudiera prestarle el rifle frente a los formidables músculos y poderosos colmillos de aquellos monos colosales?
Los ojos de la muchacha fueron de uno a otro de los simios, con algún que otro vistazo al borde de la jungla hacia el que miraban los antropoides, hasta que distinguió lo que parecían esperar. Alguien los acechaba.
Tuvo la certeza de ello al ver la ágil y ondulante figura de una pantera que se deslizó en silencio por la selva hasta el punto por el que los monos habían surgido unos momentos antes.
Rápidamente, la enorme pantera atravesó el claro en dirección a los antropoides. A Jane le extrañó la evidente apatía de éstos y, segundos después, la extrañeza se convirtió en asombro cuando vio que el gran felino se unía al grupo de monos —del todo indiferentes a su presencia—, se sentaba sobre sus cuartos traseros, en medio de ellos, y se entregaba con fruición a la tarea de acicalarse, entretenimiento que parece entusiasmar a los miembros de todas las familias de felinos del mundo.
A la sorpresa de ver confraternizar a aquellos enemigos naturales se sumó en el ánimo de Jane la emoción, lindante con el miedo a volverse loca, que le produjo observar segundos después la llegada de un alto y atlético guerrero negro que cruzaba el claro e iba a integrarse en el grupo de las fieras reunidas allí.
En principio, cuando apareció el hombre, Jane tuvo la absoluta certeza de que los monos y la pantera lo destrozarían, por lo que medio se incorporó en su escondite y se echó el rifle a la cara, dispuesta a hacer lo que pudiera para impedir el terrible destino que aguardaba al indígena.
Sin embargo, se percató de pronto que el hombre no sólo empezaba a conversar con las bestias, sino que incluso parecía darles órdenes.
Luego, el grupo abandonó el claro, para desaparecer en la selva, por el lado contrario a donde estaba la muchacha.
Al tiempo que emitía un suspiro en el que se mezclaban la incredulidad y el alivio, Jane Clayton se puso en pie tambaleante y huyó de aquella espantosa tropa, mientras a ochocientos metros por detrás de la mujer, otro individuo que avanzaba por la misma senda, se inmovilizó paralizado por el terror, oculto tras un hormiguero, mientras la espeluznante cuadrilla pasaba casi rozándole.
Se trataba de Rokoff, que reconoció en seguida a los miembros de la formidable hueste aliada de Tarzán de los Monos. En consecuencia, no había pasado la última de aquellas fieras cuando el ruso ya se había levantado y corría por la jungla a toda la velocidad que le permitían sus piernas. Su única aspiración en aquellos instantes era poner la máxima distancia posible entre su persona y las tremebundas bestias.
Y así fue que cuando Jane Clayton llegaba a la orilla del gran río, por el que confiaba descender hacia el océano y hacia la esperanza de una posible salvación, Nicolás Rokoff se encontraba ya bastante cerca de la muchacha.
Jane vio una gran canoa en la ribera; estaba varada, medio fuera del agua, amarrada al tronco de un árbol próximo.
Jane pensó que, si lograba botar aquella enorme y pesada embarcación, la cuestión del transporte hasta el mar estaría resuelta. Desató la cuerda que la mantenía ligada al árbol, y empezó a empujar con todas sus fuerzas, apoyado todo el cuerpo en la proa. El resultado de sus esfuerzos, desgraciadamente, fue poco más o menos el mismo que si hubiese pretendido apartar al planeta Tierra de su órbita.
Se había quedado casi sin aliento y sin fuerzas cuando se le ocurrió que si ponía en la popa de la embarcación una buena carga de lastre y luego balanceaba la proa, a un lado y a otro de la orilla, tal vez lograse desequilibrar la canoa y hacerla caer en las aguas del río.
No había por allí piedras disponibles, pero a lo largo de la ribera encontró grandes cantidades de troncos depositados por el propio río en el curso de una crecida anterior. Jane se dedicó a recoger aquellos trozos de madera y depositarlos en la popa de la canoa, hasta que, finalmente, observó con enorme alivio que la proa de la embarcación se despegaba ligeramente del barro de la orilla y que la popa empezaba a deslizarse despacio, para inmovilizarse luego unos palmos más allá, corriente abajo.
Descubrió Jane que si, subida en la canoa, trasladaba el peso de su cuerpo de la proa a la popa, y viceversa, los extremos de la embarcación subían y bajaban alternativamente y, cada vez que ella saltaba a la popa, la canoa se introducía unos centímetros más en el agua.