Por último, los hombres empezaron a escurrir el bulto y a abandonar el trabajo para irse a la jungla, por parejas, con el fin de explorar el terreno y cazar algo que comer. Durante todo ese tiempo, ninguno de los náufragos vio el menor rastro de Sheeta, Akut, o cualquiera de los otros simios gigantescos, aunque Tarzán sí los divisaba a veces en la selva, durante sus salidas de caza.
Y mientras las cosas empeoraban cada vez más en el campamento de los supervivientes del
Kincaid
, en la orilla oriental de la Isla de la Selva, otro campamento se establecía en el extremo norte de su costa.
Allí, en una ensenada, había fondeado una pequeña goleta, la
Cowrie
, cuya cubierta se enrojeció con la sangre de los oficiales y de unos cuantos miembros de la tripulación que se mostraron fieles a un mando que había cometido el fatídico error de enrolar en la dotación a individuos como Gust, Momulla el maorí y el superdiabólico Kai Shang, de Foshan.
Había unos cuantos más, diez en total, escoria de los puertos de los siete mares, pero Gust, Momulla y Kai Shang, personificación de la astucia taimada, eran los cerebros de la cuadrilla. Estos fueron los cabecillas que promovieron la rebelión al objeto de apoderarse del cargamento de perlas que transportaba la
Cowrie
y repartirse el botín.
Kai Shang asesinó al capitán de la nave mientras dormía en su litera y Momulla el maorí dirigió el ataque contra el oficial de guardia.
De acuerdo con su solapada y peculiar costumbre, Gust se las ingenió para que fuesen otros quienes cometiesen los homicidios. No es que Gust tuviera escrúpulos de conciencia sobre ese particular. Todo era cuestión de seguridad personal. Ahí estaba el quid del asunto: siempre existe cierto factor de riesgo en el asesinato, porque las víctimas de un ataque mortal rara vez aceptan voluntariamente que les quiten la vida. Siempre existe el peligro de que ofrezcan resistencia, de que planten cara al asesino. Y era esa posibilidad de lucha lo que Gust prefería eludir.
Pero ahora que la tarea estaba cumplida, el sueco aspiraba al cargo de cabecilla supremo de los amotinados. Incluso se había apropiado y utilizaba sin recato determinados objetos pertenecientes al inmolado capitán de la
Cowrie
. Prendas de vestir que, casualmente, llevaban distintivos e insignias de autoridad.
Kai Shang se mostraba disgustado y mustio. La autoridad no le seducía en absoluto y, desde luego, no albergaba la menor intención de someterse al dominio de un vulgar marinero sueco.
Las semillas del descontento, pues, estaban sembradas ya en el campamento que los amotinados de la
Cowrie
habían establecido en el extremo septentrional de la Isla de la Selva. No obstante, Kai Shang se daba perfecta cuenta de que debía actuar con discreción, porque, entre toda aquella chusma, Gust era el único que tenía suficientes conocimientos del arte de navegar para pilotar el buque Atlántico Sur abajo, rodear El Cabo y poner rumbo a aguas más tranquilas, donde fuera posible encontrar un mercado en el que vender las mal adquiridas riquezas, sin que les formularan preguntas embarazosas.
El día antes de que avistasen la Isla de la Selva y descubriesen el pequeño puerto natural en el que ahora permanecía tranquilamente anclada la
Cowrie
, el vigía divisó en el horizonte el humo y las chimeneas de un buque de guerra que surcaba el océano por el sur.
La posibilidad de que una nave de la Armada acudiese a investigar y les interrogara no les hacía maldita la gracia a ninguno de ellos, así que se refugiaron en la cala, dispuestos a permanecer escondidos allí hasta que hubiera pasado el peligro.
Ahora, Gust no deseaba aventurarse saliendo a mar abierto. Insistió en que no podían estar seguros de que el buque de guerra que habían visto no anduviera buscándoles precisamente a ellos. Kai Shang señaló que de ninguna manera tal podía ser el caso, puesto que resultaba imposible que ningún ser humano, aparte ellos mismos, estuviese enterado de los acontecimientos ocurridos a bordo de la
Cowrie
.
Pero Gust no daba su brazo a torcer. En su perverso corazón anidaba el germen de un plan que le permitiría incrementar en algo así como un ciento por ciento su parte del botín. Como él era el único en condiciones de gobernar la
Cowrie
, los demás no podían abandonar la Isla de la Selva y dejarle allí. ¿Pero qué podía impedir a Gust, con la colaboración de los marineros precisos para tripular la goleta, dar esquinazo a Kai Shang, Momulla el maorí y media docena de tripulantes, caso de que se presentara una ocasión propicia?
Esa era la oportunidad que Gust esperaba. Tarde o temprano llegaría el momento en que Kai Shang, Momulla y tres o cuatro de los otros se habrían ausentado del campamento, andarían explorando la selva o a la búsqueda de una pieza que cazar. El sueco se estrujaba el cerebro continuamente, tratando de idear alguna treta que le permitiese inducir a alejarse a los que había decidido abandonar. Era necesario que se hallasen en un lugar desde donde no pudieran ver la goleta.
A tal objeto, organizaba partidas de caza en continua sucesión, pero el demonio de la perversidad parecía irrumpir siempre en el alma de Kai Shang, de forma que el astuto chino no salía nunca a cazar como no fuera acompañado del propio Gust.
Un día, Kai Shang vertió en la morena oreja de Momulla el maorí, en voz baja, las sospechas que alimentaba respecto al sueco. Momulla propuso lanzarse inmediatamente sobre el traidor y atravesarle el corazón con un cuchillo de larga hoja.
Ciertamente, Kai Shang no tenía más pruebas que la astucia natural propia de su pérfido espíritu… Imaginaba las intenciones de Gust basándose en lo que él mismo haría de mil amores si contara con los medios adecuados para ello.
Pero no se atrevió a dejar que Momulla matara al sueco, que era la persona con la que contaban para que los condujese a su punto de destino. Llegaron a la conclusión, no obstante, de que nada perdían si intentaban asustar a Gust para que accediese a sus exigencias, y con ese objetivo en la cabeza, el maorí fue en busca del hombre que se había autoerigido en jefe de la cuadrilla.
Cuando le planteó la propuesta de hacerse a la mar inmediatamente, Gust presentó su argumento contrario habitual: lo más probable sería que el buque de guerra patrullase por el mar directamente por la ruta hacia el sur que ellos tenían que emprender, a la espera de que ellos tratasen de alcanzar otras aguas.
Momulla se burló de los temores de su camarada y alegó que como en el buque de guerra no iba nadie que estuviese enterado del motín a bordo de la
Cowrie
, no existía razón alguna para que sospechasen de ellos.
—¡Ah! —exclamó Gust—. En eso te equivocas. Por suerte para vosotros, contáis con un hombre culto como yo, que puede deciros lo que debéis hacer. Tú eres un salvaje ignorante, Momulla, y no tienes la más remota idea de lo que es la radio.
El maorí se puso en pie de un salto y su diestra fue rauda a la empuñadura del cuchillo.
—¡No soy ningún salvaje! —vociferó.
—Era una broma —se apresuró el sueco a echarse atrás—. Somos viejos amigos, Momulla; no vamos a pelearnos por una tontería. No podemos permitirnos ese lujo, al menos mientras el viejo Kai Shang esté pensando en la manera de birlarnos las perlas y quedarse con todo. Si encontrara alguien que supiese pilotar la
Cowrie
, antes de que nos diésemos cuenta nos habría dejado tirados aquí. Todo ese interés suyo en que nos larguemos de una vez es porque sin duda le ronda por la cabeza algún plan para desembarazarse de nosotros.
—Pero eso de la radio —preguntó Momulla—. ¿Qué tiene que ver la radio con que sigamos aquí?
—Ah, sí —repuso Gust, al tiempo que se rascaba la cabeza. Se preguntó si el maorí sería tan majadero como para tragarse la absurda trola que iba a endosarle—. ¡Ah, sí! Verás, todos los buques de guerra van equipados con lo que llaman un aparato de radio. Ese trasto les permite hablar con otros barcos que se encuentran a centenares de millas de distancia y también escuchar lo que se dice en esos otros barcos. Así que, como puedes comprender fácilmente, cuando os liasteis a tiros con la oficialidad del
Cowrie
, y los matasteis a todos, armasteis un follón de mil demonios y no cabe duda de que un buque de guerra andaba por el sur y lo escuchaba todo. Naturalmente, es posible que no se enterasen del nombre de la nave, pero lo que sí es seguro es que oyeron lo suficiente como para saber que la tripulación de un buque se amotinó y asesinó a todos los oficiales. De modo que, ya ves, estarán patrullando por ahí y durante bastante tiempo se dedicarán a registrar todos los buques que avisten. Y tal vez en estos momentos no se encuentran muy lejos.
El sueco dejó de hablar y se esforzó en adoptar una actitud de convincente suficiencia para que su interlocutor no recelase lo más mínimo acerca de la veracidad del cuento que le había soltado.
Momulla permaneció sentado un rato, con la vista fija en Gust. Por último se levantó.
—Eres un embustero de no te menees —dijo—. Si para mañana no nos has sacado de aquí, no tendrás ocasión de contar más patrañas, porque conozco un par de tipos que se mueren por envainar sus cuchillos en tu cuerpo y que lo harán si los retienes un poco más en este agujero.
—Ve y pregúntale a Kai Shang si existe o no existe la radio —replicó Gust. Ya verás como te dice que sí y que a través de ella los barcos pueden hablar unos con otros aunque los separen cientos de millas de agua. Después vas a esos dos fulanos que quieren liquidarme y les explicas que, si se dan ese gusto, no vivirán para disfrutar de su parte del botín, porque yo soy el único que puede llevarlos sanos y salvos a cualquier puerto.
Así, pues, Momulla se presentó ante Kai Shang y le preguntó si había un cacharro que se llamaba radio y por el cual la gente de los barcos podían hablarse unos con otros aunque estuviesen muy lejos entre sí. Kai Shang le respondió afirmativamente.
Momulla se quedó desconcertado, pero, con todo, seguía deseando marcharse de la isla; prefería arriesgarse a una persecución en mar abierto a seguir con la aburrida monotonía del campamento.
—¡Si contásemos con alguien que supiera llevar un barco! —se quejó Kai Shang.
Aquella tarde, Momulla salió de caza con otros dos maoríes. Se dirigieron hacia el sur y no se habían alejado mucho del campamento cuando les sorprendió el ruido de unas voces que se oían en la selva, por delante de donde se encontraban.
Sabían que ningún otro miembro de su partida los precedía y, como estaban convencidos de que aquella era una isla deshabitada, su primer impulso fue salir huyendo presa del terror, dando por real la suposición de que aquel sitio estaba hechizado… acaso por los fantasmas de los asesinados marineros y oficiales de la
Cowrie
.
Pero en el ánimo de Momulla la curiosidad era más fuerte que la superstición, de modo que dominó su natural deseo de huir de lo sobrenatural. Indicó a sus compañeros que imitaran su ejemplo, se puso a gatas y, mientras el corazón le latía a saltos tremendos, avanzó sigilosamente a través de la selva, hacia el lugar donde sonaban las voces de los invisibles hablantes.
Se detuvo al llegar al borde de un claro y dejó escapar un profundo suspiro de alivio, porque frente a él, sentados encima de un tronco caído, dos hombres de carne y hueso conversaban animadamente.
Uno era Schneider, piloto del
Kincaid
, el otro, un marinero llamado Schmidt.
—Creo que podemos conseguirlo, Schmidt —decía Schneider—. No nos costará mucho construir una buena canoa y, si el viento es favorable y la mar está razonablemente tranquila, en una jornada, remando, llegaríamos al continente. Es una tontería esperar a que la gente construya una embarcación lo bastante grande para trasladar a toda la partida, porque ya ves que el que más y el que menos está hasta las narices de trabajar como un esclavo de sol a sol. A mí me importa un rábano salvar al inglés. Que se las componga como pueda, digo yo. —Hizo una pausa y, tras observar atentamente el efecto que sus palabras surtían sobre su acompañante, continuó—: Claro que sí podemos llevarnos a la mujer. Sería vergonzoso abandonar a una preciosidad como esa dama en un sitio tan dejado de la mano de Dios como esta isla.
Schmidt alzó la cabeza y sonrió.
—Conque esas tenemos, ¿eh? —dijo—. ¿Por qué no empezaste por ahí? ¿Qué saco yo del asunto, si te echo una mano?
—La dama nos pagará bien si la devolvemos a la civilización —explicó Schneider— y te prometo que compartiré los beneficios con el par de ayudantes que necesito. La mitad para mí y la otra mitad para los que me ayuden… tú y el otro, sea quien sea. Este lugar me pone enfermo, y cuanto antes me largue de él, tanto mejor. ¿Qué me dices?
—De acuerdo —respondió Schmidt. Yo solo no me veo capaz de llegar al continente y sé que lo mismo les sucede a los demás, así que como tú eres el único que entiende algo del arte de navegar, a ti me pegaré como una lapa.
Momulla el maorí era todo oídos. Entendía alguna palabra que otra de todos los lenguajes que se hablaban por los mares y había trabajado en más de un barco británico, de modo que en cuanto empezó a captar la conversación de Schneider y Schmidt se formó una idea bastante atinada de lo que urdía aquella pareja.
Se puso en pie y entró en el claro. Schneider y su compañero se sobresaltaron y su respingo fue tan nervioso como si ante ellos hubiera surgido de pronto un fantasma. La mano de Schneider descendió rauda hacia la culata del revólver. Momulla alzó la diestra, con la palma por delante, indicando con aquel gesto que sus intenciones eran pacíficas.
—Soy un amigo —anunció—. Os he oído, pero podéis estar tranquilos, no revelaré a nadie vuestra conversación. Puedo ayudaros y vosotros podéis ayudarme a mí. —Se dirigía a Schneider—. Sabes gobernar un barco, pero no tienes barco. Nosotros tenemos un barco, pero no sabemos gobernarlo. Si queréis venir con nosotros, sin formular pregunta alguna, dejaremos que lleves el barco a donde te plazca, después de habernos desembarcado en un puerto cuyo nombre te daré más adelante. Puedes llevar a la mujer de la que hablabas y nosotros tampoco haremos ninguna pregunta. ¿Trato hecho?
Schneider deseó más información y obtuvo tanta como Momulla juzgó oportuno proporcionarle. Después, el maorí sugirió que se entrevistase con Kai Shang. Los dos tripulantes del
Kincaid
acompañaron a Momulla y sus dos camaradas hasta un punto de la selva próximo al campamento de los amotinados. Momulla los dejó escondidos allí mientras él iba en busca de Kai Shang, no sin antes advertir a sus compañeros maoríes que vigilasen de cerca a los dos marineros, no fuera caso que cambiaran de idea y les diese por intentar la huida. Aunque no lo sabían, Schneider y Schmidt estaban virtualmente prisioneros.