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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Las fieras de Tarzán (30 page)

BOOK: Las fieras de Tarzán
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Se trataba de Gust. Fue directamente al grano.

—Les han quitado las mujeres —dijo—. Si quieren volver a verlas, reaccionen ya mismo y síganme. Si no nos damos prisa, la
Cowrie
estará en alta mar cuando lleguemos al fondeadero.

—¿,Quién es usted? —preguntó Tarzán—. ¿Qué sabe del secuestro de mi esposa y de la mujer negra?

—0í a Kai Shang y a Momulla el maorí cuando tramaban el rapto con dos hombres de este campamento. Yo tuve que abandonar el mío porque iban a matarme. Ahora quiero ajustarles las cuentas. ¡Vamos!

A paso ligero a través de la jungla, rumbo al norte, Gust condujo a los cuatro hombres del
Kincaid
al campamento de los amotinados. ¿Llegarían al mar a tiempo? En cuestión de minutos tendrían la respuesta.

Cuando el grupo franqueó la última cortina de follaje y la ensenada y el océano aparecieron ante sus ojos, comprobaron que el destino había sido de lo más cruel con ellos, porque la
Cowrie
ya había levado anclas y salía despacio a mar abierto por la bocana de la cala.

¿Qué podían hacer? El amplio pecho de Tarzán se agitaba impulsado por la violencia de intensas emociones. Sobre él parecía haberse abatido un golpe demoledor y si en el curso de su existencia Tarzán no tenía más remedio que abandonar toda esperanza, ese momento creyó que había llegado al ver alejarse a aquel buque que surcaba airosamente las rizadas aguas y que llevaba a su esposa hacia un aterrador destino. Lo tenía tan cerca y, sin embargo, tan espantosamente lejos.

Contempló en silencio la marcha de la goleta. La vio virar hacia el este, antes de que se perdiera de vista al doblar una breve lengua de tierra, rumbo a Dios sabía dónde. El hombre-mono se puso en cuclillas y hundió el rostro entre las manos.

Había oscurecido cuando los cinco hombres regresaron al campamento de la costa oriental. Era una noche calurosa, sofocante. Ni el más leve soplo de brisa agitaba las hojas de los árboles ni ondulaba la superficie del océano, lisa como un espejo. Allí sólo parecía moverse el suave oleaje que acariciaba la arena de la playa.

Nunca había visto Tarzán al inmenso Atlántico tan ominosamente apacible. De pie en la orilla de la playa oteaba el mar en dirección al continente, anegado el ánimo por el dolor y la desesperanza, cuando llegó de la selva extendida detrás del campamento el escalofriante alarido de una pantera.

Aquel grito enigmático tenía una nota que le resultaba familiar y, casi de modo maquinal, Tarzán volvió la cabeza y contestó. Al cabo de un momento, la rojiza figura de Sheeta se deslizaba bajo la media luz de la playa. No había salido la luna, pero el brillo de las estrellas iluminaba el cielo. Silenciosamente, el felino fue a situarse junto al hombre. Hacía bastante tiempo que Tarzán no veía a su vieja compañera de fatigas, pero el suave ronroneo de Sheeta bastó para asegurarle que el animal aún tenía muy presentes los lazos de solidaridad que los unieron en el pasado.

Los dedos del hombre-mono se deslizaron por la sedosa piel del animal y Sheeta se frotó contra la pierna de Tarzán, quien continuó escrutando la negrura de las aguas mientras palmeaba afectuosamente la retozona cabeza del felino.

De súbito, el hombre-mono dio un respingo. ¿Qué era aquello? Forzó la vista para atravesar con la mirada las tinieblas de la noche. Luego se volvió y llamó en voz alta a los hombres, que, en el campamento, fumaban tendidos sobre sus mantas. Llegaron a su lado corriendo, pero Gust vaciló al ver la clase de compañera que tenía Tarzán junto a sí.

—¡Miren! —gritó el hombre-mono—. ¡Una luz! ¡La luz de un buque! Debe de tratarse de la
Cowrie
. Les ha pillado una calma chicha. —Luego, con una exclamación de renovada esperanza, añadió—: ¡Podemos alcanzarlos! ¡El esquife nos llevará sin dificultad hasta la goleta!

Gust puso objeciones.

—Están bien armados —advirtió—. No podemos apoderarnos del barco… sólo somos cinco.

—Ahora somos seis —le corrigió Tarzán, al tiempo que indicaba a Sheeta, y antes de media hora puede que seamos aún más. Sheeta equivale a veinte hombres y los pocos que pueda yo traer ahora vendrán a ser algo así como un centenar más de combatientes añadidos a nuestras fuerzas. No los conoce.

El hombre-mono se volvió e irguió la cabeza en dirección a la selva. De sus labios brotó, una y otra vez, el grito terrible del mono macho que llama a sus congéneres.

No tardó en llegar de la jungla un alarido de respuesta, al que siguió otro, y otro, y otro… Gust se estremeció. ¿Entre qué clase de criaturas le había lanzado el destino? ¿No serían preferibles Kai Shang y Momulla el maorí a aquel enorme gigante blanco que acariciaba a una pantera y convocaba a las fieras de la selva?

Pocos minutos después los monos de Akut se presentaban pisoteando la maleza e irrumpiendo en la playa, mientras los cinco hombres bregaban con el pesado y voluminoso casco del esquife.

Mediante hercúleos esfuerzos se las arreglaron para trasladarlo hasta el borde del agua. El viento les había arrebatado los botes del
Kincaid
el mismo día en que desembarcaron, llevándoselos por el océano a la deriva, pero no antes de que cogieran los remos, que utilizaron para sostener las lonas de las tiendas hechas con el velamen del barco. Así que recuperaron dichos remos y cuando Akut y su tropa llegaron al borde del agua todo estaba a punto para embarcar.

Una vez más, aquella terrible tripulación se puso a las órdenes de su amo y señor y, sin rechistar, cada uno ocupó su puesto en el esquife. Los cuatro hombres, porque no hubo forma de persuadir a Gust para que se integrase en la partida, empuñaron los remos y empezaron a utilizarlos como paletas. Los simios imitaron su ejemplo y la extraña embarcación se deslizó sosegadamente por el mar rumbo a la luz que subía y bajaba suavemente a impulsos del perezoso oleaje.

Un marinero adormilado montaba guardia en la cubierta de la
Cowrie
mientras debajo, en un camarote, Schneider discutía con Jane Clayton, sin dejar de recorrer la estancia nerviosamente de un lado a otro. En un cajón de la mesa del camarote donde la habían encerrado, la mujer encontró un revólver, con el que ahora mantenía a raya al piloto del
Kincaid
.

La mujer mosula estaba arrodillada tras ella, mientras Schneider paseaba frente a la puerta, sin dejar de amenazar, suplicar y prometer, aunque todo en vano. En aquel momento un grito de alarma y un disparo de arma de fuego resonaron en cubierta. Jane Clayton descuidó su vigilancia durante un segundo y dirigió la mirada hacia la lumbrera del camarote. Automáticamente, Schneider se le echó encima.

El primer indicio que tuvo el centinela de que a menos de mil millas de la
Cowrie
había otra embarcación fue cuando el busto de un hombre asomó por la borda de la goleta. El marinero se puso en pie de un rápido salto, soltó un grito de aviso y apuntó con su revólver al intruso. Ese chillido y la subsiguiente detonación del revólver provocaron el que Jane Clayton bajase la guardia.

En cubierta la quietud de una seguridad que resultó más aparente que real dio paso al desbarajuste más caótico y escandaloso. La tripulación de la
Cowrie
se lanzó al zafarrancho de combate armada con los revólveres, machetes y largos cuchillos que normalmente llevaban todos sus miembros; pero la alarma había sonado demasiado tarde. Las fieras de Tarzán ya habían invadido la cubierta del buque, junto con el hombre-mono y los dos miembros de la tripulación del
Kincaid
.

Frente a aquellos monstruos aterradores, el valor de los amotinados vaciló, se quebró y se vino abajo estrepitosamente. Los que empuñaban revólver dispararon unos cuantos proyectiles y huyeron en busca de lugares que suponían seguros. Algunos treparon por los obenques, pero los monos de Akut estaban allí más en su elemento que los propios marineros.

Al tiempo que lanzaban gritos empavorecidos, los maoríes se vieron arrastrados hacia cubierta, obligados a descender de sus altos refugios. Al no tener el control que sobre ellas ejercía Tarzán, que había ido en busca de Jane, las fieras descargaban toda la violencia frenética de su salvaje naturaleza sobre las desdichadas piltrafas humanas que caían en sus garras.

Mientras tanto, Sheeta había hundido sus colmillos en una sola yugular. Se ensañó con el cadáver unos instantes hasta que, de pronto, vio a Kai Shang, que se lanzaba por la escalera que conducía a su camarote.

La pantera soltó un penetrante rugido y se precipitó tras él… El rugido de la pantera arrancó un grito de terror, no menos impresionante, a la garganta del chino.

Pero Kai Shang llegó a su camarote una décima de segundo antes que Sheeta. Saltó al interior y cerró la puerta de golpe, aunque, por un pelo, demasiado tarde. Antes de que tuviese tiempo de echar el pestillo, el enorme cuerpo de Sheeta se precipitó contra la hoja de madera e, instantes después, Kai Shang chillaba y gemía en el fondo de una litera superior.

Con agilidad sobrecogedora, el felino saltó en pos de su víctima y los días de Kai Shang de Foshan concluyeron trágica y rápidamente. Mientras, Sheeta, se regalaba las fauces con una ración extraordinaria de carne dura y correosa.

No había transcurrido un minuto desde el momento en que Schneider saltara sobre Jane Clayton y le arrebatase el revólver de la mano, cuando la puerta del camarote se abrió bruscamente y en el hueco de la entrada apareció un hombre blanco, alto y medio desnudo.

Atravesó la estancia de un salto, sin pronunciar palabra. Schneider sintió sobre la garganta la presión de unos dedos vigorosos. Volvió la cabeza para ver quién le agredía y sus ojos se abrieron desmesuradamente al contemplar el semblante del hombre-mono inclinado sobre el suyo, casi pegado a él.

Inflexibles, los dedos continuaron apretando la garganta del piloto. Schneider intentó gritar, suplicar, pero ningún sonido salió de sus labios. Sus ojos saltones parecieron a punto de salírsele de las órbitas mientras forcejeaba para zafarse de la presa, para introducir aire en sus pulmones, para conservar la vida.

Jane Clayton cogió las manos de su marido y trató de separarlas de la garganta del moribundo, pero, en vez de apartarlas, Tarzán meneó la cabeza negativamente.

—Otra vez no —dijo en voz baja—. En otras ocasiones perdoné la vida a varios canallas y lo único que conseguí con mi clemencia fue que sobre nosotros se acumularan los sufrimientos. No, esta vez voy a asegurarme de que por lo menos una de estas sabandijas no nos vuelve a hacer daño, ni a nosotros ni a nadie.

Con una repentina sacudida retorció el cuello del infame piloto hasta que sonó un agudo chasquido y el cuerpo del hombre quedó inerte, inmóvil entre las manos de Tarzán. Con gesto de repulsión, el hombre-mono lanzó el cadáver a un lado. Después regresó a cubierta, seguido de Jane y de la mujer mosula.

La batalla había concluido. Schmidt, Momulla y otros dos hombres eran los únicos supervivientes de la dotación de la
Cowrie
, pero sólo porque se habían refugiado en el castillo de proa. Todos los demás habían muerto, de manera espantosa, tal como merecían, bajo los colmillos y zarpas de las fieras de Tarzán. Por la mañana, el sol se elevó sobre el horripilante espectáculo que ofrecía la cubierta de la desdichada
Cowrie
. Pero en aquella ocasión la sangre que enrojecía las tablas blancas del piso era la de los culpables y no la de seres inocentes.

Tarzán desalojó del castillo de proa a los que se habían guarecido allí y, sin hacerles ninguna promesa de inmunidad ni de perdón, los obligó a colaborar en las tareas del buque: si no ayudaban en las maniobras, su única alternativa era la muerte inmediata.

Con la salida del sol se había levantado un viento bastante fuerte y, con las velas desplegadas, la
Cowrie
emprendió el regreso a la Isla de la Selva donde, horas después, Tarzán recogió a Gust y se despidió de Sheeta y de los monos de Akut, porque los animales desembarcados allí continuarían la vida salvaje y natural que tanto les seducía. Las fieras no perdieron un segundo en desaparecer en las frescas y recónditas espesuras de su amada selva.

No puede aseverarse con certeza si se daban cuenta de que Tarzán los abandonaba… salvo posiblemente en el caso de Akut, más inteligente que los demás y que fue el único que permaneció en la playa mientras el bote, con su salvaje amo y señor a bordo, se alejaba hacia la goleta.

Y mientras la distancia se lo permitió, Jane y Tarzán contemplaron desde la cubierta la solitaria figura del velludo antropoide, inmóvil como una estatua plantada en las arenas de la playa de la Isla de la Selva, batidas por el oleaje.

Tres días después, la
Cowrie
se encontró con la corbeta
Shorewate
, desde la que lord Greystoke en seguida se puso en comunicación por radio con Londres. Se enteró así de una noticia que llenó de alegría y de agradecimiento al Cielo su corazón y el de lady Jane: Jack se encontraba sano y salvo en el domicilio urbano de lord Greystoke.

Hasta su llegada a Londres no pudieron informarse detalladamente de la extraordinaria cadena de circunstancias que concurrieron para evitar que el niño sufriera el menor daño.

Ocurrió que, temeroso de que pudieran verle si trasladaba al niño a bordo del
Kincaid
a plena luz del día, Rokoff optó por ocultarlo en un albergue clandestino donde se recogían niños expósitos, con la intención de llevarlo al vapor una vez caída la noche.

Su cómplice y lugarteniente, Paulvitch, fiel a las enseñanzas impartidas durante largos años por su astuto jefe, sucumbió a la codicia y a la traición que siempre fue la norma de conducta de su superior y, tentado por la posibilidad de cobrar el suculento rescate que podían pagarle si devolvía el niño sin que sufriera un rasguño, confió el secreto de la verdadera cuna de la criatura a la mujer que se encargaba de regentar aquella especie de inclusa particular. Acordó con ella sustituir al hijo de lord Greystoke por otro niño, convencido de que Rokoff ni por asomo sospecharía, hasta que resultara demasiado tarde, la jugarreta que le habían gastado.

La mujer prometió custodiar a la criatura hasta que Paulvitch volviese a Inglaterra, pero, a su vez, el hechizo del oro la tentó, induciéndola a la traición, y entabló negociaciones con los abogados de lord Greystoke para la devolución del niño.

Esmeralda, la vieja nodriza negra, que se encontraba de vacaciones en Estados Unidos cuando ocurrió el secuestro y que se reprochaba el que su ausencia fuera la causa de aquella calamidad, regresó de América e identificó a Jack de modo concluyente.

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