—Hay una aldea a cosa de kilómitro y medio por chante —explicó a la mujer—. Antis de abandonarnos, los mosulas me indicaron la situación de ese puiblo. Trataré di dispistar al ruso y mientras usté puede seguir hacia la aldea. Craio qui il jefe is amigo di los blancos… Los mosulas así mi lo dijeron. Di todas formas, is lo único que se puede hacer.
»Pida al jefe qui la lleve de nuevo al mar, pasando por la aldea mosula. Seguraminte una canoa la llivará a la disimbocadura del Ugambi. Intonces istará a salvo. ¡Adiós y buena suirte, siñora!
—¿Y a dónde va usted, Sven? —preguntó Jane—. ¿Por qué no se esconde también aquí y luego se viene hacia el mar conmigo?
—Hi de decirle al ruso qui usté ha muerto, para que deje de buscarla —sonrió Anderssen.
—¿Por qué no vuelve a reunirse conmigo después de que se lo haya dicho? —insistió la muchacha.
Anderssen meneó la cabeza negativamente.
—Craio qui no podré reunirme con nadie cuando li haya dicho al ruso que usté ha muerto.
—¿Eso significa que cree que le matará? —preguntó Jane, aunque en el fondo de su corazón sabía que eso era precisamente lo que aquel canalla iba a hacer. Se vengaría así del sueco, por haberle burlado. La respuesta de Anderssen consistió en indicarle silencio y señalar el camino por el que habían llegado hasta allí.
—No me importa —susurró Jane—. Si puedo evitarlo de algún modo, no permitiré que muera usted para salvarme. Deme su revólver. Sé utilizarlo y entre los dos podremos mantener a raya a esos individuos, al menos hasta que encontremos algún modo de escapar.
—No funcionará, siñora —replicó Anderssen—. Lo único qui conseguiríamos es qui nos mataran a los dos, in cuyo caso no li serviría a usté de nada. Piense in il niño, siñora, y en la suerte qui correrían los dos si volviesen a caer en manos de Rokoff. Si quiere salvar al niño, haga lo qui li digo. Tinga, coja mi rifle y las municiones. Puede qui los nicisite.
Empujó el arma y la canana al interior del refugio, dejándolo todo junto a Jane. A continuación desapareció.
La muchacha le vio regresar por el sendero, al encuentro de los componentes del safari del ruso. Un recodo del camino lo ocultó en seguida a la vista de Jane.
El primer impulso de la muchacha fue marchar tras él. Armada con el rifle, podría ayudarle y, por otra parte, a Jane le resultaba imposible sobreponerse a la idea de quedarse allí sola, a merced de la despiadada selva, sin un solo amigo que le echase una mano.
Empezó a arrastrarse para salir del escondite, con la intención de correr en pos de Anderssen con toda la rapidez que le permitiesen las piernas. Pero al acercar al niño contra sí, la mirada se posó en el rostro de la criatura.
¡Estaba encendido de rojo! ¡Su color y su aspecto no eran nada normales! Apoyó su mejilla en la del niño. ¡La fiebre abrasaba aquella carita!
Jane Clayton dejó escapar un jadeo aterrado, se levantó y salió al sendero. Rifle y bandolera quedaron olvidados bajo los matorrales del escondite. Anderssen desapareció también de la mente de Jane, lo mismo que Rokoff y el peligro que se cernía sobre la muchacha.
Lo que invadía ahora el asustado cerebro de Jane era la espantosa circunstancia de que la fiebre de la selva estaba devorando a aquel niñito indefenso y que ella se veía impotente para aliviar los sufrimientos de la criatura… Sufrimientos que, estaba segura, le acosarían de modo intermitente en los intervalos de conciencia parcial.
En lo único que pensó Jane Clayton fue en dar con alguien que pudiese ayudarle —alguna mujer que hubiese tenido hijos— y esa idea llevó a su memoria el recuerdo de la aldea que Anderssen mencionó poco antes y cuyos habitantes, según él, se mostraban amistosos con los blancos. ¡Si pudiese llegar a tiempo a ese poblado!
No había que perder un segundo. Como un antílope sobresaltado, Jane dio media vuelta y echó a correr en la dirección que Anderssen le había indicado.
A su espalda, a bastante distancia, sonaron repentinamente voces de hombres, unas cuantas detonaciones y, luego, el silencio. Comprendió que Anderssen había topado con el ruso.
Media hora después, a trompicones, exhausta, entraba en el pequeño conjunto de chozas con techo de paja. Hombres, mujeres y niños la rodearon al instante. Indígenas curiosos, excitados, apremiantes, volcaron sobre ella mil y una preguntas, ninguna de las cuales Jane podía entender ni, por ende, contestar.
Lo único que podía hacer era señalar, entre lágrimas, al niño que gimoteaba lastimeramente en sus brazos, y repetir una y otra vez:
—Fiebre… Fiebre… Fiebre…
Los negros tampoco comprendían sus palabras, pero en seguida se hicieron cargo del apuro de Jane y, de inmediato, una joven la condujo al interior de una choza. Allí, con la colaboración de varias mujeres más, procedió a hacer cuanto le era posible para calmar a la criatura y aliviar sus tribulaciones.
Llegó el hechicero y encendió frente al niño una pequeña fogata, a cuyas llamas hirvió un extraño mejunje en una marmita de barro. Sobre aquella cocción trazó unos pases mágicos, al tiempo que murmuraba extravagantes y monótonas salmodias. Introdujo en el brebaje una cola de cebra y, mientras entonaba en tono susurrante otra serie de conjuros, soltó un rocío de gotas sobre la cara del chiquillo.
Cuando el hechicero se fue, las mujeres se sentaron en el suelo y empezaron a gemir y lloriquear hasta que Jane temió volverse loca. Pero como se daba cuenta de que lo hacían impulsadas por la bondad de sus corazones, hizo de tripas corazón y soportó con paciente, mudo y resignado conformismo la pesadilla de aquellas horas de prueba.
La medianoche debía de andar cerca ya cuando a sus oídos llegó cierto alboroto que se produjo repentinamente en la aldea. Voces de indígenas que se alzaban en tono de polémica. A Jane le pareció que discutían, pero no entendía las palabras.
Oyó luego ruido de pasos que se acercaban a la choza donde permanecía en cuclillas ante la lumbre, con el niño en el regazo. La criatura parecía muy tranquila y sus párpados, entreabiertos, dejaban ver unas pupilas que parecían horriblemente fijas en el techo.
Jane Clayton miró la carita con ojos impregnados de miedo. No era hijo suyo —carne de su carne, sangre de su sangre—, pero aquella criaturita desvalida se había apoderado de su afecto, la quería como si fuera propia. Desposeída de su hijo, Jane había entregado toda la ternura de su corazón a aquel huerfanito y prodigaba sobre él todo el cariño que se le había impedido proporcionar durante las largas semanas de cautiverio a bordo del
Kincaid
.
Se dio cuenta de que el fin estaba próximo y aunque le aterraba presenciar la pérdida, aún confiaba en que se presentaría rápidamente y pondría fin de una vez al sufrimiento de la pequeña víctima.
Los pasos que había oído poco antes acababan de detenerse en el umbral. Hubo un diálogo en voz baja y, segundos después, entraba en la choza M’ganwazam, el jefe de la tribu. Jane apenas le había visto, porque las mujeres se hicieron cargo de ella casi en el momento en que entró en la aldea.
Jane Clayton observó ahora que M’ganwazam era un salvaje de aspecto demoníaco, con todos los distintivos de la depravación brutal estampados en su semblante animalesco. Más que un hombre, a Jane Clayton le pareció un gorila. M’ganwazam trató de entablar conversación con ella, pero no lograron entenderse y, al final, el indígena llamó a alguien que aguardaba fuera de la choza.
En respuesta a la convocatoria entró otro negro, un individuo de aspecto muy distinto al del jefe, tan distinto que Jane Clayton comprendió al momento que pertenecía a otra tribu. El recién llegado actuó como intérprete y casi desde la primera pregunta que M’ganwazam le planteó Jane tuvo el instintivo convencimiento de que el indígena intentaba sonsacarle información por algún motivo que sin duda utilizaría posteriormente.
Se dijo que resultaba bastante extraño que aquel indígena se interesase de pronto por sus planes y, en especial, por el destino hacia el que se dirigía cuando interrumpió la marcha en aquella aldea.
Al no tener razón alguna para ocultar sus propósitos, Jane le dijo la verdad. Pero cuando el hombre le preguntó si confiaba en encontrarse con su esposo al término del viaje, Jane denegó con la cabeza.
Luego, siempre a través del intérprete, el jefe refirió el objeto de su visita.
—Acabo de enterarme —dijo—, por boca de unos hombres que viven a la orilla de la gran corriente de agua, que tu marido te estuvo siguiendo durante varias jornadas por el río Ugambi, aguas arriba, hasta que unos indígenas lo localizaron y lo mataron. Así que te lo digo para que no pierdas tu tiempo en una caminata larga, con la inútil esperanza de que al final de ella vas a encontrarte con tu marido. Vale más que vuelvas por donde has venido y regreses a la costa.
Jane agradeció a M’ganwazam su amable hospitalidad, aunque aquel nuevo golpe que la desgracia descargaba sobre ella dejó su corazón sumido en una extraña indiferencia. Había sufrido tanto que era como si fuese ya inmune a los zarpazos más fieros del dolor, como si las continuas tribulaciones le hubiesen adormecido la sensibilidad y endurecido el espíritu.
Continuó sentada, gacha la cabeza y con los ojos sobre el niño que tenía en el regazo. Lo miraba, pero no lo veía. M’ganwazam salió de la choza. Al poco rato, Jane oyó un ruido en la puerta. Entró otra persona. Una de las mujeres sentadas frente a Jane echó leña sobre las moribundas brasas de la fogata situada entre ambas.
Una súbita llamarada iluminó con sus rojos resplandores el interior de la choza, que se llenó de claridad como por arte de magia.
Las renovadas llamas expusieron ante los horrorizados ojos de Jane una tétrica realidad: el niño había muerto. No le era posible adivinar cuánto tiempo llevaba sin vida la criatura.
En la garganta de Jane Clayton se formó un nudo y, en gesto de angustia silenciosa, cayó la cabeza sobre el bulto que instintivamente había acercado a su pecho.
Durante unos momentos nada quebrantó el silencio que reinaba en la choza. Luego, la mujer indígena estalló en un impresionante plañido.
Frente a Jane Clayton, muy cerca, un hombre carraspeó y pronunció el nombre de la muchacha.
Jane Clayton dio un respingo, alzó la cabeza y sus ojos se encontraron con la sardónica expresión que decoraba el rostro de Nicolás Rokoff.
El ruso dedicó unos instantes a regodearse en su triunfo, mientras obsequiaba a Jane Clayton con una sonrisa burlona. Luego, los ojos de Rokoff se posaron en el bulto que la muchacha tenía en el halda. Jane había cubierto con una esquina de la manta el rostro de la criatura, de forma que cualquiera que ignorase la verdad supondría que el niño estaba dormido.
—Se ha tomado una barbaridad de molestias innecesarias —dijo Rokoff— para traer al chiquillo hasta esta aldea. Si se hubiese limitado a atender sus propios asuntos, yo me habría encargado personalmente de ese trabajo.
»Y usted se habría ahorrado todos los peligros y fatigas de tan fastidioso viaje. Aunque sospecho que debo estarle agradecido por haberme evitado todas las pejigueras e inconvenientes de cuidar un crío durante una marcha de este tipo.
»Esta es la aldea a la que desde el principio estaba destinado el chiquillo. M’ganwazam se encargará de educarlo con toda la escrupulosidad que el asunto requiere. Hará de él un caníbal de pro y si alguna vez la suerte le es propicia y regresa usted a la civilización, tendrá materia de sobra para reflexionar y comparar los lujos y comodidades de su existencia con los detalles de la vida que llevará su hijo en esta aldea de los waganwazames.
»Le repito mi más rendido agradecimiento por haberlo traído aquí, y ahora debo pedirle que me lo entregue, para que pueda ponerlo en manos de sus padres adoptivos.
Al terminar su alocución, Rokoff alargó las manos para recibir al niño. La repulsiva sonrisa de sus labios se aderezaba con todo el rencor de su alma.
Sorprendido en grado superlativo, vio que Jane Clayton se ponía en pie y, sin una sola palabra de protesta, depositaba en sus brazos el pequeño bulto.
—Aquí tiene el niño —dijo. Gracias a Dios, usted ya no puede hacerle ningún daño.
Cuando entró en su cerebro el significado de las palabras de Jane, Rokoff levantó la parte de la manta que cubría el rostro del chiquillo y confirmó sus temores. Jane Clayton observaba atentamente la expresión del ruso.
Llevaba varios días perpleja, intrigada por la respuesta que pudiera tener la pregunta de si Rokoff conocía la identidad del niño. Pero las dudas que llegaron a asaltarla desaparecieron totalmente, barridas por el terrible arrebato de cólera que se apoderó del ruso al contemplar la carita del cadáver infantil y comprender que, en el último momento, sus apasionados deseos de venganza se veían defraudados por un poder superior al suyo.
Más que entregarle el cuerpo sin vida del niño, lo que hizo Rokoff fue poco menos que arrojarlo violentamente a los brazos de Jane Clayton. Luego paseó con bruscas zancadas de un lado a otro de la choza, sacudió puñetazos al vacío y sus furibundos juramentos saturaron el aire de ominosas vibraciones. Por último, se detuvo frente a Jane Clayton y acercó su rostro al de la mujer, hasta casi rozarlo.
—¡Se está riendo de mí! —chirrió—. Cree que me ha vencido, ¿verdad? Le enseñaré, como le enseñé a ese mono miserable al que usted llama «esposo», lo que significa inmiscuirse en los planes de Nicolás Rokoff. Me quitó el niño. Ya no puedo convertirlo 'en hijo de un caníbal, pero… —hizo una pausa como si deseara que el significado de su amenaza calase hasta lo más hondo—, pero sí está en mi mano convertir a la madre en esposa de un caníbal… Y eso es lo que voy a hacer… después de haberla sometido a mi venganza personal.