Tarzán llevaba dormido cosa de un par de horas, pese a la estruendosa algarabía que organizaban los salvajes, cuando sus agudizados sentidos se alertaron instantáneamente al percibir un movimiento subrepticio dentro de la choza donde descansaba. La lumbre había quedado reducida ya a un montoncito de brasas en su mayor parte cubiertas de ceniza, lo que, más que aliviar, acentuaba la oscuridad que envolvía el interior de aquella maloliente vivienda. A pesar de la negrura, los adiestrados sentidos del hombre-mono percibieron allí otra presencia que a través de la oscuridad se deslizaba hacia él de modo casi totalmente silencioso.
Dudó de que fuese alguno de sus compañeros de choza que regresaba del festejo, ya que aún se oían los gritos de los bailarines y el rítmico estruendo de los tambores que los negros batían en la calle del poblado. ¿Quién podía adoptar tantas precauciones para ocultar su acercamiento?
Cuando aquel intruso estuvo tan cerca de él que podía tocarlo extendiendo el brazo, el hombre-mono se plantó de un salto en el otro extremo de la choza, con el venablo en la mano y listo para entrar en acción.
—¿Quién es —preguntó— el que se arrastra sigiloso en la oscuridad, como un león hambriento, hacia Tarzán de los Monos?
—¡Silencio,
bwana
! —Respondió una vieja voz cascada—. Soy Tambudza… la anciana a la que no quisiste privar de la choza y dejarla expuesta al frío de la noche.
—¿Qué quiere Tambudza de Tarzán de los Monos? —preguntó el gigante blanco.
—Fuiste bueno conmigo, cosa que no hace nadie, y quiero avisarte, correspondiendo así a tu bondad —contestó la vieja.
—¿Avisarme de qué?
—M’ganwazam ha elegido a los jóvenes guerreros que van a dormir contigo en la choza —explicó Tambudza—. Yo remoloneaba por allí mientras el jefe los aleccionaba. Oí las instrucciones que iba dándoles. Cuando el baile se encuentre en su apogeo, de madrugada, los guerreros abandonarán la danza y entrarán en la choza.
»Si te encuentran despierto, fingirán que vienen a acostarse, pero si estás dormido, la orden que les ha dado M’ganwazam es que te maten. Si no estás dormido, esperarán junto a ti hasta que concilies el sueño. Entonces se te echarán encima, todos a una, y te matarán. M’ganwazam está decidido a conseguir la recompensa que ofreció el hombre blanco.
—Había olvidado esa recompensa —reconoció Tarzán, medio para sí. Añadió—: ¿Cómo puede tener M’ganwazam esperanzas de cobrar la recompensa si los hombres blancos que son mis enemigos han abandonado esta región y se han ido nadie sabe adónde?
—¡Ah, no se han alejado mucho! —repuso Tambudza—. M’ganwazam sabe dónde acampan. Los mensajeros de M’ganwazam les alcanzarán en seguida… la partida se mueve muy despacio.
—¿Dónde están? —quiso saber Tarzán.
—¿Quieres llegar hasta ellos? —Tambudza respondió con otra pregunta.
Tarzán asintió con la cabeza.
—No puedo indicarte con exactitud dónde se encuentran para que vayas tú solo, pero puedo conducirte hasta ellos,
bwana
.
Tan interesados y sumergidos estaban en su conversación que ninguno de los dos reparó en la pequeña figura que momentos antes se había deslizado dentro de la choza, a su espalda, como tampoco la vieron salir después, tan subrepticiamente como había entrado.
Se trataba de Buulaoo, hijo del jefe del poblado y de una de sus esposas jóvenes, un arrapiezo vengativo y perverso que odiaba a Tambudza y siempre andaba espiándola para luego ir a M’ganwazam con el chivatazo de cualquier violación de las costumbres que hubiese cometido la anciana.
—Vamos, pues —se apresuró a aceptar el hombre-mono—. Pongámonos en marcha.
Eso ya no lo pudo oír Buulaoo, que en aquel momento corría por la calle de la aldea hacia el lugar donde su repelente progenitor trasegaba cerveza de fabricación casera y contemplaba las evoluciones de los frenéticos danzarines, que saltaban y se contorsionaban como locos furiosos, entregados a sus histéricas cabriolas.
Ocurrió así que mientras Tarzán y Tambudza se escabullían furtivamente, abandonaban la aldea y desaparecían engullidos por la oscuridad de la jungla, dos ágiles corredores salieron disparados en la misma dirección, aunque por otra senda.
Cuando estuvieron a suficiente distancia del poblado como para hablar en voz alta, por encima del susurro, sin temor a que los oyesen, Tarzán preguntó a la anciana si había visto a una mujer y a un niño blancos.
—Sí,
\1wana
. —Respondió Tambudza—, con ellos iban una mujer y un niño…, un chiquitín. ¡El pobre murió de fiebre aquí, en nuestra aldea, y lo enterraron!
Al recobrar el conocimiento, Jane Clayton vio a Anderssen de pie junto a ella, con el niño en brazos. Cuando su mirada se concentró en ellos, una expresión de angustiado horror se extendió por el rostro de Jane.
—¿Qui ocurre? —se extrañó Anderssen—. ¿Istá infirma?
—¿Dónde está mi hijo? —exclamó ella, sin hacer caso de la pregunta del sueco.
Anderssen le tendió la regordeta criatura, pero Jane denegó con la cabeza.
—¡No es el mío! —exclamó—. Usted sabía que no era mi hijo. ¡Es tan diabólico como el ruso!
Los azules ojos de Anderssen se abrieron desmesuradamente.
—¿Qui no is el suyo? —manifestó su sorpresa—. Usté mi dijo qui il niño qui iba in il
Kincaid
ira su hijo.
—Pero éste no —replicó Jane hastiadamente—. ¡El otro! ¿Dónde está el otro? Debía de haber dos. No sabía nada de éste.
—No había ningún otro niño. Craía que iste ira il suyo. Lo siento mucho.
Anderssen empezó a moverse inquieto, apoyándose primero en una pierna y después en la otra. Resultó evidente para Jane que el hombre era absolutamente sincero en sus alegaciones de ignorancia respecto a la verdadera identidad del niño.
La criatura empezó entonces a balbucear y a removerse inquieta en los brazos del sueco, al tiempo que se inclinaba hacia adelante y extendía las manitas en dirección a la joven.
Jane no pudo resistir aquella súplica y dejó escapar un grito apagado mientras se ponía en pie, cogía al chiquillo y lo apretaba contra el pecho.
Lloró en silencio durante unos minutos, enterrado el semblante en el manchado vestidito del niño. Tras la primera conmoción del desencanto que le produjo comprobar que aquella criatura no era su adorado Jack, en el ánimo de Jane empezó a alborear la gran esperanza de que, después de todo, se hubiera producido el gran milagro de que, momentos antes de que el
Kincaid
zarpase de Inglaterra, hubiesen arrebatado a su verdadero hijo de las manos de Rokoff.
A esa ilusionada esperanza se unió la muda súplica de aquel chiquitín solo y desamparado en medio de los horrores de la jungla salvaje. Este pensamiento, más que cualquier otra cosa, fue lo que inclinó su corazón de madre hacia aquel ser inocente, aunque ese corazón aún sufría los efectos del desengaño causado por el hecho de que aquella criatura no fuera la suya.
—¿No tiene idea de quiénes son los padres de este niño? —preguntó a Anderssen.
El hombre meneó la cabeza negativamente.
—Pues, no —contestó—. Si no is su hijo, no sé de quién puidi ser. Rokoff dijo qui era de usté. Yo también lo craía así.
—¿Qui vamos a hacer ahora? Yo no puido volvir al
Kincaid
. Rokoff mi piga la un tiro, pero usté sí puide. La acompañaré hasta il mar. Luigo, alguno de los nigros la llivarán al barco… ¿eh?
—¡No! ¡No! —protestó Jane—. ¡Por nada del mundo! Prefiero morir a caer otra vez en manos de ese hombre. No, sigamos adelante, me haré cargo de ese niño y nos lo llevaremos con nosotros. De una manera o de otra nos salvaremos, si Dios quiere.
De modo que reanudaron la huida a través de las soledades, acompañados por media docena de mosulas que cargaban con las provisiones y las tiendas de campaña que Anderssen había introducido de ocultis en el bote cuando preparaba la huida.
Los días y noches de tortura que sufrió la mujer se fundieron en una larga e ininterrumpida pesadilla de espantos en la que pronto desapareció toda noción del tiempo. Le era imposible determinar si llevaba andando sin parar días o años. El único punto brillante en aquella eternidad de terror y sufrimiento era el chiquitín, cuyas manitas minúsculas aferraban los dedos de Jane Clayton, a la altura del corazón de la mujer.
En cierto modo, aquel ser diminuto había colmado el doloroso vacío que dejara el hijo propio. Naturalmente, nunca podría ser lo mismo, pero, con todo, día tras día, Jane notó que su amor maternal envolvía a la criatura más estrechamente cada vez, hasta el punto de que, en ocasiones, Jane se quedaba sentada, con los ojos cerrados, y dejaba volar la imaginación, acariciando la idea de que aquel pequeño bulto de humanidad que oprimía contra el pecho era realmente su propio hijo.
Durante cierto tiempo, su avance hacia el interior se desarrolló con extraordinaria lentitud. De vez en cuando, algún indígena procedente de la costa, que en el curso de su expedición de caza se cruzaba con ellos, solía informarles de que Rokoff ignoraba el rumbo que Anderssen y Jane habían seguido en su huida. Eso, y el deseo de realizar el trayecto con las menores incomodidades posibles para la delicada señora, impulsaba al sueco a efectuar marchas cortas y tranquilas, con numerosos altos para descansar.
Anderssen se empeñaba en cargar con el niño durante las caminatas y se esforzaba en infinidad de sentidos por ayudar a Jane Clayton a conservar las energías. Se sentía terriblemente afligido por el error que cometió respecto a la identidad del niño, pero una vez la joven Jane tuvo la convicción de que los motivos del hombre fueron auténticamente nobles, insistió en dejar bien claro que ella no iba a permitir que Anderssen se reprochase una equivocación que de ninguna manera podía haber evitado.
Al término de cada jornada de marcha, Anderssen procedía a disponer un refugio cómodo para Jane y el niño. La tienda se montaba siempre en el lugar más favorable. La
boma
de espinos que se tendía alrededor del campamento era la más sólida e inexpugnable que los mosulas eran capaces de preparar.
La comida de Jane era la mejor que las limitadas existencias de provisiones y el rifle del sueco podían suministrar, pero lo que más conmovía a Jane era la amabilidad, la atenta consideración y la afectuosa cortesía con que el hombre la trataba en todo momento.
Aquel carácter tan caballeroso, bajo un exterior repulsivo de veras, constituía una fuente continua de asombro y maravilla para la mujer, hasta que al cabo del tiempo, la innata nobleza del cocinero, su constante simpatía y su inagotable bondad transformaron su aspecto, a los ojos de Jane Clayton, que sólo vio reflejado en el rostro del hombre la dulzura de su personalidad.
Habían empezado a acelerar un poco el ritmo de su avance cuando les llegó la noticia de que Rokoff se encontraba a sólo unas cuantas jornadas de marcha, por detrás de ellos, y que había averiguado la dirección de su huida. Fue entonces cuando Sven Anderssen decidió seguir por el río y compró una canoa al jefe de una aldea situada cerca del Ugambi, a la orilla de uno de sus afluentes.
Poco después, el pequeño grupo de fugitivos navegaba por el ancho Ugambi y su huida se aceleró de tal manera que en seguida dejaron de tener noticias de sus perseguidores. Al final de su tránsito río arriba, abandonaron la canoa y siguieron a través de la selva. El avance se hizo inmediatamente más arduo, lento y peligroso.
Al segundo día, a partir del momento en que dejaron el Ugambi, el niño enfermó de fiebre. Anderssen supo automáticamente cuál sería el desenlace, pero le faltó valor para confesarle a Jane la verdad, porque había visto que la joven experimentaba hacia la criatura un cariño casi tan apasionado como si fuera sangre de su sangre y carne de su carne.
Como la enfermedad de la criatura les obligaba a interrumpir la marcha, Anderssen se apartó un poco del sendero principal por el que habían caminado hasta entonces y montó un campamento en un claro del bosque, junto a un riachuelo.
Jane dedicó allí todos sus esfuerzos y todas sus atenciones al pequeño y por si no fuese bastante el dolor y la angustia que tenía ya que soportar, recibió otro golpe demoledor con el súbito anuncio de uno de los porteadores mosulas que había estado explorando la floresta aledaña: el hombre había descubierto a Rokoff y su partida acampados a escasa distancia de ellos, lo que demostraba, con toda evidencia, que seguían su rastro muy de cerca y que no tardarían en llegar a aquel recóndito lugar que todos consideraron un escondrijo excelente.
La noticia sólo podía significar una cosa: que no tenían más remedio que levantar el campo y reemprender la huida a toda velocidad, sin tener en cuenta el estado en que se encontraba el niño. Jane Clayton conocía demasiado bien la inhumana forma de ser del ruso para abrigar la certeza de que, en el momento en que volviera a capturarlos, lo primero que iba a hacer era separarla del chiquillo, separación que representaría la inmediata muerte del niño. De eso también estaba Jane segura.
Mientras avanzaban dando traspiés por la enmarañada vegetación, a lo largo de un antiguo sendero de caza que las hierbas y matojos casi ocultaban del todo, los porteadores mosulas fueron desertando uno tras otro.
Los hombres se mantuvieron firmes en su entrega y lealtad mientras el peligro de que los alcanzaran el ruso y su partida constituía una posibilidad remota. Sin embargo, habían oído contar tantas barbaridades acerca del feroz carácter de Rokoff que no pudieron por menos que dejar crecer en su ánimo un pánico cerval. Y ahora que el ruso estaba muy cerca, de los corazones pusilánimes de los porteadores desapareció todo posible estímulo fortificante y no perdieron tiempo en abandonar a los tres blancos.
A pesar de todo, Anderssen y la mujer continuaron la huida. El sueco delante, para abrir el paso a través de la maleza allí donde le vegetación cubría por completo el sendero, de forma que la mujer tenía que encargarse de llevar en brazos al niño durante la marcha.
Anduvieron todo el día sin parar. Avanzada la tarde, comprendieron que no iban a alcanzar su objetivo. Oyeron el ruido que producía un gran safari, que ya les pisaba los talones, al avanzar por el camino que Anderssen abría para sus perseguidores.
Cuando resultó evidente que estaban a punto de alcanzarlos, Anderssen ocultó a Jane Clayton detrás de un árbol gigantesco y la cubrió, a ella y al niño, con ramas y matorrales.