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Authors: Carlos Castaneda

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Las enseñanzas de don Juan (7 page)

Miércoles, 6 de septiembre, 1961

Hoy, al atardecer, volvimos al tema de la yerba del diablo.

—Creo que deberíamos empezar otra vez con esa planta —dijo de pronto don Juan.

Tras un silencio cortés pregunté:

—¿Qué va usted a hacer con las plantas?

—Las plantas que saqué y corté son mías —dijo—. Es como si fueran yo mismo; con ellas voy a enseñarte la manera de domar a la yerba del diablo.

—¿Cómo lo hará usted?

—La yerba del diablo se divide en partes. Cada parte es distinta; cada una tiene su propósito y su servicio únicos.

Abrió la mano izquierda y midió sobre el piso desde la punta del pulgar hasta la del dedo anular.

—Esta es mi parte. Tú medirás la tuya con tu propia mano. Ahora bien, para establecer dominio sobre la yerba del diablo, debes empezar por tomar la primera parte de la raíz. Pero como yo te he traído con ella, debes tomar la primera parte de la raíz de
mi
planta. Yo la he medido por ti, de modo que en realidad es
mi
parte la que debes tomar al principio.

Entró en la casa y sacó uno de los bultos de arpillera. Se sentó y lo abrió. Advertí que era la planta macho. También noté que sólo había un pedazo de raíz. Don Juan tomó el trozo restante de los dos originales y lo sostuvo frente a mi cara,

—Esta es mi primera parte —dijo—. Yo te la doy. Yo mismo la he cortado para ti. La he medido como mía; ahora te la doy.

Por un instante, se me ocurrió que debería masticar la raíz como una zanahoria, pero él la metió en una bolsita blanca de algodón.

Fue a la parte trasera de la casa. Allí tomó asiento en el piso, cruzando las piernas, y con una "mano" redonda empezó a macerar la raíz dentro de la bolsa. Trabajaba sobre una piedra lisa que servía de mortero. De vez en vez lavaba las dos piedras, conservando el agua en un pequeño recipiente plano, labrado en un trozo de madera.

Al golpear cantaba, en forma muy suave y monótona, una cantilena ininteligible. Cuando hubo convertido la raíz en una pulpa blanda dentro de la bolsa, la colocó en el recipiente de madera. Volvió a meter allí el metate y la mano, llenó de agua la palangana y después la llevó a una especie de bebedero rectangular para cerdos colocado contra la cerca trasera.

Dijo que la raíz debía remojarse toda la noche y tenia que dejarse afuera de la casa para que recibiera el sereno.

—Si mañana es día de sol y calor, será muy buena señal.

Domingo, 1° de septiembre, 1961

El jueves 7 de septiembre fue un día muy claro y caluroso. Don Juan parecía muy complacido con el buen augurio y repitió varias veces que probablemente yo le había caído bien a la yerba del diablo. La raíz se había remojado toda la noche, y a eso de las 10 a.m. fuimos detrás de la casa.

El sacó la palangana de la artesa, la puso en el suelo y se sentó al lado. Tomó la bolsa y la frotó contra el fondo. La alzó unos centímetros por encima del agua y la exprimió, para luego dejarla caer. Repitió los mismos pasos tres veces más; luego desechó la bolsa, tirándola en la artesa, y dejó la palangana bajo el sol ardiente.

Regresamos dos horas después. Don Juan sacó una tetera de tamaño mediano, con agua amarillenta hirviendo. Ladeó la palangana con mucho tiento y vació el agua de encima, conservando el sedimento espeso acumulado en el fondo. Vació el agua hirviendo sobre el sedimento y dejó nuevamente la palangana en el sol.

Esta secuencia se repitió tres veces a intervalos de más de una hora. Finalmente, vació casi toda el agua de la palangana, inclinó ésta a modo de que recibiera el sol del atardecer, y la dejó.

Cuando regresamos horas después, estaba oscuro. En el fondo de la palangana había una capa de sustancia gomosa. Parecía almidón a medio cocer, blancuzco o gris claro. Había quizá toda una cucharada cafetera de esa sustancia. Don Juan llevó la palangana a la casa, y mientras él ponía agua a hervir, yo quité trozos de tierra que el viento había echado en el sedimento. Se rió de mí.

—Ese poquito de tierra no le hace daño a nadie.

Cuando el agua hervía, virtió poco más o menos una taza en la palangana. Era la misma agua amarillenta usada antes. Disolvió el sedimento formando una especie de sustancia lechosa.

—¿Qué clase de agua es ésa, don Juan?

—Agua de flores y frutas de la cañada.

Vació el contenido de la palangana en un viejo jarro de barro que parecía florero. Todavía estaba. muy caliente, de modo que sopló para enfriarlo. Tomó un sorbo y me pasó el jarro,

—¡Bebe ya! —dijo.

Lo tomé automáticamente, y sin deliberación bebí toda el agua. Era un poco amarga, aunque su amargor era apenas perceptible. Lo que resaltaba mucho era el olor acre del agua. Olía a cucarachas.

Casi inmediatamente empecé a sudar. Me dio mucho calor y la sangre se me agolpó en las orejas. Vi una mancha roja delante de mis ojos, y los músculos de mi estómago empezaron a contraerse en dolorosos retortijones. Tras un rato, aunque ya no sentía dolor, empecé a enfriarme; el sudor literalmente me empapaba.

Don Juan me preguntó si veía negrura o manchas negras frente a mis ojos. Le dije que lo veía todo rojo,

Mis dientes castañeteaban a causa de un nerviosismo incontrolable que me llegaba en oleadas, como irradiando del centro de mi pecho.

Luego me preguntó si tenía miedo. No encontraba yo sentido a sus preguntas. Le dije que obviamente tenía miedo, pero él me preguntó nuevamente si tenía miedo de ella. No comprendí a qué se refería y dije que sí. El rió y dijo que yo no tenía miedo en realidad. Me preguntó si seguía viendo rojo. Todo lo que yo veía era una enorme mancha roja frente a mis ojos.

Tras un rato me sentí mejor. Gradualmente desaparecieron los espasmos nerviosos, dejando sólo un cansancio doliente, agradable, y un intenso deseo de dormir. No podía tener los ojos abiertos, aunque aún oía la voz de don Juan. Me dormí. Pero la sensación de estar sumergido en un rojo profundo persistió toda la noche. Incluso soñé en rojo.

Desperté el sábado, alrededor de las 3 p.m. Había dormido casi dos días. Tenía una leve jaqueca y el estómago revuelto, y dolores intermitentes, muy agudos, en los intestinos. A excepción de eso, todo era como un despertar ordinario. Encontré a don Juan dormitando frente a su casa. Me sonrió.

—Todo salió muy bien la otra noche —dijo—. Viste rojo y eso es todo lo que importa.

—¿Qué habría pasado si no hubiera visto rojo?

—Habrías visto negro, y eso es mala señal.

—¿Por qué es mala?

—Cuando un hombre ve negro, quiere decir que no está hecho para la yerba del diablo, y vomita las entrañas, todas verdes y negras.

—¿Y se muere?

—No creo que nadie muera de esto, pero sí se puede enfermar por mucho tiempo.

—¿Qué les pasa a quienes ven rojo?

—No vomitan, y la raíz les produce un efecto de placer, lo cual significa que son fuertes y de naturaleza violenta: eso le gusta a la yerba. Así es como incita. Lo único malo es que los hombres terminan siendo esclavos suyos a cambio del poder que les da. Pero sobre esas cosas no tenemos control. El hombre vive sólo para aprender. Y si aprende es porque ésa es la naturaleza de su suerte, para bien o para mal.

—¿Qué debo hacer luego, don Juan?

—Luego debes plantar un brote que he cortado de la otra mitad de la primera parte de raíz. Tú la otra noche tomaste la mitad, y ahora hay que meter en la tierra la otra mitad. Tiene que crecer y dar semilla antes de que puedas emprender la verdadera tarea de domar a la planta.

—¿Cómo la domaré?

—La yerba del diablo se doma por la
raíz
. Paso a paso, debes aprender los secretos de cada parte de la raíz. Debes tomarlas para aprender los secretos y conquistar el poder.

—¿Se preparan las distintas partes en la misma forma en que usted preparó la primera?

—No, cada parte es distinta.

—¿Cuáles son los efectos específicos de cada parte?

—Ya te dije: cada una enseña una forma distinta de poder. Lo que tomaste la otra noche no es nada todavía. Cualquiera puede con eso. Pero sólo el brujo puede tomar las partes más hondas. No puedo decirte qué hacen porque todavía no sé si ella irá a tomarte. Hay que esperar. ,

—¿Cuándo me dirá, entonces?

—Cuando tu planta crezca y dé semilla.

—Si cualquiera puede tomar la primera parte, ¿para qué se usa?

—Diluida, es buena para todas las cosas de la hombría: gente vieja que ha perdido el vigor, o jóvenes que buscan aventuras, o hasta mujeres que quieren pasión.

—Dijo usted que la raíz se usa sólo para el poder, pero veo que también se usa para otras cosas aparte del poder. ¿Estoy en lo cierto?

Me miró durante un rato muy largo, con una mirada firme que me hizo sentir incómodo. Sentí que mi pregunta lo había enojado, pero no podía comprender por qué.

—La yerba se usa sólo para el poder —dijo finalmente con tono seco, severo—. El hombre que quiere recobrar su vigor, la gente joven que busca soportar la fatiga y el hambre, el hombre que quiere matar a otro hombre, la mujer que quiere estar caliente: todos desean poder. ¡Y la yerba se lo da! ¿Sientes que la quieres? —preguntó tras una pausa.

—Siento un vigor extraño —dije, y era verdad. Lo había advertido al despertar y lo sentía entonces. Era una sensación muy peculiar de incomodidad, de amargura; todo mi cuerpo se movía y se estiraba con ligereza y fuerza inusitadas. Tenía comezón en los brazos y en las piernas. Mis hombros parecían henchirse; los músculos de mi espalda y de mi cuello me hacían sentir deseos de empujar árboles o frotarme contra ellos. Me sentía capaz de demoler un muro.

No dijimos más. Estuvimos un rato sentados en el zaguán. Noté que don Juan se estaba quedando dormido; cabeceó un par de veces y luego, sencillamente, estiró las piernas, se acostó en el piso con las manos tras la cabeza y se durmió. Me levanté y fui detrás de la casa, donde quemé mi energía física extra limpiando la basura; don Juan, recordaba yo, había dicho que le gustaría que yo lo ayudase a limpiar detrás de su casa.

Más tarde, cuando él se despertó y vino al traspatio, yo me hallaba más relajado.

Nos sentamos a comer, y durante la comida me preguntó tres veces cómo me sentía. Siendo esto una rareza, terminé por preguntar:

—¿Por qué le preocupa cómo me siento, don Juan? ¿Espera que tenga una mala reacción por haber tomado el jugo?

Rió. Pensé que se estaba portando como un niño travieso que ha armado una jugarreta e investiga los resultados de vez en cuando. Todavía riendo, dijo:

—No pareces enfermo. Hace rato-hasta me hablaste mal.

—No es cierto, don Juan —protesté—. No recuerdo haberle hablado nunca así.

Tomé muy en serio ese punto porque no recordaba haberme sentido molesto con él.

—Saliste en su defensa —dijo.

—¿En defensa de quién?

—Estabas defendiendo a la yerba del diablo. Ya parecías su amante.

Yo iba a protestar aún más vigorosamente, pero me contuve.

—De veras no me di cuenta de que estaba defendiéndola.

—Claro que no. Ni siquiera te acuerdas de lo que dijiste, ¿verdad?

—No, no me acuerdo. Tengo que admitirlo.

—Ya ves. Así es la yerba del diablo. Se te cuela como una mujer. Ni siquiera te das cuenta. Todo lo que sabes es que te hace sentirte bien y con poder: los músculos se hinchan de vigor, los puños dan comezón, las plantas de. los pies arden por perseguir a alguien. Cuando un hombre la conoce es cuando de veras se llena de ansias. Mi benefactor decía que la yerba del diablo se queda con los hombres que quieren poder y se deshace de los que no pueden con ella. Pero el poder era más común entonces; se buscaba con más ganas. Mi benefactor era un hombre poderoso y, según lo que me dijo, su benefactor era todavía más dado a buscar poder. Pero en esos días había razón para ser poderoso.

—¿Piensa usted que ya no hay razón para el poder en estos di as?

—El poder está bien para ti, ahora. —Eres joven. No eres indio. Acaso la yerba del diablo sea buena en tus manos. Parece que te gustó. Te hizo sentirte fuerte. Yo mismo sentí todo eso. Y sin embargo no me gustó.

—¿Puede decirme por qué, don Juan?

—¡No me gusta su poder! Ya no sirve de nada. En otros tiempos, como aquellos de los que mi benefactor me contaba, había razón para buscar poder. Los hombres realizaban hazañas fenomenales, eran admirados por su fuerza y temidos y respetados por su saber. Mi benefactor me contaba historias de hazañas verdaderamente fenomenales que se realizaron hace mucho, mucho. Pero ahora nosotros, los indios, ya no buscamos ese poder. Hoy en día, los indios usan la yerba para darse friegas. Usan las hojas y las flores para otras cosas; hasta dicen que les curan los granos. Pero no buscan su poder: un poder que actúa como un imán, más potente y más peligroso de manejar cuanto más se ahonda la raíz en la tierra. Cuando uno llega a los cuatro metros —dicen que algunos han llegado— encuentra el sitio del poder permanente, poder sin fin. Muy pocos seres humanos han hecho esto en el pasado, y nadie lo hace hoy.

Te lo digo, nosotros los indios ya no necesitamos el poder de la yerba del diablo. Creo que poco a poco hemos perdido el interés, y ahora el poder ya no importa. Yo mismo no lo busco, y sin embargo una vez, cuando tenía tu edad, también sentía por dentro su hinchazón. Me sentía como tú te sentiste hoy, sólo que quinientas veces más fuerte. Maté a un hombre con un solo golpe de mi brazo. Podía aventar peñascos, peñascos enormes que ni veinte hombres podían mover. Una vez salté tan alto que tronché las copas de los árboles más altos. ¡Pero todo eso fue de balde! Lo único que hacía era asustar a los indios: nada más a los indios. Los demás, que no sabían nada de eso, no lo creían. Veían un indio loco, o bien algo que se movía en las copas de los árboles.

Estuvimos callados largo tiempo. Yo necesitaba decir algo.

—Era distinto cuando había gente en el mundo —prosiguió—, gente que sabia que, un hombre podía convertirse en león de montaña o en pájaro, o que un hombre podía volar así nomás. Por eso ya no uso la yerba del diablo. ¿Para qué? ¿Para asustar a los indios?

Y lo vi triste, y una honda simpatía me llenó. Quise decirle algo, aunque fuera una perogrullada,

—Tal vez, don Juan, ése sea el destino de todos los hombres que quieren saber.

—Tal vez —dijo suavemente.

Jueves, 23 de noviembre, 1961

Al llegar en el auto, no vi a don Juan sentado en su zaguán. Eso me pareció extraño. Lo llamé en voz alta y su nuera salió de la casa.

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