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Authors: Carlos Castaneda

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Las enseñanzas de don Juan (6 page)

Declaró luego su intención de enseñarme lo que es un "aliado" en la misma forma exacta como su benefactor se lo había enseñado a él. Recalcó con fuerza las palabras "misma forma exacta.", repitiendo la frase varias veces.

Un "aliado", dijo, es un poder que un hombre puede traer a su vida para que lo ayude, lo aconseje y le dé la fuerza necesaria para ejecutar acciones, grandes o pequeñas, justas o injustas. Este aliado es necesario para engrandecer la vida de un hombre, guiar sus actos y fomentar su conocimiento. De hecho, un aliado es la ayuda indispensable para saber. Don Juan decía esto con gran convicción y fuerza. Parecía elegir cuidadosamente sus palabras. Repitió cuatro veces la siguiente frase:

—Un aliado te hará ver y entender cosas sobre las que ningún ser humano podría jamás iluminarte.

—¿Es un aliado algo parecido a un espíritu guardián?

—No es ni espíritu ni guardián. Es una ayuda.

—¿Es Mescalito el aliado de usted?

—¡No! Mescalito es otra clase de poder. ¡Un poder único! Un protector, un maestro.

—¿En qué se diferencia Mescalito de un aliado?

—A Mescalito no se le puede domar y usar como se doma y se usa a un aliado. Mescalito está fuera de uno mismo. Escoge mostrarse en muchas formas a quienquiera que tenga enfrente, sin importarle que sea un brujo o un peón.

Don Juan hablaba con hondo fervor de que Mescalito era el maestro de la buena manera de vivir. Le pregunté cómo enseñaba Mescalito a "vivir como se debe", y don Juan repuso que Mescalito
muestra
cómo vivir.

—¿Cómo lo muestra? —pregunté.

—Tiene muchos modos de hacerlo. A veces lo enseña en su mano, o en las piedras, o los árboles, o nomás enfrente de uno.

—¿Es como una imagen enfrente de uno?

—No. Es una enseñanza enfrente de uno.

—¿Habla Mescalito a la persona?

—Sí. Pero no con palabras.

—¿Entonces cómo habla?

—A cada hombre le habla distinto.

Sentí que mis preguntas lo molestaban. No hice ninguna más. El siguió explicando que no había pasos exactos para conocer a Mescalito; por tanto, nadie podía instruir sobre él a excepción de Mescalito mismo, Esta característica lo hacía un poder único; no era el mismo para todos los hombres.

En cambio, dijo don Juan, la adquisición de un aliado requería la enseñanza más precisa y el seguir, sin desviación, una serie de etapas o pasos. Hay muchos de esos poderes aliados en el mundo, dijo, pero él sólo conocía bien dos de ellos. E iba a guiarme a ellos y a sus secretos, pero de mí dependía escoger
uno
de los dos, pues sólo uno podía tener. El aliado de su benefactor estaba en la yerba del diablo, dijo, pero a él en lo personal no le gustaba, aunque gracias al benefactor sabía sus secretos. Su propio aliado estaba en el "humito", dijo, pero no concretó la naturaleza del humo.

Inquirí al respecto. Permaneció callado. Tras una larga pausa le pregunté:

—¿Qué clase de poder es un aliado?

—Ya te dije: es una ayuda.

—¿Cómo ayuda?

—Un aliado es un poder capaz de llevar a un hombre más allá de sus propios límites. Así es como un aliado puede revelar cosas que ningún ser humano podría.

—Pero Mescalito también lo saca a uno de sus propios límites. ¿No lo convierte eso en un aliado?

—No. Mescalito te saca de ti mismo para enseñarte. Un aliado te saca para darte poder.

Le pedí explicarme el punto con más detalle, o describir la diferencia entre ambos efectos. Me miró largo rato y rió. Dijo que aprender por medio de la conversación era no sólo un desperdicio sino uno estupidez, porque el aprender era la tarea más difícil que un hombre podía echarse encima. Me pidió recordar la vez que traté de hallar mi sitio, y cómo quería yo encontrarlo sin trabajo porque esperaba que él me diese toda la información. Si lo hubiera hecho, dijo, yo jamás habría aprendido. Pero el saber cuán difícil era hallar mi sitio, y sobre todo el saber que existía, me darían un peculiar sentido de confianza. Dijo que mientras yo permaneciese enclavado en mi "sitio bueno" nada podría causarme daño corporal, porque yo tenía la seguridad de que en ese sitio específico me hallaba lo mejor posible. Tenía el poder de rechazar cuanto pudiera serme dañino. Pero si él me hubiese
dicho
dónde estaba el sitio, yo jamás habría tenido la confianza necesaria para considerar esto como verdadero saber. Así, saber era ciertamente poder.

Don Juan dijo entonces que, siempre que un hombre se propone aprender, debe laborar tan arduamente como yo lo hice para encontrar aquel sitio, y los límites de su aprendizaje están determinados por su propia naturaleza. Así, no veía objeto en hablar del conocimiento. Dijo que ciertas clases de saber eran demasiado poderosas para la fuerza que yo tenía: hablar de ellas sólo me acarrearía daño. Al parecer sintió que no había nada más que quisiera decir. Se levantó y fue rumbo a su casa. Le dije que la situación me abrumaba. No era lo que yo había pensado ni deseado.

Dijo que los temores son naturales; todos los sentimos y no podemos evitarlo. Pero por otra parte, pese a lo atemorizante que sea el aprender, es más terrible pensar en un hombre sin aliado o sin conocimientos.

III

Pasaron más de dos años entre el tiempo en que don Juan decidió instruirme acerca de los poderes aliados y el tiempo en que me consideró listo para aprender sobre ellos en la forma pragmática y partícipe que él consideraba aprendizaje; en dicho lapso definió gradualmente las características generales de los dos aliados en cuestión. Me preparó para el corolario indispensable de todas las verbalizaciones y la consolidación de todas las enseñanzas: los estados de realidad no ordinaria.

Al principio, se refería de un modo muy casual a los poderes aliados. Las primeras menciones, en mis notas, están intercaladas entre otros temas de conversación

Miércoles, 23 de agosto, 1961

—La yerba del diablo [toloache] era el aliado de mi benefactor. Podría haber sido también el mío, pero no me gustó.

—¿Por qué no le gustó la yerba del diablo, don Juan?

—Tiene una desventaja seria.

—¿Es inferior a otros poderes aliados?

—No. No me estás entendiendo. La yerba del diablo es tan poderosa como el mejor de los aliados, pero tiene algo que a mí en lo personal no me gusta.

—¿Me puede decir qué es?

—Malogra a los hombres. Los hace probar el poder demasiado pronto, sin fortificar sus corazones, y los hace dominantes y caprichosos. Los hace débiles en medio de gran poder.

—¿No hay alguna manera de evitarlo?

—Hay una manera de superar todo esto, pero no de evitarlo. Quien se hace aliado de la yerba debe pagar ese precio.

—¿Cómo puede uno superar ese efecto, don Juan?

—La yerba del diablo tiene cuatro cabezas: la raíz, el tallo y las hojas, las flores, y las semillas. Cada una es diferente, y quien se haga su aliado tiene que aprenderlas en ese orden. La cabeza más importante está en las raíces. El poder de la yerba del diablo se conquista por las raíces. El tallo y las hojas son la cabeza que cura enfermedades; bien usada, esta cabeza es un don a la humanidad. La tercera cabeza está en las flores y se usa para volver locos a los hombres, o para hacerlos obedientes, o para matarlos. El hombre que tiene a la yerba de aliado nunca torna las flores, ni tampoco toma el tallo y las hojas, a no ser que esté enfermo, pero las raíces y las semillas se toman siempre, sobre todo las semillas: son la cuarta cabeza de la yerba del diablo, y la más poderosa de todas.

"Mi benefactor decía que las semillas son la 'cabeza sobria': la única parte capaz de fortificar el corazón del hombre. La yerba del diablo es dura con sus protegidos, decía él, porque busca matarlos aprisa, y por lo común lo logra antes de que puedan llegar a los secretos de la 'cabeza sobria'. Sin embargo, por ahí dicen que hubo hombres que averiguaron los secretos de la cabeza sobria. ¡Qué prueba para un hombre de conocimiento!"

—¿Averiguó su benefactor tales secretos?

—No, él no.

—¿Conoce usted a alguien que lo haya hecho?

—No. Pero vivieron en un tiempo en que ese saber era

importante.

—¿Conoce a alguien que sepa de gente así?

—No, yo no.

—¿Conocía a alguien su benefactor?

—El sí,

—¿Por qué no llegó su benefactor a los secretos de la cabeza sobria?

—Domar la yerba del diablo para hacerla un aliado es una de las tareas más difíciles que conozco. Ella y yo, por ejemplo, jamás nos hicimos alianza, quizá porque nunca le tuve cariño.

—¿Puede usted usarla todavía como aliado, aunque no le tenga cariño?

—Puedo, sólo que prefiero no hacerlo. Tal vez contigo sea diferente.

—¿Por qué se llama yerba del diablo?

Don Juan hizo un gesto de indiferencia, alzó los hombros y permaneció callado algún tiempo. Finalmente dijo que "yerba del diablo" era su nombre de leche. Había, añadió, otros nombres para la yerba del diablo, pero no debían usarse porque el pronunciar un nombre era asunto serio, sobre todo si uno estaba aprendiendo a domar un poder aliado. Le pregunté por qué el pronunciar un nombre era cosa tan grave. Dijo que los nombres se reservaban para usarse sólo al pedir ayuda, en momentos de gran apuro y necesidad, y me aseguró que tales momentos ocurren tarde o temprano en la vida de quien busca el conocimiento.

Domingo, 3 de septiembre, 1961

Hoy en la tarde don Juan recogió del campo dos plantas
Datura
.

Inesperadamente trajo a colación el terna de la yerba del diablo, y luego me pidió acompañarlo a los cerros a buscar una.

Fuimos en coche hasta las montañas cercanas. Saqué de la cajuela una pala y nos adentramos por una de las cañadas. Caminamos bastante rato, vadeando el chaparral que crecía denso en la tierra suave, arenosa. Don Juan se detuvo junto a una planta pequeña con hojas de color verde oscuro y flores grandes, blancuzcas, acampanadas.

—Esta —dijo.

Inmediatamente empezó a cavar. Traté de ayudarlo, pero él me rechazó con una vigorosa sacudida de cabeza y siguió cavando un hoyo circular en torno a la planta: un hoyo de forma cónica, hondo hacia el borde exterior, con un montículo en el centro del círculo. Dejando de cavar, se arrodilló cerca del tallo y limpió con los dedos la tierra suave en torno, descubriendo unos diez centímetros de una raíz grande, tuberosa, bifurcada, cuyo grosor contrastaba marcadamente con el del tallo, que parecía frágil por comparación.

Don Juan me miró y dijo que la planta era "macho" porque la raíz se bifurcaba desde el punto exacto en que se unía al tallo. Luego se levantó y echó a andar buscando algo.

—¿Qué busca usted, don Juan?

—Quiero hallar un palo.

Empecé a mirar en torno, pero él me detuvo.

—¡Tú no! Tú siéntate allí —señaló unas rocas como a seis metros de distancia—. Yo lo encontraré.

Volvió tras un rato con una rama larga y seca. Usándola a manera de coa, aflojó cuidadosamente la tierra a lo largo de los dos ramales divergentes de la raíz. Limpió en torno a ellos hasta una profundidad aproximada de medio metro. Cuanto más ahondaba, más apretada estaba la tierra, hasta el punto de ser prácticamente impenetrable a la vara.

Dejó de cavar y se sentó a recobrar el aliento. Me senté junto a él. Pasamos largo rato sin hablar.

—¿Por qué no la saca usted con la pala? —pregunté.

—Podría cortar y dañar a la planta. Tuve que conseguirme un palo de este sitio para que así, en caso de pegarle a la raíz, el daño no fuera tanto como el que haría una pala o un objeto extraño.

—¿Qué clase de palo trajo usted?

—Cualquier rama seca de paloverde es buena. Si no hay ramas secas, tienes que cortar una fresca.

—¿Pueden usarse las ramas de cualquier otro árbol?

—Ya te dije: sólo de paloverde y de ningún otro.

—¿Por qué, don Juan?

—Porque la yerba del diablo tiene muy pocos amigos, y el paloverde es el único árbol de por aquí que se lleva bien con ella: lo único que prende. Si dañas la raíz con una pala, no crecerá cuando la vuelvas a plantar, pero si la lastimas con un palo de ésos, lo más probable es que ni lo sienta.

—¿Qué va usted a hacer ahora con la raíz?

—Voy a cortarla. Debes dejarme. Vete a buscar otra planta y espera que te llame.

—¿No quiere que lo ayude?

—¡Sólo puedes ayudarme si te lo pido!

Alejándome, empecé a buscar otra planta, combatiendo el fuerte deseo de rondar a hurtadillas y observar a don Juan. Tras un rato se me unió.

—Ahora vamos a buscar la hembra —dijo.

—¿Cómo los distingue usted?

—La hembra es más alta y crece por encima del suelo, así que realmente parece un arbolito. El macho es grande y se extiende cerca del suelo y más parece un matorral espeso. Cuando saquemos a la hembra verás que la raíz se hunde por un buen trecho antes de hacerse horcón. El macho, en cambio, tiene el horcón de la raíz pegada al tallo.

Buscamos juntos por el campo de daturas. Luego, señalando una planta, dijo: "Esa es hembra." Y procedió a cavar en torno de ella como había hecho antes. Apenas descubrió la raíz pude ver que ésta se ajustaba a su predicción. Lo dejé nuevamente cuando se disponía a cortarla.

Al llegar a su casa, abrió el bulto donde había puesto las daturas. Sacó primero la más grande, el macho, y la lavó en una amplia bandeja de metal. Limpió cuidadosamente toda la tierra de la raíz, el tallo y las hojas. Después de esa limpieza minuciosa, separó el tallo de la raíz haciendo una incisión superficial en torno a su juntura con un cuchillo corto y serrado, y quebrando la planta por allí. Tomó el tallo y separó cada una de sus partes haciendo montones individuales con las hojas, las flores y las espinosas vainas de semilla. Tiró cuanto estaba seco o comido de gusanos, y conservó sólo las partes intactas. Unió ambos ramales de la raíz atándolos con dos trozos de cordel, los quebró por la mitad tras hacer un corte superficial en la juntura, y obtuvo dos pedazos de raíz de igual tamaño,

Luego tomó un trozo de arpillera áspera y colocó en él los dos pedazos de raíz atados; encima puso las hojas en un montón ordenado, luego las flores, las vainas y el tallo. Dobló la arpillera e hizo un nudo con las puntas.

Repitió exactamente los mismos pasos con la otra planta, la hembra, sólo que al llegar a la raíz, en vez de cortarla, dejó intacta la horqueta, como una letra Y invertida. Luego puso todos los pedazos en otro bulto de tela. Cuando terminó, ya había oscurecido.

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