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Authors: Carlos Castaneda

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Las enseñanzas de don Juan (17 page)

Pedí ayuda a don Juan. En determinado momento grité frenéticamente, a voz en cuello, pero don Juan no se movió. Seguía mirándome, de soslayo, como no queriendo volver la cabeza para encararme de lleno. Di un paso hacia él, pero en vez de avanzar trastabillé hacia atrás y caí contra la pared. Supe que mi— espalda la había arremetido, pero no sentí dureza alguna; me hallaba suspendido por entero en una sustancia blanda, esponjosa: era la pared. Tenía los brazos extendidos lateralmente, y poco a poco mi cuerpo parecía hundirse en el muro. Sólo podía ver al frente, hacia el cuarto. Don Juan seguía observándome, pero sin hacer el menor movimiento para ayudarme. Realicé un esfuerzo supremo por sacar mi cuerpo de la pared, pero sólo se hundía más y más. Con un terror indescriptible, sentí que la pared esponjosa me cubría la cara. Traté de cerrar los ojos, pero estaban fijos y abiertos.

No recuerdo qué más sucedió. De pronto vi a don Juan enfrente, a poca distancia. Nos hallábamos en el otro cuarto. Vi la mesa de don Juan y la estufa de tierra, encendida, y con el rabo del ojo distinguí la cerca fuera de la casa. Veía todo muy claro. Don Juan había traído la linterna de kerosén, ahora colgada de la viga en mitad de la habitación, Traté de mirar en dirección distinta, pero mis ojos estaban colocados exclusivamente para ver en línea recta hacia adelante. No podía distinguir, ni sentir, parte alguna de mi cuerpo. Mi respiración tampoco se notaba. Pero mis ideas eran lúcidas en extremo. Tenía clara conciencia de todo cuanto ocurría frente a mí. Don Juan se acercó, y mi claridad mental cesó. Algo pareció detenerse en mi interior. No había más ideas. Vi venir a don Juan y lo odié. Quería hacerlo pedazos. Lo habría matado entonces, pero no podía moverme. Al principio percibí vagamente una presión sobre mi cabeza, pero también desapareció. Sólo una cosa quedaba: una ira incontenible contra don Juan. Lo vi a unos centímetros de mí. Quise destrozarlo con las manos. Sentí estar gruñendo. Algo en mi empezó a retorcerse. Oí que don Juan me hablaba. Su voz era suave y tranquilizadora y, sentía yo, infinitamente agradable. Se acercó más aún y comenzó a recitar una canción de cuna.

Señora Santa Ana, ¿Por qué llora el niño?

Por una manzana que se le ha Perdido.

Yo le daré una. Yo le daré dos.

Una para el niño y otra para vos.

Una calidez me saturó. Era una tibieza de corazón y sentimientos. Las palabras de don Juan eran un eco distante. Revivían los recuerdos olvidados de la niñez.

La violencia antes sentida desapareció. El resentimiento se hizo añoranza: afecto gozoso que ya no tenía cuerpo y me hallaba en libertad de convertirme en lo que quisiera. Retrocedió. Mis ojos ocupaban un nivel normal, como si me encontrara de pie frente a él. Extendió ambos brazos hacia mí y me dijo que entrara en ellos.

O avancé, o él se me acercó. Sus manos estaban casi sobre mi rostro: sobre mis ojos, aunque yo no las sentía.

—Métete en mi pecho —le oí decir. Sentí que me envolvía. Era la misma sensación esponjosa de la pared.

Luego sólo pude oír su voz ordenándome mirar y ver. Ya no me era posible distinguirlo. Al parecer mis ojos estaban abiertos, pues veían relámpagos en un campo rojo; era como mirar una luz a través de párpados cerrados. Entonces mis pensamientos volaron de nuevo. Regresaron en un bombardeo de imágenes: rostros, paisajes. Escenas sin la menor coherencia brotaban y desaparecían. Era como uno de esos sueños rápidos en que las imágenes se enciman y cambian.

Luego los pensamientos empezaron a disminuir en número e intensidad, y pronto se fueron otra vez. Había sólo una conciencia de afecto, de ser feliz. No discernía yo formas ni luz. De pronto tiraron de mí hacia arriba. Claramente sentí que me alzaban. Y me hallaba libre, moviéndome en agua o en aire con tremenda ligereza y velocidad. Nadaba como una anguila; me contorsionaba y viraba y me elevaba y descendía a voluntad. Sentí soplar un viento frío en todo mi derredor y empecé a flotar como una pluma de un lado a otro, bajando, y bajando, y bajando.

Sábado, 28 de diciembre, 1963

Desperté ayer, al terminar la tarde. Don Juan me dijo que yo había dormido apaciblemente casi dos días. La cabeza me dolía como si fuera a romperse. Bebí un poco de agua y vomité. Me sentía cansado, extremadamente cansado, y después de comer volví a dormirme.

Hoy me hallaba perfectamente relajado de nuevo. Don Juan y yo hablamos de mi experiencia con el humito. Pensando que él deseaba, como siempre, el relato completo, empecé a describir mis impresiones, pero me detuvo diciendo que no era necesario. Dijo que yo en realidad no había hecho nada y me había quedado dormido inmediatamente, así que no había nada de qué hablar.

—¿Y cómo me sentí? ¿No importa para nada? —insistí.

—No, con el humito no. Más tarde, cuando aprendas a viajar, hablaremos; cuando aprendas a meterte en las cosas.

—¿De veras se "mete" uno en las cosas?

—¿No recuerdas? Te metiste en esa pared y saliste por el otro lado.

—Pienso que en realidad me salí de mis cabales.

—No, no fue eso.

—¿Se portó usted igual que yo cuando fumó por primera vez, don Juan?

—No, igual no. Tenemos distinto carácter.

—¿Cómo se portó usted? .

Don Juan no respondió. Planteé de otro modo la pregunta y la hice de nuevo. Pero él afirmó no recordar sus experiencias, y dijo que mi pregunta era comparable a interrogar a un pescador sobre lo que había sentido la primera vez que pescó.

Dijo que el humito como aliado era único, y le recordé que también había llamado único a Mescalito. Arguyó que cada uno era único, pero que diferían en especie.

—Mescalito es un protector porque te habla y puede guiar tus actos —dijo—. Mescalito enseña la forma debida de vivir. Y puedes verlo porque está fuera de ti. El humito, en cambio, es un aliado. Te transforma y te da poder sin mostrarse jamás. No puedes hablarle. Pero sabes que existe porque se lleva tu cuerpo y te hace ligero como el aire. No obstante, nunca lo ves. Pero allí está, dándote poder para que lleves a cabo cosas que ni te imaginas, como cuando se lleva tu cuerpo.

—Sentí de veras que había perdido mi cuerpo, don Juan.

—Pues sí.

—¿Quiere usted decir que yo en realidad no tenía cuerpo?

—¿

qué piensas?

—Bueno, no sé. Nada más puedo decirle lo que sentí.

—Eso es todo lo que hay en realidad: lo que sentiste.

—¿Pero cómo me vio usted, don Juan? ¿Qué parecía yo? —No importa cómo te haya visto. Es como cuando agarraste la estaca. Sentiste que no estaba allí y le diste vuelta para estar seguro de que estaba allí. Pero cuando saltaste volviste a sentir que no estaba de veras allí.

—Pero usted me vio como soy ahora, ¿no?

—¡No! ¡No eras como eres ahora!

—¡Cierto! Lo admito. Pero ¿tenía mi cuerpo, verdad, aunque
yo
no pudiera sentirlo?

—¡No! ¡Carajo! ¡No tenías un cuerpo como el cuerpo que tienes hoy!

—¿Qué pasó entonces con mi cuerpo?

—Creí que entendías. Tu cuerpo se lo llevó el humito.

—Pero, ¿adónde fue a dar?

—¿Cómo demonios quieres que sepa eso?

Era inútil persistir en tratar de obtener una explicación "racional". Le dije que no quería discutir ni hacer preguntas estúpidas, pero si aceptaba la idea de que era posible perder mi cuerpo, perdería toda mi racionalidad.

Dijo que yo exageraba, como de costumbre, y que no perdí ni iba a perder nada a causa del humito.

Martes, 28 de enero, 1964

Pregunté a don Juan qué pensaba de la idea de dar el humito a todo el que deseara la experiencia.

Repuso con indignación que dar el humito a cualquiera sería igual que matarlo, porque no tendría a nadie que lo guiara. Pedí a don Juan explicar sus palabras. Repuso que yo estaba
allí
, vivo y hablando con él, porque él me había hecho regresar. Había recobrado mi cuerpo. Sin él, yo jamás habría despertado.

—¿Cómo recobró usted mi cuerpo, don Juan?

—Eso lo aprenderás más tarde, pero tendrás que aprenderlo por tu propia cuenta. Por ese motivo quiero que aprendas lo más posible mientras yo ande todavía por aquí. Has perdido ya bastante tiempo haciendo preguntas estúpidas sobre cosas absurdas. Pero quizá no sea tu suerte aprender todo lo del humito.

—Bueno, ¿qué hago entonces?

—Deja que el humito te enseñe cuanto puedas aprender.

—¿También el humito enseña?

—Claro que enseña.

—¿Enseña como Mescalito?

—No, no es un maestro como Mescalito. No enseña las mismas cosas.

—Pero entonces, ¿qué enseña el humito?

—Te enseña a manejar su poder, y para aprender eso debes tomarlo todas las veces que puedas.

—Su aliado da mucho miedo, don Juan. Lo que sentí no se parecía a nada que yo hubiera experimentado jamás. Creí haber perdido la razón.

Por algún motivo, esta fue la imagen más aguda que acudió a mi mente. Veía yo el sucedido total desde la peculiar perspectiva de haber tenido otras experiencias alucinógenas con las cuales trazar una comparación, y lo único que se me ocurría, una y otra vez, era que con el humito uno pierde la razón.

Don Juan descartó mi símil, diciendo que lo que yo sentí fue el poder inimaginable del humito. Y para manejar ese poder, dijo, hay que vivir una vida fuerte. La idea de la vida fuerte no atañe sólo al periodo de preparación, sino también se vincula a la actitud del sujeto después de la experiencia. Don Juan dijo que el humito es tan fuerte que sólo con fuerza es posible hermanarlo; de otro modo, la vida de uno se quebraría en pedazos.

Le pregunté si el humito tenía el mismo efecto sobre cualquiera. Dijo que producía una transformación, pero no en cualquiera.

—Entonces, ¿cuál es la razón especial de que el humito produjera la transformación en mí? —pregunté.

—Esa creo que es una pregunta muy tonta. Has seguido con obediencia todos los pasos que se necesitan. No es ningún misterio que el humito te transformara.

Nuevamente le pedí hablar de mi apariencia. Quería saber cómo me había visto, pues la imagen de un ser incorpóreo que don Juan había plantado en mi mente, comprensiblemente era insoportable.

Dijo que, a decir verdad, le dio miedo mirarme; sintió lo mismo que su benefactor debió de sentir al ver a don Juan fumar por vez primera.

—¿Por qué le daba miedo? —pregunté—. ¿Me veía tan mal?

—Jamás había visto fumar a nadie.

—¿No veía fumar a su benefactor?

—No.

—¿Ni siquiera se ha visto nunca usted mismo?

—¿Y cómo me voy a ver?

—Podría fumar frente a un espejo.

No respondió, pero se quedó mirándome y sacudió la cabeza. Volví a preguntarle si era posible mirarse en un espejo. Dijo que seria posible, aunque resultaría inútil, porque probablemente uno se moriría del susto, si no es que de otra cosa,

—Entonces ha de verse uno espantoso —dije.

—Toda mi vida me ha intrigado la misma cosa —dijo—. Y sin embargo no pregunté, ni me vi en un espejo. Ni siquiera pensé en eso.

—Entonces, ¿cómo puedo averiguar?

—Tendrás que esperar, como yo, hasta que le des el humito a otro. Si es que llegas a dominarlo, claro. Entonces verás cómo parece un hombre. Esa es la regla.

—¿Qué pasaría si fumara yo frente a una cámara y me tomara un retrato?

—No sé. Quizás el humito se volvería en tu contra. Pero a ti eso no te importa porque ha de parecerte tan inofensivo que te crees capaz de jugar con él.

Le dije que no me proponía jugar, pero que antes él me había dicho que el humito no requería pasos, y yo pensaba que no había mal en querer saber qué aspecto tenía uno. Me corrigió: había querido decir que no existía la necesidad de seguir un orden especifico, como con la yerba del diablo; con el humito, todo cuanto se necesitaba era la actitud debida. Desde ese punto de vista, dijo, había que ser exacto al seguir la regla. Me dio un ejemplo, explicando que no importaba cuál de los ingredientes para la mezcla se recogiese primero, siempre y cuando la cantidad fuese la necesaria.

Pregunté si habría algún mal en contar a otros mi experiencia. Repuso que los únicos secretos que nunca debían revelarse eran cómo hacer la mezcla, cómo desplazarse y cómo regresar; otros asuntos relativos al tema carecían de importancia.

VIII

Mi último encuentro con Mescalito fue una serie de cuatro sesiones celebradas en cuatro días consecutivos. Don Juan llamaba "mitote" a esta larga sesión. Era una ceremonia de peyote para "peyoteros" y aprendices. Había dos hombres mayores, como de la edad de don Juan, uno de los cuales era el guía, y cinco hombres más jóvenes, contándome a mí.

La ceremonia tuvo lugar en el estado de Chihuahua, cerca de la frontera con Tejas. Consistía en cantar y en ingerir peyote durante la noche. En el día las mujeres de servicio, que permanecían fuera de los confines del sitio de la ceremonia, proveían de agua a todos los hombres, y sólo un simulacro de comida ritual se consumía diariamente.

Sábado, 12 de septiembre, 1964

Durante la primera noche de la ceremonia, el jueves 3 de septiembre, tomé ocho botones de peyote. No tuvieron efecto sobre mí, o si lo hubo fue muy ligero. Mantuve cerrados los ojos la mayor parte de la noche. Me sentía mucho mejor así. No me dormí, ni estaba cansado. Al final de la sesión, el canto se hizo extraordinario. Por un breve momento me sentí exaltado y quise llorar, pero al concluir la canción se desvaneció el sentimiento.

Todos nos levantamos y salimos. Las mujeres nos dieron agua. Unos la bebieron, otros hicieron gárgaras. Los hombres no hablaban en absoluto, pero las mujeres charlaban y soltaban risitas de la mañana a la noche. La comida ritual se sirvió al mediodía. Era maíz cocido.

Al ponerse el sol el viernes 4 de septiembre, empezó la segunda sesión. El guía cantó su canción de peyote y el ciclo de canciones e ingestión de botones de peyote se inició nuevamente. Terminó en la mañana con todos los hombres cantando al unísono, cada quién su propia canción.

Al salir, no vi tantas mujeres como el día anterior. Alguien me dio agua, pero yo ya no me ocupaba de mi alrededor. Otra vez había ingerido ocho botones, pero el efecto fue distinto.

Debió de ser hacia el final de la sesión cuando el canto se aceleró grandemente, con todos cantando a la vez. Percibí que algo o alguien fuera de la casa quería entrar. No podía yo saber si el canto era para impedirle entrar o para atraerlo al interior.

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