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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

La voz de los muertos (10 page)

El cerdi se rió perversamente en el terminal.

—¿Crees que eso fue una tentación? ¡Mira! ¡Puedo convertir las piedras en pan! —El cerdi alzó un puñado de rocas y se las metió en la boca —. ¿Quieres un poco?

—Tienes un sentido del humor retorcido, Jane.

—Todos los reinos de todos los mundos —el cerdi abrió las manos y sistemas estelares se esparcieron por su regazo, planetas en órbitas exageradamente rápidas, todos los Cien Mundos —. Puedo dártelos. Todos.

—No me interesa.

—Es una buena inversión, la mejor. Lo sé, lo sé, ya eres rico. Con tres mil años acumulando intereses podrías construirte tu propio planeta. ¿Pero qué te parece esto? El nombre de Ender Wiggin, conocido por los Cien Mundos…

—Ya lo es.

Con amor, honor y afecto —el cerdi desapareció. En su lugar, Jane resucitó un antiguo vídeo de la infancia de Ender y lo transformó en un holograma. Una multitud gritaba, chillaba. ¡Ender! ¡Ender! ¡Ender! Y un chiquillo, de pie sobre una plataforma, alzaba la mano para saludar. La multitud enloquecía de alegría.

—Eso no sucedió nunca —dijo Ender —. Peter nunca me dejó regresar a la Tierra.

—Considéralo una profecía. Vamos, Ender, puedo dártelo. Tu buen nombre restaurado.

—No me importa —dijo Ender —. Ahora tengo varios nombres. Portavoz de los Muertos… eso tiene algo de honor.

El cerdi desapareció en su forma natural, no en la malvada que Jane había creado.

—Ven —dijo el cerdi suavemente.

—Tal vez son monstruos, ¿lo crees tú así? —dijo Ender.

—Todo el mundo puede creerlo, Ender. Pero tú, no.

«No. Yo, no», pensó.

—¿Por qué te importa tanto, Jane? ¿Por qué estás tratando de persuadirme?

El cerdi desapareció y la propia Jane ocupó su lugar, o al menos la cara que había usado para aparecerse ante Ender, desde la primera vez que se le había revelado, siendo una criatura tímida y asustada que habitaba en la enorme memoria de la cadena de ordenadores interestelar. Al ver de nuevo su cara, Ender recordó la primera vez que se la había mostrado.

—He pensado en tener una cara propia —dijo ella —. ¿Te gusta ésta?

Sí, le gustaba. Le gustaba ella. Joven, despejada, honesta y dulce. Una niña que nunca envejecería, con una sonrisa arrebatadoramente tímida. El ansible la había hecho nacer. Las redes de ordenadores a escala mundial operaban a velocidad no mayor de la de la luz, y el calor limitaba la cantidad de memoria y la velocidad de la operación. Pero el ansible era instantáneo y estaba conectado intensamente

con todos los ordenadores de todos los mundos. Jane se descubrió a sí misma por primera vez entre las estrellas, sus pensamientos tenían lugar entre las vibraciones de los tejidos filóticos de la red del ansible.

Para ella, los ordenadores de los Cien Mundos eran sus manos y sus pies, sus ojos y sus oídos. Hablaba todos los idiomas que habían sido introducidos en los ordenadores, y leía todos los libros de todas las bibliotecas de cada mundo. Aprendió que los seres humanos habían temido durante muchísimo tiempo que alguien como ella pudiera existir: en todas las historias era odiada, y su venida significaba o bien asesinatos o la destrucción de la humanidad. Incluso antes de que naciera, los seres humanos la habían imaginado, y, tras haberla imaginado, la habían asesinado un millar de veces.

Por tanto, no les mostró ningún signo de que estaba viva. Hasta que descubrió la Reina Colmena y el Hegemón, como hacía todo el mundo casualmente, y supo que el autor de aquel libro era un humano al que podría atreverse a presentarse. Para ella fue una simple cuestión de seguir el rastro de la historia del libro hasta su primera edición y nombrar su fuente. ¿No lo había transmitido el ansible desde el mundo donde Ender, que apenas tenía veinte años, era gobernador de la primera colonia humana? ¿Y quién podría haberlo escrito allí si no él? Así que le habló, y él fue amable con ella; ella le mostró la cara que había imaginado para si, y a él le encantó; ahora sus sensores viajaban en la joya de su oído, y así podían estar siempre juntos. Ella no tenía secretos para él; él no tenía ningún secreto para ella.

—Ender, me dijiste desde el principio que estabas buscando un planeta donde pudieras dar agua y luz a cierta crisálida y pudieras abrirla y hacer salir a la reina colmena y a sus diez mil huevos fértiles.

—Había pensado que podría ser aquí —contestó Ender —. Una tierra desolada, excepto en el ecuador, con una población permanentemente baja. Ella también desea intentarlo.

—¿Pero tú no?

—No creo que los insectores pudieran sobrevivir el invierno de aquí. No sin una fuente de energía, y eso alertaría al gobierno. No saldría bien.

—No saldrá bien nunca, Ender. Te das cuenta, ¿verdad? Has vivido en veinticuatro de los Cien Mundos, y no hay ninguno donde haya un rinconcito que sea seguro para que los insectores puedan volver a nacer.

Él vio a dónde quería llegar ella, naturalmente. Lusitania era la única excepción. Por la existencia de los cerdis, todo el mundo, excepto una pequeña porción, estaba fuera de los límites y era intocable. Y el mundo era principalmente habitable, más apropiado para los insectores, en realidad, que para los seres humanos.

—El único problema son los cerdis —dijo Ender —. Podrían objetar mi decisión de que se entregara su mundo a los insectores. Si una exposición intensa a la civilización humana puede afectarles, piensa lo que les sucedería con los insectores entre ellos.

—Dijiste que los insectores habían aprendido. Dijiste que no harían ningún daño.

—Deliberadamente, no. Pero los derrotamos por pura suerte, Jane, lo sabes.

—Fue tu genio.

—Son aún más avanzados que nosotros. ¿Cómo podrían los cerdis vivir con eso? Estarían tan asustados de los insectores como nosotros, y serían menos capaces de tratar con su miedo.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes tú o cualquiera decir con qué pueden tratar los cerdis? No lo sabrás hasta que vayas con ellos y aprendas quiénes son. Si son varelse, Ender, entonces deja que los insectores usen su hábitat, y no significará más para ti que desplazar un hormiguero o una manada de vacas para dejar espacio a las ciudades.

—Son ramen —dijo Ender.

—No lo sabes.

—Si lo sé. Tu simulación… eso no era tortura.

—¿No? —Jane mostró de nuevo la simulación del cuerpo de Pipo en el instante anterior a su muerte —. Entonces será que no comprendo la palabra.

—Pipo puede haberlo interpretado como tortura, Jane, pero si tu simulación es adecuada —y sé que lo es, Jane —, entonces el objeto de los cerdis no era causar dolor.

—Por lo que sé de la naturaleza humana, Ender, incluso los rituales religiosos tienen el dolor como centro.

—Tampoco fue algo religioso. Al menos no completamente. Si fue simplemente un sacrificio, hay algo raro.

—¿Y qué sabes tú? —ahora el terminal mostró la cara de un profesor cascarrabias, el resumen del esnobismo académico —. Toda tu educación fue militar, y el otro único don que tienes es la habilidad de palabra. Escribiste un best-seller que inició una religión humanística… ¿cómo te cualifica eso para comprender a los cerdis?

Ender cerró los ojos.

—Tal vez esté equivocado.

—¿Pero crees que tienes razón?

Supo, por la voz, que Jane había restaurado su propia cara en el terminal. Abrió los ojos.

—Sólo puedo confiar en mi intuición, Jane, en el juicio que aparece sin análisis. No sé qué es lo que los cerdis hacían, pero tenía un propósito. No era malicioso. Ni cruel. Eran como doctores trabajando para salvar la vida de un paciente, no torturadores intentando quitársela.

—Te tengo —susurró Jane —. Te tengo atrapado en todas las direcciones. Tienes que ir a ver si la reina colmena puede vivir allí, bajo el refugio de la cuarentena parcial que hay en el planeta. Quieres ir para ver si puedes comprender quiénes son los cerdis.

—Aunque tuvieras razón, Jane, no puedo ir. La inmigración está limitada rígidamente, y además no soy católico.

Jane hizo girar sus ojos.

—¿Habría ido tan lejos, si no supiera cómo puedes ir allí?

Apareció otra cara. Una muchacha, de ninguna manera tan inocente y hermosa como Jane. Su cara era fría y sombría, sus ojos brillantes y desafiantes, y su boca tenía la férrea mueca de alguien que ha aprendido a vivir con un dolor perpetuo. Era joven, pero su expresión era sorprendentemente vieja.

—La xenobióloga de Lusitania, Ivanova Santa Catarina von Hesse. La llaman Nova o simplemente Novinha. Ha solicitado un Portavoz de los Muertos.

—¿Por qué tiene ese aspecto? ¿Qué le ha sucedido?

—Sus padres murieron cuando era pequeña. Pero en los últimos años ha llegado a amar a otro hombre como a un padre. Al hombre que fue asesinado por los cerdis. Es su muerte la que quiere que Hables.

Al mirar aquella cara, Ender olvidó momentáneamente su preocupación por la reina colmena, por los cerdis. Reconoció aquella expresión de agonía adulta en la cara de un niño. La había visto antes, en las últimas semanas de la Guerra Insectora, mientras le presionaban más allá de los límites de su resistencia y le hacían jugar una batalla tras otra en un juego que no era tal. La había visto cuando la guerra terminó, cuando descubrió que sus sesiones de entrenamiento no lo eran en absoluto, que todas las simulaciones eran reales y que comandaba las flotas humanas por ansible. Entonces, cuando supo que había matado a todos los insectores, cuando comprendió el acto de genocidio que involuntariamente había cometido, fue aquella misma la expresión de su cara en el espejo, el sentido de una culpa demasiado pesada para que pudiera soportarla.

—¿Qué ha hecho esta niña, que ha hecho esta Novinha para que sienta tanto dolor?

Escuchó atentamente mientras Jane recitaba los hechos de su vida. Lo que Jane tenía eran estadísticas, pero Ender era el Portavoz de los Muertos; su genio —o su maldición —, era la habilidad de concebir los sucesos como nadie más los veía. Eso le había convertido en un brillante comandante militar, tanto para dirigir a sus propios hombres —niños, en realidad —, como para adivinar las acciones del enemigo. También significaba que de los fríos hechos de la vida de Novinha él podía suponer —no, suponer no, saber —cómo la muerte de sus padres y su virtual santificación la habían aislado, cómo había reforzado su soledad arrojándose en el trabajo de sus padres. Supo lo que había detrás de su notable persecución del status de xenobióloga con años de antelación. Supo también lo que el amor y la aceptación de Pipo habían significado para ella, y lo profunda que era su necesidad de la amistad con Libo. No había nadie en Lusitania que conociera realmente a Novinha. Pero en esta cueva de Reykiavik, en el mundo helado de Trondheim, Ender Wiggin la conoció, y la amó, y lloró amargamente por ella.

—Irás entonces —susurró Jane.

Ender no podía hablar. Jane había tenido razón. Habría ido de todas formas, como Ender el Genocida, sólo por comprobar que el status de protección de Lusitania pudiera convertir el planeta en el lugar donde la reina colmena pudiera ser liberada de sus tres mil años de cautividad y él pudiera deshacer el terrible crimen cometido en su infancia. Y también habría ido como Portavoz de los Muertos, para comprender a los cerdis y exponerlos ante la humanidad para que pudieran ser aceptados, si eran verdaderamente ramen, y no odiados y temidos como varelse.

Pero ahora iría por otra razón más profunda. Iría para atender a la niña Novinha, pues en su brillantez, su aislamiento, su dolor, su culpa, él vio su propia infancia robada y las semillas del dolor que aún vivían en su interior. Lusitania estaba a veintidós años-luz de distancia. Él viajaría a una velocidad sólo infinitesimalmente inferior a la de la luz, y por tanto no la vería hasta que ella tuviera casi cuarenta años. Si estuviera en su mano, iría ahora mismo con la instantaneidad filótica del ansible; pero también sabía que su dolor esperaría. Aún estaría allí, esperándole, cuando llegara. ¿No había sobrevivido su propio dolor todos estos años?

Dejó de llorar. Sus emociones volvieron a retirarse.

—¿Qué edad tengo? —preguntó.

—Han pasado 3.081 años desde que naciste. Pero tu edad subjetiva es de 36 años y 118 días.

—¿Y qué edad tendrá Novinha cuando yo llegue allí?

—Semana más o semana menos, depende de la fecha de partida y de lo que se acerque la nave a la velocidad de la luz, tendrá casi treinta y nueve.

—Quiero partir mañana.

—Lleva tiempo conseguir plaza en una nave, Ender.

—¿Hay alguna en órbita sobre Trondheim?

—Media docena, naturalmente, pero sólo una que pudiera partir mañana, y tiene una carga de skrika para el comercio de lujo en Cyrillia y Armenia.

—Nunca te he preguntado lo rico que soy.

—He llevado bastante bien tus finanzas durante todos estos años.

—Cómprame la nave y el cargamento.

—¿Qué harás con los skrika en Lusitania?

—¿Qué es lo que hacen los cirilios y los armenios?

—Usan una parte para vestir y se comen el resto. Pero pagan más por él de lo que ningún lusitano podrá pagar.

—Entonces, se lo daré a los lusitanos. Puede que eso suavice su resentimiento porque un Portavoz vaya a una colonia católica.

Jane se convirtió en un genio que salía de una botella.

—¡He oído!, ¡oh Amo!, y obedezco. El genio se convirtió en humo que se fue introduciendo en el interior de la botella. Entonces los láseres se apagaron y el aire sobre el terminal quedó vacío.

—Jane —dijo Ender.

—¿Sí? —respondió ella, hablando a través de la joya en su oreja.

—¿Por qué quieres que vaya a Lusitania?

—Quiero que añadas un tercer volumen a La Reina Colmena y el Hegemón. Por los cerdis.

—¿Por qué te preocupas tanto por ellos?

—Porque cuando hayas escrito los libros que revelan el alma de las tres especies conscientes conocidas, entonces estarás preparado para escribir sobre la cuarta.

—¿Otra especie de raman? —preguntó Ender.

—Sí. Yo.

Ender reflexionó un momento.

—¿Estás preparada para revelarte al resto de la humanidad?

—Siempre lo he estado. La pregunta es, ¿están ellos preparados para conocerme? Para ellos fue fácil amar al hegemón… era humano. Y a la reina colmena, porque, por lo que saben, todos los insectores están muertos. Si puedes hacer que amen a los cerdis, que aún viven y tienen sangre humana en sus manos… entonces estarán preparados para conocerme.

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