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Authors: C.S. Lewis

La última batalla (6 page)

—Con mucho gusto, damisela —respondió Tirian—. Pero hay que continuar la marcha.

De modo que mientras seguían caminando, les dijo quién era y todas las cosas que le habían sucedido.

—Y entonces —dijo al final—, voy a cierta torre, una de las tres que se construyeron en tiempos de mis antepasados para proteger el Páramo del Farol contra unos peligrosos proscritos que moraban allí en su época. Gracias a la buena voluntad de Aslan no me robaron mis llaves. En esa torre encontraremos una provisión de armas y cotas de malla y algunas vituallas también, aunque nada más que galletas secas. Allí podemos también descansar tranquilos, mientras hacemos nuestros planes. Y ahora, se los ruego, díganme quiénes son y toda su historia.

—Yo soy Eustaquio Scrubb y ella es Jill Pole —contestó el niño—. Y ya estuvimos aquí una vez antes, hace siglos, más de un año en nuestro tiempo, y había un tipo llamado Príncipe Rilian, y lo tenían oculto bajo tierra, y Barro-quejón puso el pie en...

—¡Ah! —exclamó Tirian—, ¿entonces ustedes son aquellos Eustaquio y Jill que rescataron al Rey Rilian de su largo hechizo?

—Sí, esos somos nosotros —asintió Jill—. De modo que ahora él es el Rey Rilian, ¿no es así? ¡Oh!, claro que tenía que serlo. Se me olvidaba que...

—No —dijo Tirian—, yo soy su séptimo descendiente. El murió hace más de doscientos años.

Jill hizo una mueca.

—¡Uf! —exclamó—. Esa es la parte horrible de regresar a Narnia.

Pero Eustaquio prosiguió.

—Bueno, ahora ya sabes quiénes somos, Señor —dijo—. Y fue así. El Profesor y la tía Polly nos habían juntado a todos los amigos de Narnia...

—No conozco esos nombres, Eustaquio —interrumpió Tirian.

—Son los dos que vinieron a Narnia al comienzo, el día en que todos los animales aprendieron a hablar.

—Por la Melena del León —gritó Tirian—. ¡Aquellos dos! El Señor Dígory y la Señora Polly! ¡Del alba del mundo! ¿Y todavía están vivos en tu país? ¡Qué maravilla y qué gloria! Pero cuéntame, cuéntame.

—Ella no es nuestra verdadera tía, has de saber —dijo Eustaquio—. Ella es la señorita Plummer, pero la llamamos tía Polly. Bueno, ellos dos nos reunieron a todos; en parte sólo para entretenernos y para que pudiéramos hablar hasta por los codos de Narnia (porque, por supuesto, no hay nadie más con quien podamos hablar de estas cosas), pero en parte porque el Profesor tenía la sensación de que, de alguna manera, nos necesitaban aquí. Y entonces tú llegaste como una aparición o que sé yo qué y casi nos mataste de susto y te esfumaste sin decir una palabra. Después de eso, dimos por seguro que algo sucedía. La pregunta que se planteaba era cómo llegar aquí. No puedes hacerlo sólo con desearlo. Así es que hablamos y hablamos y por fin el Profesor dijo que el único medio eran los Anillos Mágicos. Fue con esos Anillos que él y la tía Polly llegaron aquí hace tanto, tanto tiempo, cuando apenas eran unos niños, años antes de que nosotros, los más jóvenes, hubiéramos nacido. Pero los Anillos habían sido enterrados en el jardín de una casa en Londres (esa es nuestra ciudad principal, Señor) y la casa había sido vendida. Entonces el problema era cómo conseguirlos. ¡No adivinarías jamás lo que hicimos al final! Pedro y Edmundo —ese es el gran Rey Pedro, el que te habló— fueron a Londres para entrar al jardín por detrás, muy temprano en la mañana antes de que se levantara la gente. Se habían disfrazado de obreros para que, si alguien los veía, pareciera que habían venido a componer algo en los desagües. Me habría encantado haber estado con ellos; debe haber sido salvaje de divertido. Y deben haber tenido éxito, ya que al día siguiente Pedro nos envió un telegrama —ese es una especie de mensaje, Señor, ya te lo explicaré en otra ocasión— diciendo que tenía los Anillos. Y el día siguiente era el día en que Pole y yo teníamos que regresar al colegio; somos los únicos dos que todavía vamos al colegio y estamos en el mismo. De modo que Pedro y Edmundo quedaron de encontrarse con nosotros camino al colegio y entregarnos los Anillos. Teníamos que ser nosotros dos los que viniéramos a Narnia porque, sabes, los mayores no pueden volver más. Así es que nos subimos al tren —es una cosa en que la gente viaja allá en nuestro mundo: una cantidad de vagones encadenados juntos— y el Profesor y la tía Polly y Lucía vinieron con nosotros. Queríamos estar juntos lo más que pudiéramos. Bien, estábamos en el tren. Y ya íbamos a llegar a la estación donde debíamos encontrarnos con los otros, y yo miraba por la ventana para ver si podía divisarlos cuando de repente hubo una sacudida espantosa y un ruido: y estábamos en Narnia y Su Majestad estaba atado a un árbol.

—¿Entonces nunca usaron los Anillos? —preguntó Tirian.

—No —repuso Eustaquio—. Ni siquiera los vimos. Aslan lo hizo todo por nosotros a su manera, sin ningún Anillo.

—Pero el gran Rey Pedro los tiene —dijo Tirian.

—Sí —afirmó Jill—. Pero no creemos que pueda usarlos. Cuando los otros dos Pevensie —el Rey Edmundo y la Reina Lucía— estuvieron aquí la última vez, Aslan les dijo que no volverían nunca más a Narnia. Y le dijo algo parecido al gran Rey, sólo que mucho antes. Puedes estar seguro de que vendría como un balazo si lo dejaran.

—¡Cielos! —exclamó Eustaquio—. Está haciendo calor con este sol. ¿Falta mucho, Señor?

—Mira —contestó Tirian, señalando.

A escasos metros de allí se elevaban unas grandes almenas por encima de las copas de los árboles, y después de un minuto más de caminata salieron a un espacio despejado y cubierto de pasto. Lo atravesaba un arroyo y al otro lado del arroyo se alzaba una torre baja, ancha y cuadrada, con unas pocas ventanas estrechas y una puerta de aspecto pesado en la muralla que quedaba frente a ellos.

Tirian miró atentamente para todos lados a fin de asegurarse de que no había enemigos a la vista. Luego se encaminó hacia la torre y se quedó inmóvil por un momento hurgando en busca del atado de llaves que usaba debajo de su traje de cazador en una delgada cadena de oro colgada del cuello. Menudo manojo de llaves el que sacó a la luz: había dos de oro y varias ricamente adornadas; te dabas cuenta de inmediato de que eran llaves hechas para abrir fastuosas y secretas habitaciones de palacios, o cofres y joyeros de fragante madera que contienen tesoros reales. Pero la llave que puso en la cerradura de la puerta era grande y sencilla y hecha más rústicamente. La cerradura estaba apretada y por un momento Tirian temió que no sería capaz de abrirla. Pero finalmente lo logró y la puerta giró abriéndose con un tétrico chirrido.

—Bien venidos, amigos —dijo Tirian—. Me temo que este es el mejor palacio que el Rey de Narnia puede ofrecer actualmente a sus huéspedes.

Tirian tuvo el agrado de ver que los dos extranjeros habían sido bien educados. Ambos protestaron que no dijera eso y que estaban ciertos de que sería muy agradable.

A decir verdad, no era particularmente agradable. Era más bien oscuro y olía a humedad. Tenía una sola habitación y esta habitación subía directamente hasta el techo de piedra: en un rincón había una escalera de madera que conducía a una claraboya por donde podías salir a las almenas. Había algunas toscas literas para dormir, y una gran cantidad de cajones y fardos. También había una chimenea donde parecía que nadie había encendido un fuego desde hacía muchos años.

—Es mejor que salgamos a recoger un poco de leña como primera medida, ¿no creen? —dijo Jill.

—Todavía no, camarada —replicó Tirian.

No estaba dispuesto a que los sorprendieran desarmados, y comenzó a buscar en los cofres, agradeciendo que se acordaba de que siempre había tenido cuidado de mantener esas torres de guarnición bajo inspección anual con el fin de asegurarse de que estaban aperadas de todo lo necesario. Las cuerdas de los arcos se encontraban allí envueltas en seda aceitada, las espadas y lanzas estaban engrasadas para evitar el moho, y las armaduras brillaban guardadas en sus envolturas. Pero había algo todavía mejor. “¡Miren!“, exclamó Tirian al tiempo que sacaba una larga cota de malla de curioso modelo que desplegó ante los ojos de los niños.

—Es una malla bien curiosa, Señor —opinó Eustaquio.

—¡Ay, muchacho! —dijo Tirian. No fue un enano narniano el herrero que la hizo. Es una malla de Calormen, ropas extranjeras. Siempre he guardado unas pocas cotas de ésas en buenas condiciones, porque nunca se sabe si yo o algún amigo tendremos por alguna razón que entrar sin ser vistos en las tierras del Tisroc. Y miren esta botella de piedra. Contiene un jugo que si lo refregamos en la cara y manos quedaremos morenos como los calormenes.

—¡Bravo! —gritó Jill—. ¡Disfraces! Me encantan los disfraces.

Tirian les enseñó cómo echarse un poco del jugo en la palma de la mano y luego restregarlo bien en sus caras y cuellos, hasta los hombros, y después en las manos, hasta el codo. El hizo lo mismo.

—Después de que se haya secado —dijo—, podemos lavarnos con agua y no cambiará. Sólo un poco de aceite y cenizas nos convertirán de nuevo en narnianos blancos. Y ahora, dulce Jill, veamos cómo te sienta a ti esta camisa de malla. Es un poco demasiado larga, pero no tanto como yo temía. No hay duda de que perteneció a un paje del séquito de alguno de sus Tarkaanes.

Después de las camisas de malla se pusieron cascos calormenes, que son pequeños y redondos, bien apretados en la cabeza y con una punta arriba. Luego Tirian sacó del cofre largos rollos de un material blanco y los enrolló encima de los cascos hasta que parecieron turbantes: pero la pequeña punta de acero siempre sobresalía en el centro. El y Eustaquio tomaron las curvas espadas calormenes y unos pequeños escudos redondos. No había ninguna espada suficientemente liviana para Jill, pero le dio un cuchillo de caza largo y recto que podría hacer las veces de una espada en caso de necesidad.

—¿Tienes habilidad para manejar el arco, doncella? —preguntó Tirian.

—Nada que valga la pena mencionar —repuso Jill, enrojeciendo—. Scrubb no es nada de malo.

—No le creas, Señor —dijo Eustaquio—. Ambos hemos estado practicando arquería desde que regresamos de Narnia la última vez, y ahora ella es tan hábil como yo. Aunque no creas que somos tan buenos ninguno de los dos.

Entonces Tirian le dio a Jill un arco y un carcaj lleno de flechas. El próximo paso fue encender un fuego, puesto que dentro de esa torre, más que dentro de cualquiera otra parte, se tenía la impresión de estar en una cueva, y eso te hacía tiritar. Pero entraron en calor recogiendo la leña —el sol estaba ya en su punto más alto— y cuando por fin las llamaradas rugían en la chimenea, el lugar empezó a verse más acogedor. La cena fue, sin embargo, una comida aburrida, ya que lo mejor que lograron hacer fue moler algunas de las galletas duras que encontraron en el cofre y echarlas en agua hirviendo con sal para tratar de hacer una especie de sopa de avena. Y no tenían más que agua para beber.

—Ojalá hubiésemos traído un paquete de té —dijo Jill.

—O un tarro de cocoa —añadió Eustaquio.

—No vendría nada de mal tener en cada una de estas torres una vasija o algo así de buen vino —comentó Tirian.

Un buen trabajo nocturno

Unas cuatro horas más tarde Tirian se tendió en una de las literas para aprovechar de dormir un rato. Los dos niños ya estaban roncando; los había hecho ir a la cama antes que él, porque iban a tener que estar levantados casi toda la noche y sabía que a su edad no podrían soportarlo sin dormir un poco. Además, los había cansado bastante. Primero hizo a Jill practicar un poco de arquería y encontró que, aunque no a los niveles de Narnia, ella no era tan torpe. En verdad logró dispararle a un conejo (no a un conejo que habla, por supuesto; hay montones de conejos comunes correteando por el oeste de Narnia), y ya estaba despellejado, limpio y colgado. Descubrió que los dos niños sabían hacer estas malolientes y repugnantes faenas; habían aprendido este tipo de cosas durante su largo viaje por la tierra de los gigantes en la época del Príncipe Rilian. Luego trató de enseñarle a Eustaquio a usar su espada y escudo. Eustaquio había aprendido sobradamente a batirse a espada en sus aventuras anteriores, pero había sido con una espada recta al estilo narniano. Nunca había manejado una curva cimitarra calormene y le fue muy difícil, porque muchos de sus golpes son sumamente distintos y algunas de las técnicas que él había aprendido con la espada larga tenía ahora que descartarlas. Pero Tirian encontró que tenía buena vista y era muy rápido de pies. Le sorprendió la fuerza de ambos niños: en realidad, los dos parecían ya ser más fuertes y grandes y mucho más adultos de lo que eran cuando los conoció hacía pocas horas. Es uno de los efectos que a menudo produce el aire de Narnia en los visitantes de nuestro mundo.

Los tres acordaron que la primerísima cosa que debían hacer era regresar al Cerro del Establo y tratar de rescatar a Alhaja, el Unicornio. Después de lo cual, si tenían éxito, tratarían de alejarse hacia el este a reunirse con el pequeño ejército que el Centauro Perspicaz traería de Cair Paravel.

Un experimentado guerrero y cazador como Tirian despierta siempre a la hora que quiere. De manera que se dio plazo hasta las nueve de esa noche y luego borró todas las preocupaciones de su mente y se quedó profundamente dormido de inmediato. Parecía haber pasado solo un momento cuando despertó, pero supo, por la luz y por la propia atmósfera reinante, que había dormido el tiempo exacto. Se levantó, se colocó su casco turbante (había dormido con la camisa de malla puesta) y después remeció a los otros dos hasta que despertaron. Se les veía, a decir verdad, bastante tristes y deprimidos al bajar de sus literas, bostezando a más y mejor.

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