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Authors: C.S. Lewis

La última batalla (9 page)

Mientras el Enano hablaba, el día parecía estar cambiando. Estaba asoleado cuando se sentaron. Ahora Cándido tiritaba. Alhaja movía la cabeza, desasosegado. Jill miró hacia arriba.

—Se está nublando —dijo.

—Y hace tanto frío —agregó Cándido.

—¡Demasiado frío, por el León! —exclamó Tirian, soplando sus manos—. Y ¡uf! ¿Qué olor tan fétido es ése?

—¡Puf! —jadeó Eustaquio—. Huele a cadáver. ¿Habrá por ahí un pájaro muerto en alguna cacería? ¿Y cómo no nos dimos cuenta antes?

Con gran agitación, Alhaja se puso de un salto en sus cuatro patas y señaló con su cuerno.

—¡Miren! —gritó—. ¡Mírenlo! ¡Miren, miren! Y entonces los seis lo vieron; y todos los semblantes expresaron la más profunda consternación.

Qué noticias trajo el águila

A la sombra de los árboles, al otro lado del claro, algo se movía. Se deslizaba muy lentamente hacia el norte. A la primera mirada podías confundirlo con humo, porque era gris y podías ver a través suyo. Pero el olor a muerto no era el olor del humo. Por otra parte, esta cosa mantenía su forma en lugar de ondear y subir en espiral como habría hecho el humo. Tenía más o menos la figura de un hombre pero con cabeza de pájaro; de algún pájaro de presa con un pico corvo y cruel. Tenía cuatro brazos que levantaba por encima de la cabeza, estirándolos hacia el Norte como si quisiera abarcar toda Narnia en su abrazo; y sus dedos —los veinte— eran curvos igual al pico y tenía largas y puntudas garras de pájaro en cuenta de uñas. Flotaba encima del pasto en vez de caminar, y el pasto se aplastaba bajo él.

Con sólo darle una mirada Cándido lanzó un rebuzno que parecía un grito y se precipitó dentro de la Torre. Y Jill (que no era ninguna cobarde, como bien lo sabes) escondió la cara entre sus manos para no verlo. Los demás lo contemplaron quizás por un minuto, hasta que escapó flotando entre los árboles más frondosos a la derecha, y desapareció. Luego el sol salió nuevamente y las aves volvieron a cantar.

Todos empezaron a respirar normalmente otra vez y a moverse. Habían estado quietos como estatuas mientras la cosa fue visible.

—¿Qué era? —preguntó Eustaquio en un susurro.

—Yo lo he visto antes una vez —repuso Tirian—. Pero en esa ocasión estaba esculpido en piedra y cubierto de oro y sus ojos eran dos sólidos diamantes. Fue cuando yo era como de tu edad y había ido invitado a la corte del Tisroc en Tashbaan. El me llevó al gran templo de Tash. Allí lo vi, en una escultura colocada sobre el altar.

—¿Entonces esa..., esa cosa... era Tash? —preguntó Eustaquio.

Pero en lugar de responderle, Tirian puso su brazo por detrás de los hombros de Jill y dijo:

—¿Cómo te sientes tú, señora?

—B... bien —dijo Jill, quitando las manos de su pálida cara y tratando de sonreír—. Me siento muy bien. Es sólo que esa cosa me hizo marearme un poco.

—Parece, entonces —dijo el Unicornio—, que existe un verdadero Tash, después de todo.

—Sí —asintió el Enano—. Y ese tonto del Mono, que no creía en Tash, va a recibir mucho más de lo que esperaba. Invocó a Tash: Tash ha venido.

—¿Adónde se ha ido él..., eso..., la Cosa? —preguntó Jill.

—Hacia el norte, al centro de Narnia —respondió Tirian—. Ha venido a habitar entre nosotros. Lo han llamado y ha venido.

—Ja, ja, ja —rió el Enano, sobándose las manos peludas—. Será una sorpresa para el Mono. La gente no debía llamar a los demonios a menos que realmente crea lo que dice.

—Quién sabe si Tash será visible para el Mono —dijo Alhaja.

—¿Dónde se ha metido Cándido? —preguntó Eustaquio.

Todos se pusieron a gritarlo por su nombre y Jill dio la vuelta al otro lado de la Torre para ver si había ido allí. Ya estaban bastante cansados de buscarlo cuando por fin su grandota cabeza gris asomó cautelosamente por la puerta de entrada y dijo: “¿Se ha ido?” Y cuando finalmente consiguieron que saliera, tiritaba como tirita un perro en una tormenta de truenos.

—Ahora me doy cuenta —dijo Cándido— de que he sido en realidad un burro muy malo. Jamás debí haber escuchado a Truco. Nunca pensé que empezaran a suceder cosas como ésta.

—Si hubieras gastado menos tiempo en decir que no eras listo y más tiempo tratando de ser lo más listo posible... —comenzó Eustaquio, pero Jill lo interrumpió:

—¡Oh, deja en paz al pobrecito Cándido! —dijo—. Todo fue un error, ¿no es cierto, Cándido querido? Y le besó la nariz.

Aunque bastante perturbados por lo que habían visto, volvieron a sentarse y reiniciaron su conversación.

Alhaja tenía poco que contar. Mientras estuvo prisionero pasó la mayoría del tiempo amarrado detrás del establo y, por supuesto, no oyó ninguno de los planes del enemigo. Lo habían pateado (él había pateado también en respuesta) y lo habían golpeado y amenazado de muerte a menos que dijera que creía que era Aslan al que sacaban y mostraban a la luz de la fogata cada noche. De hecho, iba a ser ejecutado esa misma mañana si no hubiera sido rescatado. No sabía qué le había pasado al Cordero.

El asunto que tenían que decidir era si irían al Cerro del Establo otra vez aquella noche a mostrarles a Cándido a los narnianos y a tratar de hacerlos comprender que habían sido engañados; o bien si deberían escabullirse hacia el este para reunirse con el grupo que traía el Centauro Perspicaz de Cair Paravel, y arremeter con sus tropas contra el Mono y sus calormenes. A Tirian le hubiera gustado mucho seguir el primer plan: odiaba la idea de dejar que el Mono siguiera intimidando a su gente por más tiempo todavía. Por otro lado, el comportamiento de los Enanos la noche anterior era una advertencia. Aparentemente, uno no podía estar seguro de cómo reaccionaría la gente aun si se les mostraba Cándido. Y también había que contar con los soldados calormenes. Poggin pensaba que debían ser unos treinta.

Tirian estaba cierto de que si todos los narnianos se ponían de su parte, él y Alhaja y los niños y Poggin (Cándido no contaba mucho) tendrían una buena posibilidad de vencerlos. Pero ¿qué pasaría si la mitad de los narnianos, incluyendo a todos los Enanos, se sentaban sencillamente a mirar?, ¿o si peleaban contra él? El riesgo era demasiado grande. Y para colmo, la nebulosa figura de Tash. ¿Qué iría a hacer?

Y además, como señaló Poggin, no haría gran daño dejar que el Mono continuara enfrentando sus propias dificultades por un par de días más. No tenía a Cándido para sacarlo y mostrarlo ahora. No era fácil imaginarse qué cuento tendrían que inventar él o Jengibre para explicarlo. Si las Bestias pedían noche tras noche ver a Aslan y no salía ningún Aslan, seguramente hasta los más simples comenzarían a sospechar.

Al último acordaron que lo mejor era marcharse y tratar de reunirse con Perspicaz.

Apenas tomada esta decisión, fue maravilloso ver lo animado que se sintió cada uno. No creo, honestamente, que se debiera a que le tuvieran miedo a una batalla (excepto quizás Jill y Eustaquio). Mas no me sorprendería que cada cual, muy dentro de su corazón, se sintiera contento de no tener que acercarse, o por lo menos no todavía, a aquella horrible cosa con cabeza de pájaro que, visible o invisible, estaría ahora probablemente rondando el Cerro del Establo. Y como sea, uno siempre se siente mejor cuando ha logrado tomar una decisión.

Tirian dijo que era mejor sacarse los disfraces, ya que no quería que los confundieran con calormenes y que los atacara cualquier narniano leal con que pudieran encontrarse. El Enano hizo una hórrida mezcla de cenizas del fogón y grasa que sacó de un jarro y que servía para pulir espadas y puntas de lanzas. Después se quitaron la armadura calormene y bajaron al arroyo. La asquerosa mezcolanza hizo unas lavazas semejantes a las de un jabón suave; fue un espectáculo agradable y familiar ver a Tirian y a los dos niños arrodillados al lado del agua restregando la parte de atrás de sus cuellos, o resollando al ir sacándose las lavazas que los salpicaban. Luego regresaron a la Torre con sus caras enrojecidas y relucientes, con aspecto de personas que han tomado un buen baño, extraespecial, antes de ir a una fiesta. Se volvieron a armar al verdadero estilo narniano, con espadas rectas y escudos triangulares.

—A mi medida —dijo Tirian—. Así está mejor. Por fin me siento un hombre otra vez.

Cándido les imploró que le sacaran la piel de león. Dijo que era muy calurosa y que las arrugas que le producía en la espalda eran sumamente incómodas y que además lo hacía verse tan ridículo. Pero le dijeron que tendría que usarla un poco más, pues todavía necesitaban mostrarlo con ese disfraz a las demás Bestias, a pesar de que por ahora iban a ir primero al encuentro de Perspicaz.

No valía la pena llevarse lo que quedaba del guiso de paloma ni del de conejo, pero se llevaron algunas galletas. En seguida Tirian cerró la puerta de la Torre y así finalizó su estada en ella.

Era poco más de las dos de la tarde cuando partieron, y era aquel el primer día tibio de esa primavera. Las hojas nuevas parecían haber crecido desde ayer; se habían acabado las campanillas blancas, pero en cambio vieron numerosas primaveras. La luz del sol penetraba sesgada a través de los árboles, las aves cantaban y siempre (aunque generalmente sin verse) se escuchaba el ruido del agua. Era difícil pensar en cosas horribles, como Tash, por ejemplo. Los niños sentían que “esta es la verdadera Narnia, por fin”. Hasta el corazón de Tirian se aligeró a medida que caminaba delante de ellos, tarareando una vieja canción de marcha narniana, cuyo refrán decía:

Ea, redoble, redoble, redoble,

redoble el tambor al golpearlo.

Detrás del Rey venían Eustaquio y el Enano Poggin. Poggin le iba diciendo a Eustaquio los nombres de todos los árboles de Narnia, de los pájaros y de las plantas que él aún no conocía. A veces Eustaquio le decía cómo se llamaban en Inglaterra.

Detrás de ellos venía Cándido, y detrás de él Jill y Alhaja caminando muy juntos. Jill se había, como dirían ustedes, enamorado locamente del Unicornio. Pensaba, y no estaba tan equivocada, que era el animal más radiante, más delicado y más elegante que había visto jamás; y era tan amable y tan suave para hablar que, si no lo hubieras sabido, casi no creerías lo feroz y terrible que podía ser en una batalla.

—¡Oh, esto es delicioso! —dijo Jill—. Caminar así simplemente. Me encantaría que hubiera más aventuras de
esta
clase. Es una lástima que siempre estén sucediendo tantas cosas en Narnia.

Pero el Unicornio le explicó que estaba totalmente equivocada. Dijo que los Hijos e Hijas de Adán y Eva habían sido traídos desde su extraño mundo a Narnia sólo las veces en que Narnia estuvo conmocionada o perturbada, pero ella no debía pensar que siempre fue así. Entre sus visitas hubo cientos y miles de años en que un rey pacifista sucedía a un rey pacifista hasta que casi no podían recordar sus nombres ni contarlos, y en realidad casi no había qué escribir en los Libros de Historia. Y siguió hablando de antiguas Reinas y héroes de los cuales ella no había oído hablar nunca. Habló de la Reina Cisneblanco que vivió en la época anterior a la Bruja Blanca y el Gran Invierno, que era tan bella que cuando se miraba en alguna poza del bosque la imagen de su rostro resplandecía en el agua como una estrella en la noche hasta un año y un día después. Habló de Luna del Bosque, la Liebre que tenía tan buen oído que podría sentarse cerca de la Poza del Caldero bajo el tronar de la gran catarata y escuchar lo que los hombres susurraban en Cair Paravel. Contó cómo el Rey Gale, el noveno descendiente de Francisco, el primero de los Reyes, había navegado muy lejos hacia los mares del Este y había liberado de un dragón a los habitantes de las Islas Desiertas y como, a su regreso, le habían regalado las Islas Desiertas para que formaran parte de las tierras del Rey de Narnia para siempre. Habló de siglos enteros durante los cuales todos eran tan felices en Narnia que los fabulosos bailes y festines, o máximo los torneos, eran las únicas cosas que podían recordarse, y cada día y cada semana eran mejor que los anteriores. Y a medida que proseguía, las imágenes de todos aquellos años dichosos, miles de ellos, se sucedían en la mente de Jill y era como mirar desde arriba de un cerro a una fértil y encantadora pradera llena de bosques y aguas y trigales, que se extendía alejándose más y más allá hasta volverse una línea muy fina y nebulosa debido a la distancia. Y Jill dijo:

—¡Ay, ojalá podamos ajustar cuentas con el Mono y volver a esos buenos tiempos normales. Y espero que después duren por siempre y siempre y siempre.
Nuestro
mundo va a tener fin algún día. Tal vez éste no. ¡Oh, Alhaja!, ¿no sería delicioso que Narnia siguiera siendo toda la vida como has dicho que era?

—No, hermanita —respondió Alhaja—, todos los mundos llegan a su fin; excepto el país de Aslan.

—Bueno, por lo menos —dijo Jill— supongo que el fin de éste será de aquí a millones de millones de millones de años...; ¿qué pasa?, ¿por qué te detienes?

El Rey y Eustaquio y el Enano miraban al cielo. Jill tembló, recordando los horrores que ya habían visto. Pero no era nada de ese estilo esta vez. Era algo pequeño y se veía negro contra el azul.

—Podría jurar —dijo el Unicornio—, por su manera de volar, que es un ave que habla.

—Pienso igual —dijo el Rey—. Pero ¿será amigo o un espía del Mono?

—Para mí, Señor —intervino el Enano—, tiene la apariencia de ser el Aguila Largavista.

—¡Hay que esconderse debajo de los árboles! —gritó Eustaquio.

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