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Authors: C.S. Lewis

La última batalla (10 page)

—No —dijo Tirian—, mejor quedémonos quietos como rocas. Estoy cierto de que nos vería mejor si nos movemos.

—¡Miren! Está dando vueltas, ya nos ha visto —dijo Alhaja—. Está bajando haciendo grandes círculos.

—La flecha en las cuerdas, dama —dijo Tirian a Jill—. Mas no dispares por ningún motivo hasta que yo te lo ordene. Podría ser amigo nuestro.

Si uno hubiera sabido lo que iba a suceder a continuación, habría sido un placer contemplar la gracia y facilidad con que aquel descomunal pájaro se deslizaba bajando. Aterrizó sobre un risco rocoso a pocos metros de Tirian, hizo una reverencia con su cabeza coronada de una cresta, y dijo con su extraña voz de águila: “Salud, Rey”.

—Salud, Largavista —respondió Tirian—. Y ya que me llamas Rey, me inclino a creer que no eres un seguidor del Mono y su falso Aslan. Me alegro de que hayas venido.

—Señor —dijo el Aguila—, cuando oigas las noticias que te traigo lamentarás más mi venida que la del peor infortunio que jamás hayas sufrido.

El corazón de Tirian pareció cesar de latir ante estas palabras, pero apretó los dientes y dijo: “Dímelo todo”.

—Dos espectáculos he visto —dijo Largavista—. Uno era Cair Paravel lleno de narnianos muertos y calormenes vivos: la bandera del Tisroc flameando por encima de tus reales almenas; y tus súbditos huían de la ciudad, para acá y para allá, hacia los bosques. Cair Paravel fue tomado desde el mar. Veinte grandes barcos calormenes atracaron en la oscuridad de la noche.

Nadie pudo hablar.

—Y la otra escena, cinco leguas más cerca que Cair Paravel: Perspicaz, el Centauro, yacía muerto con una flecha calormene en su costado. Estuve con él en sus últimas horas y me dio este mensaje para Su Majestad: recordar que todos los mundos llegan a su fin y que una muerte noble es un tesoro que nadie es tan pobre que no pueda comprar.

—Entonces —dijo el Rey tras un largo silencio—, Narnia ya no existe más.

La gran asamblea en el cerro del establo

Durante largo rato no pudieron hablar ni derramar tan siquiera una lágrima. Luego el Unicornio pateó en el suelo con su casco, agitó sus crines y habló.

—Señor —dijo—. Ya no tenemos necesidad de celebrar consejo. Entendemos que los planes del Mono calaban más hondo de lo que jamás soñamos. No hay duda que llevaba largo tiempo en tratos secretos con el Tisroc y, tan pronto encontró la piel de león, le mandó decir que tuviera preparada su armada para invadir Cair Paravel y toda Narnia. Lo único que nos resta a nosotros siete es volver al Cerro del Establo, proclamar la verdad, y aceptar la prueba que Aslan nos envía. Y si acaso, por un gran prodigio, vencemos a esos treinta calormenes que acompañan al Mono, volveremos acá otra vez y moriremos en la batalla contra las huestes enemigas que pronto saldrán de Cair Paravel.

Tirian movió la cabeza, asintiendo. Mas se volvió a los niños y dijo:

—Amigos, es hora que ustedes se vayan de aquí a su propio mundo. Sin duda han hecho todo lo que tenían que hacer.

—Pe..., pero no hemos hecho nada —balbuceó Jill, estremeciéndose, no exactamente de miedo, sino porque todo era tan horrible.

—No —dijo el Rey—, ustedes me desataron del árbol; tú te deslizaste furtivamente como una serpiente delante de mí anoche en el bosque y trajiste a Cándido; y tú, Eustaquio, mataste a tu enemigo. Pero son demasiado jóvenes para compartir un fin tan sangriento como el que nosotros debemos enfrentar esta noche o, quizá, dentro de tres días más. Les suplico..., no, se los ordeno... que vuelvan a su patria. Me cubriría de vergüenza si permito que dos guerreros tan jóvenes caigan en la batalla a mi lado.

—No, no, no —protestó Jill (muy pálida al comenzar a hablar y luego, súbitamente, muy encendida y después blanca otra vez)—. No nos iremos, y no me importa lo que digas. No nos separaremos de ti pase lo que pase, ¿no es cierto, Eustaquio?

—Sí, pero no hay para qué exaltarse tanto —respondió Eustaquio, que había hundido las manos en sus bolsillos (olvidando lo raro que te ves así cuando usas una camisa de malla)—. Porque, ya ves, no tenemos otra alternativa. ¿Qué sacamos con hablar de regresar? ¿Cómo? ¡No tenemos magia para hacerlo!

Lo que dijo era de muy buen sentido pero, de momento, Jill aborreció a Eustaquio por decirlo. Era muy aficionado a mostrarse tremendamente flemático cuando otra persona se emocionaba.

Cuando Tirian comprendió que los dos extranjeros no podían volver a casa (a menos que Aslan los hiciera desaparecer repentinamente), quiso que entonces se fueran a Archenland cruzando las montañas del sur, pues allí podrían quizás estar a salvo. Pero ellos no sabían el camino y no había a quién mandar para guiarlos. Además, como dijo Poggin, una vez que los calormenes hubieran conquistado Narnia seguramente tomarían Archenland en un par de semanas: el Tisroc siempre quiso que ambos países norteños fueran suyos. Al final, Eustaquio y Jill rogaron con tal ahínco que Tirian dijo que podían ir con él y enfrentarse al peligro, o, como él lo llamaba mucho más sensatamente, “la prueba que Aslan les enviara”.

La primera idea del Rey era que no volvieran al Cerro del Establo —les enfermaba su solo nombre— hasta que estuviera oscuro. Pero el Enano les dijo que si llegaban allí de día probablemente encontrarían el lugar desierto, o a lo más a algún centinela calormene. Las Bestias estaban demasiado asustadas por lo que el Mono y Jengibre les decían sobre este nuevo Aslan furioso —o Tashlan— como para acercarse cuando no eran convocados a aquellas horribles reuniones a medianoche. Y los calormenes no eran aficionados a andar por los bosques. Poggin opinaba que, incluso, de día podrían fácilmente llegar a alguna parte detrás del establo sin ser vistos. Esto sería mucho más difícil a la caída de la noche, cuando el Mono podría estar congregando a las Bestias y todos los calormenes estarían de servicio. Y cuando comenzara la reunión podrían dejar a Cándido detrás del establo, sin que nadie lo pudiera ver, hasta el momento en que ellos quisieran presentarlo. Esto era evidentemente lo mejor: pues la única oportunidad que tenían era tomar a los narnianos por sorpresa.

Todos estuvieron de acuerdo y el grupo se puso en marcha con un nuevo rumbo, noroeste, en dirección al aborrecido Cerro. A veces el Aguila volaba de aquí para allá por encima de ellos, a veces se posaba sobre el lomo de Cándido. Nadie, ni siquiera el Rey, salvo en alguna gran emergencia, habría soñado en
montar
el Unicornio.

Esta vez Jill y Eustaquio caminaban juntos. Se habían sentido muy valientes cuando habían rogado que les permitieran ir con los demás, pero ahora no se sentían valientes ni en lo más mínimo.

—Pole —dijo Eustaquio en un susurro—. Tengo que decirte que siento un nudo en el estómago.



no tienes problemas, Scrubb —replicó Jill—. Tú sabes pelear. Pero yo..., yo estoy temblando, si quieres saber la verdad.

—¡Ah!, temblar no es nada —dijo Eustaquio—. Yo siento que voy a vomitar.

—No digas
esas
cosas, por todos los cielos —exclamó Jill.

Continuaron en silencio por un par de minutos.

—Pole —dijo Eustaquio de pronto.

—¿Qué? —dijo ella.

—¿Qué pasará si nos matan aquí?

—Bueno, nos moriremos, supongo.

—Sí, pero quiero decir ¿qué pasará en nuestro mundo? ¿Despertaremos y nos encontraremos de vuelta en el tren? ¿O desapareceremos sin más y jamás se sabrá de nosotros? ¿O moriremos en Inglaterra?

—¡Qué atroz! Nunca pensé en eso.

—¡Les parecerá tan raro a Pedro y a los demás si nos ven haciéndoles señas desde la ventana y luego cuando llega el tren, no hay nadie! O si encuentran dos..., quiero decir, si nos morimos allá en Inglaterra.

—¡Uf! —exclamó Jill—. Qué idea tan horrorosa.

—No sería horrorosa para
nosotros
—contestó Eustaquio—.
Nosotros
no estaríamos ahí.

—Casi me gustaría..., no, no me gustaría; sin embargo... —dijo Jill.

—¿Qué ibas a decir?

—Iba a decir que me gustaría que no hubiéramos venido. Pero no me gustaría, no me gustaría, no me gustaría. Aunque nos maten. Prefiero morir peleando por Narnia que hacerme vieja y ponerme estúpida en mi casa y tal vez andar en silla de ruedas y terminar muriéndome igual.

—¡O morir en un accidente en los ferrocarriles británicos!

—¿Por qué dices eso?

—Bueno, cuando sentimos ese espantoso sacudón, el que parece que nos arrojó en Narnia, pensé que
era
el comienzo de un accidente de tren. Por eso me alegré tanto de que en cambio nos encontráramos aquí.

Mientras Jill y Eustaquio conversaban así, los otros discutían sus planes y empezaban a sentirse menos abatidos. Era porque ahora iban pensando en lo que debían hacer esa misma noche y el recuerdo de lo que había pasado en Narnia, el recuerdo de que toda su gloria y sus alegrías habían terminado, había sido relegado al fondo de sus mentes. En cuanto dejaran de hablar podría volver otra vez y hacerlos sentirse desdichados nuevamente; y seguían hablando. En realidad, Poggin estaba muy contento con la labor que habían de cumplir esa noche. Estaba cierto de que el Jabalí y el Oso, y tal vez todos los Perros, se pondrían de su parte inmediatamente. Y no podía creer que los demás Enanos permanecieran fieles a Griffle. Y luchar a la luz del fuego, entrando y saliendo de en medio de los árboles, sería una ventaja para el bando más débil. Y entonces, si lograban vencer esta noche ¿era realmente necesario sacrificar sus vidas enfrentando al poderoso ejército calormene unos días más tarde?

¿Por qué no ocultarse en los bosques, o incluso allá en el Yermo del Oeste detrás de la gran catarata y quedarse viviendo allí como proscritos? Y gradualmente se irían fortaleciendo, porque las Bestias que Hablan y los archenlandeses se les irían uniendo día a día. Y al fin saldrían de su escondite y barrerían a los calormenes (que para ese entonces se habrían vuelto descuidados) del territorio y Narnia resucitaría. ¡Después de todo, sería algo muy semejante a lo que había sucedido en los tiempos del Rey Miraz!

Tirian escuchó todo y pensó: “Pero ¿y Tash?” y sintió dentro de sí el presentimiento de que nada de esto iba a ocurrir. Pero no lo dijo.

Claro que al acercarse al Cerro del Establo todos callaron. Y entonces empezó la parte verdaderamente delicada del asunto. Desde el momento en que divisaron por vez primera el Cerro hasta el momento en que llegaron a la parte de atrás del Establo, demoraron casi dos horas. Es algo que no se puede describir en forma apropiada a menos que escribiera páginas de páginas sobre el tema. Ir de cualquier lugar donde estaban a cubierto al próximo era una aventura aparte, y hubo largas esperas entremedio, y varias falsas alarmas. Si eres un buen Scout o una buena Guía, entenderás muy bien lo que era eso. Al acercarse el ocaso, se encontraban todos a salvo en medio de un grupo de acebos a unos quince metros detrás del Establo. Mordisquearon unas pocas galletas y se tendieron.

Luego vino la parte peor, la espera. Por suerte para los niños, ellos pudieron dormir un par de horas, pero despertaron, por supuesto, cuando la noche empezó a enfriar, y lo que es peor, despertaron muertos de sed y sin la menor posibilidad de beber algo. Cándido permanecía de pie, tiritando un poco de nerviosidad, sin decir nada. Mas Tirian, con su cabeza apoyada en el anca de Alhaja, durmió profundamente, como si hubiese estado en su real lecho en Cair Paravel, hasta que el sonar de un gong lo despertó y se sentó y vio que había una fogata al otro lado del Establo y comprendió que había llegado la hora.

—Bésame, Alhaja —dijo—. Pues estoy seguro de que esta es nuestra última noche sobre la tierra. Y si alguna vez te ofendí en algo importante o en algo insignificante, perdóname.

—Querido Rey —dijo el Unicornio—, casi desearía que lo hubieras hecho, para así poder perdonarte. Adiós. Hemos conocido grandes alegrías juntos. Si Aslan me diera a escoger, no elegiría otra vida distinta de la vida que he llevado ni otra muerte que la que vamos a tener.

Después despertaron a Largavista, que dormía con su cabeza bajo el ala (lo que lo hacía parecer como si no tuviese cabeza), y se arrastraron hasta el Establo. Dejaron a Cándido (no sin decirle una palabra amable, pues nadie estaba enojado con él ahora) justo detrás de él, con instrucciones de que no se moviera hasta que alguien viniera a buscarlo, y tornaron su posición a un extremo del Establo.

La fogata, recién encendida, comenzaba a arder. Estaba a sólo unos escasos pasos de ellos, y las innumerables criaturas narnianas se encontraban al otro lado del fuego, de modo que al principio Tirian no pudo verlas bien, aunque claro que vio decenas de ojos brillando con el reflejo del fuego, como habrás visto los ojos de un conejo o de un gato brillar con las luces delanteras de un auto. Y justo cuando Tirian se colocó en su lugar, el gong dejó de golpear y de alguna parte a su izquierda aparecieron tres siluetas. Una era Rishda Tarkaan, el capitán calormene. La segunda era el Mono. El Tarkaan lo llevaba tomado de la mano y el Mono no cesaba de gemir y refunfuñar: “No tan rápido, no vayas tan rápido, no me siendo
nada
de bien. ¡Ah, mi pobre cabeza! ¡Estas reuniones a medianoche me están matando! Los Monos no estamos habituados a la vida nocturna; no es como si yo fuera una rata o un murciélago..., ¡ah, mi pobre cabeza!“ Al otro lado del Mono, caminando suave y majestuosamente, con su cola parada al aire, iba el Gato Jengibre. Se dirigían a la fogata y pasaron tan cerca de Tirian que habrían podido verlo de inmediato si hubieran mirado en la dirección correcta. Afortunadamente no lo hicieron. Pero Tirian oyó a Rishda decir a Jengibre en voz baja:

—Ahora, Gato, a tu puesto. Trata de interpretar bien tu papel.

—Miau, miau. Cuenta conmigo —repuso Jengibre.

Y se fue más allá de la fogata y se sentó en la fila delantera de la asamblea de Bestias; del auditorio, podrías decir.

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