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Authors: C.S. Lewis

La última batalla (2 page)

—A la porra esa vieja piel —exclamó Cándido—, me la probaré en la mañana. Estoy demasiado cansado esta noche.

—Eres bien poco amable, Cándido —dijo Truco—. Si

estás cansado, ¿cómo crees que estoy
yo
? Todo el día, mientras tú te dabas un delicioso y refrescante paseo por el valle, yo he estado trabajando sin parar para hacer tu abrigo. Mis manos están tan cansadas que apenas puedo sujetar las tijeras. Y ni siquiera me dices gracias... y ni siquiera miras el abrigo... y no te importa... y... y.

—Mi querido Truco —exclamó Cándido, incorporándose de inmediato—, lo siento tanto. Me he portado pésimo. Claro que me encantará probármelo. Y se ve simplemente maravilloso. Pruébamelo ya, por favor.

—Bien, quédate quieto, entonces —dijo el Mono.

La piel era demasiado pesada para que pudiera levantarla, pero al final, con una cantidad de tirones y empujones y jadeos y resoplidos, logró ponérsela encima al burro. La amarró por debajo del cuerpo de Cándido y ató las piernas a las piernas de Cándido y la cola a la cola de Cándido. Se podía ver una buena parte de la nariz y cara color gris de Cándido a través del hocico abierto de la cabeza del león. Nadie que hubiese visto un león verdadero se habría dejado engañar ni por un instante. Pero si alguien que no hubiese visto jamás un león viera a Cándido con su piel de león, podría confundirlo con un león, si es que no se acercaba demasiado, y si la luz no era muy clara, y si Cándido no dejaba escapar un rebuzno ni hacía algún ruido con sus cascos.

—Te ves fantástico, fantástico —exclamó el Mono—. Si alguien te viera ahora creería que eres Aslan, el Gran León en persona.

—Eso sería tremendo —dijo Cándido.

—No lo sería —replicó Truco—. Todos harían cualquiera cosa que tú les dijeras.

—Pero yo no quiero decirles nada.

—¡Pero piensa en el bien que podríamos hacer! —exclamó Truco—. Me tendrías a mí para aconsejarte, ya sabes. Yo pensaría órdenes muy sensatas para que tú las dieras. Y todos tendrían que obedecernos, hasta el mismo Rey. Pondríamos todo en orden en Narnia.

—Pero ¿no está todo en orden ya? —preguntó Cándido.

—¡Qué! —gritó Truco—. ¿Todo bien..., cuando no hay naranjas ni plátanos?

—Mira, has de saber —dijo Cándido— que hay poca gente..., en realidad creo que nadie, salvo tú..., a quien le gusta ese tipo de cosas.

—También el azúcar —dijo Truco.

—Hum, sí —dijo el Asno—. Sería muy bueno que hubiera más azúcar.

—Muy bien entonces, está convenido —declaró el Mono—. Tú te harás pasar por Aslan y yo te diré lo que hay que decir.

—No, no, no —protestó Cándido—. No digas esas cosas tan terribles. Estaría muy mal hecho, Truco. No seré muy listo, pero eso sí que lo sé. ¿Qué nos pasaría si apareciera el verdadero Aslan?

—Supongo que estaría encantado —repuso Truco—. Es muy probable que él nos haya enviado la piel de león a propósito, para que pudiéramos poner las cosas en su lugar. Por lo demás, él nunca aparece, ya lo ves. No se aparece hoy en día.

En ese instante se escuchó un gran trueno justo arriba de ellos y el suelo tembló con un ligero terremoto. Ambos animales perdieron el equilibrio y cayeron de narices.

—¡Ahí tienes! —resolló Cándido, cuando logró recuperar el aliento para hablar—. Es una señal, una advertencia.

Sabía que estábamos haciendo algo horriblemente perverso. Sácame esta maldita piel de una vez.

—No, no —argumentó el Mono (cuya mente trabajaba a gran celeridad)—. Es una señal en el otro sentido. Estaba justo por decir que si el verdadero Aslan, como lo llamas tú, quería que continuáramos con esto, nos enviaría un trueno y un temblor de tierra. Lo tenía precisamente en la punta de la lengua, sólo que la señal llegó antes de que pudiera dejar salir las palabras. Ahora
tienes
que hacerlo, Cándido. Y por favor, basta de discusiones. Tú sabes que no entiendes de estas cosas. ¿Qué puede saber un burro sobre señales?

La temeridad del Rey

Unas tres semanas más tarde, el último de los Reyes de Narnia se hallaba sentado bajo el gran roble que crecía al lado de la puerta de su pequeño pabellón de caza, donde con frecuencia pasaba diez o más días en la agradable época de primavera. Era un edificio de poca altura, con techo de paja, cercano al extremo oriente del Páramo del Farol y algo más arriba de la confluencia de los dos ríos. Le encantaba vivir allí con simplicidad y a sus anchas, alejado del ceremonial y pompa de Cair Paravel, la ciudad real. Su nombre era Rey Tirian, y tenía entre veinte y veinticinco años de edad; sus hombros eran ya anchos y fuertes y sus brazos y piernas tenían músculos duros, pero su barba era aún muy corta. Tenía ojos azules y un rostro de expresión intrépida y franca.

Aquella mañana de primavera estaba acompañado solamente de su más querido amigo, Alhaja, el Unicornio. Se querían como hermanos y cada cual había salvado la vida del otro en la guerra. El majestuoso animal estaba de pie junto a la silla del Rey, con el cuello doblado mientras pulía su cuerno azul contra la cremosa blancura de su anca.

—No puedo concentrarme en ningún trabajo o deporte hoy día, Alhaja —dijo el Rey—. No puedo pensar en otra cosa que en las maravillosas novedades. ¿Crees que hoy sabremos algo más?

—Son las noticias más maravillosas que jamás se han escuchado en nuestros días o en los de nuestros padres o nuestros abuelos, Señor —repuso Alhaja—, si es que son verdaderas.

—¿Cómo podría no ser verdad? —dijo el Rey—. Hace más de una semana que los primeros pájaros vinieron volando a contarnos que Aslan está aquí, que Aslan ha venido a Narnia una vez más. Y después fueron las ardillas. No lo habían visto, pero dijeron que era cierto que estaba en los bosques. Luego vino el Venado. Dijo que él lo había visto con sus propios ojos, muy a lo lejos, a la luz de la luna en el Páramo del Farol. Enseguida vino ese hombre moreno con barba, el mercader de Calormen. Los calormenes no aman a Aslan como nosotros; mas el hombre habló de ello como algo fuera de toda duda. Y anoche vino el Tejón; también él había visto a Aslan.

—En verdad, Señor —respondió Alhaja—, creo todo eso. Si parece que no lo hago es sólo que mi dicha es demasiado grande para pensar y creer con serenidad. Es casi demasiado hermoso para creerlo.

—Sí —dijo el Rey con un hondo suspiro, más bien un estremecimiento de deleite—. Sobrepasa todo lo que jamás haya yo esperado en toda mi vida.

—¡Escucha! —exclamó Alhaja, ladeando la cabeza y levantando 1as orejas.

—¿Qué pasa? —preguntó el Rey.

—Cascos, Señor —repuso Alhaja—. Un caballo al galope. Un caballo muy corpulento. Ha de ser uno de los centauros. Y mira, ya está aquí.

Un enorme Centauro de dorada barba, con sudor humano en su frente y sudor de caballo en sus ancas color castaña, llegó a toda velocidad ante el Rey, se detuvo, e hizo una profunda reverencia.

—¡Salve, Rey! —gritó con una voz grave como la de un toro.

—¡Eh, allá adentro! —exclamó el Rey, mirando por encima de su hombro en dirección a la puerta del pabellón de caza—. Un tazón de vino para el noble Centauro. Bienvenido, Perspicaz. Cuando hayas recuperado el aliento nos contarás qué te trae por aquí.

De la casa salió un paje llevando un inmenso tazón de madera, de curioso tallado, y se lo pasó al Centauro. El Centauro levantó el tazón diciendo:

—Bebo en primer lugar por Aslan y por la verdad, Señor, y en segundo lugar por Su Majestad.

Bebió el vino (suficiente como para seis hombres fornidos) de un solo sorbo y devolvió el tazón vacío al paje.

—Y ahora, Perspicaz —dijo el Rey—, ¿traes más noticias sobre Aslan?

Perspicaz estaba muy serio, y fruncía un poco el entrecejo.

—Señor —dijo—. Sabes que he vivido largos años y sabes lo mucho que he estudiado los astros; pues nosotros los Centauros vivimos más que vosotros los Hombres, y aún más que los de tu especie, Unicornio. Nunca en todos mis días he visto cosas tan terribles escritas en los cielos como las que aparecen noche a noche desde que comenzó este año. Las estrellas no dicen nada de la venida de Aslan, ni de paz, ni de alegría. Gracias a mis artes sé que desde hace quinientos años no ha habido una conjunción tan desastrosa de los planetas. Ya tenía en mente venir a advertir a Su Majestad que algún mal muy grande se cierne sobre Narnia. Pero anoche me llegó el rumor de que Aslan anda por Narnia. Señor, no creas esta patraña. No puede ser. Las estrellas no mienten jamás, pero los Hombres y los Animales sí. Si efectivamente Aslan fuese a venir a Narnia, el cielo lo habría vaticinado. Si realmente hubiese venido, las más amables estrellas se habrían reunido en su honor. Es una mentira.

—¡Una mentira! —exclamó el Rey, con violencia—. ¿Qué criatura en Narnia o en todo el mundo osaría mentir sobre algo así?

Y, sin darse cuenta, puso su mano sobre la empuñadura de su espada.

—Eso no lo sé, mi Rey —respondió el Centauro—. Pero sé que hay mentirosos en la tierra; no los hay entre los astros.

—Me pregunto —intervino Alhaja—, si acaso Aslan no vendría aunque todas las estrellas predijeran lo contrario. El no es un esclavo de los astros sino su Hacedor. ¿No se dice en todas las antiguas historias que Él no es un león domesticado?

—Bien dicho, bien dicho, Alhaja —exclamó el Rey—. Esas son las palabras exactas:
no es un león domesticado.
Así se menciona en muchos relatos.

Perspicaz recién levantaba su mano y se inclinaba hacia adelante para decir al Rey algo de suma gravedad, cuando los tres volvieron la cabeza al escuchar un rumor de gemidos que se acercaba rápidamente. El bosque era tan espeso hacia el oeste que no podían ver todavía al nuevo visitante. Pero pronto pudieron escuchar sus palabras.

—¡Ay de mí, ay de mí, ay de mí! —clamaba la voz—. ¡Ay de mis hermanos y hermanas! ¡Ay de los árboles sagrados! Han asolado los bosques. Han descargado el hacha contra nosotros. Nos están derribando. Caen enormes árboles, caen, caen.

Al decir el último “caen”, quien hablaba apareció ante ellos. Tenía aspecto de mujer, pero tan alta, que su cabeza quedaba al nivel de la del Centauro; y, sin embargo, también se parecía a un árbol. Es difícil de explicar si no has visto nunca una Dríade, pero es absolutamente inconfundible una vez que la has visto; tiene algo diferente en el colorido, la voz y el cabello. El Rey Tirian y las dos bestias supieron de inmediato que era la ninfa de un haya.

—Justicia, mi Rey —gritó ella—. Ven en nuestro auxilio. Protege a tu pueblo. Nos están devastando en el Páramo del Farol. Cuarenta inmensos troncos de mis hermanos y hermanas ya están en el suelo.

—¡Qué dices, señora! ¿Devastando el Páramo del Farol? ¿Asesinando a los árboles que hablan? —gritó el Rey poniéndose de pie de un salto y desenvainando su espada—. ¡Cómo se atreven? ¿Y quién se atreve a hacerlo? Por la Melena de Aslan...

—A-a-ah —musitó la Dríade con voz entrecortada, estremeciéndose de dolor, estremeciéndose una y otra vez como si estuviese recibiendo repetidos golpes. Y de pronto cayó hacia un lado, tan súbitamente como si le hubiesen cortado los dos pies. Por un segundo la vieron muerta tendida sobre el pasto y luego desapareció. Sabían lo que había sucedido. Su árbol, a kilómetros de distancia, había sido derribado.

Durante algunos minutos la aflicción y la ira del Rey fueron tan intensas que no fue capaz de hablar. Luego dijo:

—Vamos, amigos. Hemos de ir río arriba en búsqueda de los villanos que han hecho esto, con la mayor prontitud posible. No dejaré uno solo de ellos con vida.

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