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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (23 page)

BOOK: La tierra silenciada
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—Y yo que iba a proponer que siguiéramos el rastro… —comentó Jake.

—Jake, hace días que no lo intentamos.

—Intentar ¿qué?

—Marcharnos a pie.

—No.

—¿Por qué no lo hemos intentado?

—Porque estamos en un sitio donde la mierda de caballo brilla como el arco iris.

—Ya.

Regresaron al hotel. Seguía sin luz y sin calefacción, y la temperatura descendía rápidamente. Era asombroso lo deprisa que podía perder el calor un hotel de aquellas dimensiones. Jake recordó que había visto un hacha clavada a un tronco en la casa donde habían entrado. Anunció que iba a salir a cortar leña menuda. Añadió que si era necesario, dormirían ante el fuego.

Mientras Jake estaba fuera, Zoe barrió y preparó la chimenea para cuando él volviese. En un hueco del faldón de piedra encontró un mazo de naipes. Lo sacó. Eran una especie de cartas del Tarot. Zoe ya había visto barajas de cartas así antes, y esa era una versión de la Europa continental, con los títulos de los Arcanos Mayores en francés. Casi todas las cartas mayores eran como las de la baraja clásica del Tarot,
La Lune, Le Soleil
y demás, pero incluía algunas distintas. Una se llamaba
La Montagne
, la montaña, y otra representaba una brújula, tal vez en sustitución de la convencional Rueda de la Fortuna. Otra era
Le Chien
, y ella no recordaba ningún naipe con un perro en el Tarot. Otra de las cartas que descubrió le cortó la respiración.

Eran dos grandes aves negras, posadas en sendos postes a los lados de una verja. Le recordaron los dos enormes cuervos que había visto la mañana que regresó al coche patrulla atascado en la nieve. Se estremeció.

Examinó la baraja lentamente, buscando la carta de la Muerte. A cada naipe que volvía, movía la mano más despacio, consciente de que esa carta tenía que estar allí. De pronto decidió que, fuera cual fuese su aspecto, prefería no verla. Recogió el mazo y lo dejó de nuevo en el hueco de la chimenea donde lo había encontrado.

Cuando Jake regresó con la leña menuda, lo ayudó a preparar la hoguera. Ya solo faltaba prender la cerilla, pero no la encendieron todavía. En cuanto a la baraja, Zoe no dijo nada.

La comida dispuesta en la encimera de la cocina se había podrido. Jake la tiró. Venía observándola como quien observa un reloj, pero empezaban a asaltarlo imágenes desagradables de gusanos y descomposición, así que la echó toda a una bolsa de basura y sacó la bolsa a la parte de atrás del hotel. Limpió la encimera con lejía.

Tenían cortado tanto el suministro eléctrico como el de gas, con lo que no era posible cocinar. Buscaron, pues, queso y galletas y fruta. Además de una botella de excelente vino tinto, por supuesto. Jake pensó que se les acabaría el alimento mucho antes que el vino.

—Nunca nos quedaremos sin pecado —dijo a la vez que descorchaba la botella.

—¿Cómo?

—He dicho que nunca nos quedaremos sin vino. —Le entregó una copa—. Ten.

—No, no has dicho eso. Has dicho que nunca nos quedaremos sin pecado.

—Sin vino. He dicho sin vino.

—No, no es así. Has dicho pecado. Has dicho que nunca nos quedaríamos sin pecado.

—¿Eso he dicho?

—Sí.

—Debe de haber sido un lapsus.

—Sí. ¿Vas a encender el fuego?

Jake lo encendió, y lo contemplaron atentamente mientras las llamas lamían la leña menuda, como si fuese un espectáculo de desenlace incierto. Pero la llama consumió la leña menuda y Jake añadió al fuego troncos pequeños, y las llamas los envolvieron como dedos para llevarlos a una boca devoradora. A continuación puso troncos de mayor tamaño en el camino de las llamas y pronto el fuego ardía intensamente en el centro de la chimenea.

El crepúsculo descendió sobre ellos como un manto, una invasión silenciosa, una horda de criaturas reptantes que rodeaban el hotel. Jake acercó a rastras un par de colchones de las habitaciones más próximas y regresó a buscar edredones mientras Zoe colocaba y encendía velas en el mostrador de la recepción y por todo el vestíbulo. Fuera, el crepúsculo se espesó hasta convertirse en oscuridad.

Jake observó a Zoe sin decir nada mientras ella echaba el cerrojo en la puerta lateral del hotel. Para atrancar las puertas de cristal cilindrado del vestíbulo, descolgó de la pared un par de esquís antiguos decorativos y los insertó a través de los tiradores.

—¿Quién crees que va a venir? —preguntó Jake con una media sonrisa.

—Nadie.

—¿El diablo?

—No.

—¿Dios?

—No.

—¿Alguna otra cosa?

—Calla. Simplemente me quedo más tranquila con todo bien cerrado, ¿vale?

Bebieron dos botellas de vino. Jake echó más leña al fuego. Zoe se acomodó bajo los edredones y contempló las llamas. Vio formas en ellas. Se durmió.

En plena noche oyó a unos hombres. Caminaban ruidosamente alrededor del hotel. Oyó sus voces. Oyó los crujidos y las patadas de sus botas en la nieve. Se llamaban en susurros unos a otros. No comprendió lo que decían, ni se vio capaz de ir a mirar por la ventana. Estaba paralizada tanto por el terror que le inspiraban aquellos hombres como por el duermevela que la tenía atrapada entre sus brazos. Cuando intentó levantarse, no pudo hacerlo. Era como si estuviese drogada. Era incapaz de mover una mano o un pie. Era incapaz de pestañear. No podía hablar ni llamar a Jake, porque tenía los labios y la mandíbula trabados. Solo podía contemplar el fuego y presenciar el indistinto movimiento de los troncos en llamas.

15

Cuando despertaron, el fuego se había apagado. Era imposible ver nada desde las ventanas del hotel por la espesa niebla que había descendido sobre el valle, trayendo consigo más nieve. Zoe se hallaba de pie ante las puertas de cristal del vestíbulo, arrebujada en su edredón. Las puertas seguían atrancadas con los esquís antiguos. No sabía si hablar o no a Jake de los hombres que se paseaban en torno al hotel esa noche pasada.

Seguía protegiéndolo, del mismo modo que él intentaba protegerla a ella. Pero ¿de qué? ¿De qué? Se contaban ya entre los muertos. ¿Qué podía ya representar una amenaza para ellos?

Lo oyó moverse a sus espaldas. Sin volverse a mirarlo, dijo:

—Anoche había hombres ahí. Dando vueltas y vueltas alrededor del hotel. A no ser que estuviera soñando. Pero si he soñado, sería la primera vez que sueño aquí.

Jake se acercó desde atrás. Se sorbió la nariz y apoyó una mano en su hombro.

—Yo también los oí.

Ella se volvió al instante, con un destello en la mirada.

—¿Ah, sí?

Jake sacó los viejos esquís de los tiradores de las puertas de cristal y los apoyó en la pared. Acto seguido se vistió.

—No vas a salir.

—Sí.

—No quiero que salgas. ¿Qué oíste? ¿Qué oíste anoche?

—Oí las pisadas de unos hombres alrededor del hotel.

—¿Cómo sabes que eran hombres? —preguntó ella, ahora con un temblor en la voz.

—En realidad no lo sé. Pero los oí, y sus pasos me parecieron de hombres. Oí su respiración. También oí una tos.

—¿Intentaron entrar?

—No lo creo. Diría que se acercaron a la ventana pero no intentaron entrar.

—¿Y si no son hombres?

—¿Qué van a ser, si no?

—¿Y si son demonios?

Jake soltó un resoplido de desdén.

—Tú no crees en los demonios.

—Quizá ahora sí. No quiero que salgas.

Jake se calzó las botas con una enérgica patada en el suelo y se ató los cordones en silencio.

—No podemos quedarnos aquí dentro para siempre, eso desde luego. Me niego a ser un prisionero. Si ahí fuera hay hombres, quiero averiguar qué hacen. Y si son demonios… en fin, quiero ver cómo son. ¿Vienes?

Le tendió la mano. Ella permaneció inmóvil.

—No pueden hacernos daño.

—Sí pueden.

—¡Zoe! ¡Estamos muertos! ¡Morimos hace unos días en un alud! ¿Qué pueden hacernos? ¿Qué crees tú que pueden hacernos? ¿Matarnos otra vez?

Zoe parpadeó. Sabía exactamente qué podían hacer. Algo que Jake no entendía. Pero no lo dijo. Se limitó a contestar:

—Espera.

Se vistió apresuradamente, poniéndose las botas y la chaqueta de esquí de las que se había apropiado en una tienda vacía. Jake aguardó pacientemente; por fin, cuando ella estaba lista, le aguantó la puerta abierta, y salieron.

El intenso frío hincó sus garras en ellos. La visibilidad se reducía a escasos metros. Sentían la humedad del aire en la cara y la niebla en la garganta. Nevaba intensamente en copos pequeños.

Circundaron el hotel en busca de las posibles huellas de botas dejadas por los hombres esa noche; o si no había huellas de botas, cualquier clase de rastro que pudiese revelar el carácter de lo que había rondado por allí fuera. O pudiera estar aún rondando. Pero no había huellas de botas, ni de garras, ni rastro alguno. Habían desaparecido, cabía suponer, del mismo modo que las marcas de los cascos y los raíles de tranvía dejados por el caballo y su gigantesco trineo.

Pero Jake sí encontró algo.

Lo sostuvo ante ella. Era una colilla. Tenía el filtro deformado como si lo hubiesen retorcido con los dedos al apagar el cigarrillo. Había más. Encontraron una cada tantos metros. Se preguntaron cuánto tiempo podían llevar allí, si parecían muy recientes o no, si el tabaco residual olía a rancio, si el papel se veía limpio y muy blanco o envejecido y gris. Se preguntaron si habían visto las colillas en la nieve antes de ese momento; no estaban seguros. Quizá llevaban allí desde el principio, y solo ahora, después de advertir la presencia de unos intrusos, se habían fijado en ellas. Olfatearon las colillas, abrieron y desplegaron los restos de papel, desmenuzaron el tabaco entre los dedos. Analizaron las colillas tiradas como si fueran los Manuscritos del Mar Muerto, textos en papiro en un idioma inaccesible, buscando en todo momento significado, significado, significado.

De pronto, detrás del hotel, Zoe descubrió otra colilla en la que destelló el ascua y se apagó. Una voluta de humo asombrosamente fina se elevó de la colilla. Zoe se agachó y la recogió. Sopló en el ascua, y esta chisporroteó.

Con la colilla entre los dedos, extendió el brazo para que Jake la viera, y él la contempló con expresión de horror.

Zoe se volvió y gritó en medio de la niebla arremolinada.

—¡Hola! ¡Hola! ¿Quién hay ahí?

Pero la gélida niebla ahogó sus palabras, que parecieron caer ruidosamente a sus pies.

Jake formó un megáfono con las manos.

—¡Hoooooola! —bramó. Pero su voz no se propagó—. ¡Sabemos que hay alguien ahí! —gritó. Luego se volvió hacia Zoe y en un susurro añadió—: No, no lo sabemos.

Los dos escudriñaron la bruma, y Zoe vio, o creyó ver, una chispa minúscula, entre carmesí y oro, quizá el ascua reluciente de la punta de un cigarrillo encendido en el momento en que el fumador aspiraba el humo. Pero era tan pequeña, y el destello tan breve, que no habría podido asegurarlo.

Quizá Jake la vio también, porque se adentró en la niebla, desviándose un poco a un lado, como si se dirigiera a un punto concreto a media distancia. No había dado más de una docena de pasos cuando su silueta empezó a desdibujarse. Incapaz de disimular el pánico en la voz, Zoe lo llamó.

—Solo voy a echar un vistazo.

—¡Tengo miedo! Puedes perderte al volver.

—No me perderé.

—Jake, me has preguntado qué podían hacernos que fuese peor que morir. Voy a decírtelo. Podrían separarnos.

—¿Cómo?

—Podrían separarnos.

Jake, vacilante, se volvió a mirarla. Por lo visto, no había contemplado esa posibilidad. Regresó a su lado y la estrechó entre sus brazos.

—Eso no voy a permitírselo. Volvamos adentro.

Regresaron al hotel, y una vez dentro Zoe hizo ademán de volver a colocar los esquís antiguos a través de los tiradores de la puerta, pero Jake le quitó de las manos los esquís con delicadeza y los dejó a un lado. De pronto ella se estremeció. Le castañetearon los dientes, como cuando tenía la gripe. Jake fue a buscar el edredón y se lo puso sobre los hombros.

—Estás helada —dijo—. Encenderé otra vez el fuego.

—¿Tú no tienes frío?

Él negó con la cabeza, no. No había sentido el frío en ningún momento desde que estaban en aquel lugar. Pero a ella le castañeteaban los dientes y temblaba. Jake se arrodilló ante el fuego y encendió una cerilla. La leña chisporroteó y silbó y al cabo de un momento el fuego ardía otra vez y él lo alimentaba con troncos pequeños. Luego despejó la zona para que ella pudiera sentarse ante las reconfortantes llamas.

—Estos troncos no duran mucho —comentó él—. En algún momento tendré que salir a por más.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Oye, solo son unos cien pasos cuesta arriba. Incluso con esta niebla es imposible que me pierda. Y tal como estás temblando, vamos a tener que alimentar ese fuego.

—No puedo evitarlo.

—Mira, me llevaré la lona y traeré a rastras otro cargamento de troncos. Después te prepararé el desayuno. Cocinaré en el fuego con una sartén, como antiguamente. Tendrá su gracia, ¿no te parece?

—Te llevarás la lona. Y luego una sartén.

—¿Cómo?

Ella lo miró parpadeando. No tenía el menor apetito.

—¿Podríamos desayunar antes? ¿Antes de que salgas?

Él sonrió.

—Claro.

Jake se colocó a su lado, le envolvió los hombros con el edredón y la rodeó con el brazo, intentando transmitirle parte de su calor. La estrechó con fuerza pero parecía con la cabeza en otra parte, abstraído en sus pensamientos.

Ella había dejado de temblar. Sentía ya el calor del fuego. Miró a Jake.

—¿Estás bien?

—Sí. ¿Por qué?

—Te noto…

—Estaba a punto de hacer algo y ya no me acuerdo de qué era.

—Ibas a preparar el desayuno —recordó Zoe—. Con una sartén. En el fuego.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Es verdad. Eso iba a hacer. Es gracioso. Es gracioso que vuelva a venirme así a la cabeza.

Se levantó y se encaminó hacia la cocina. Ella lo observó alejarse. Había algo raro en su manera de comportarse. Zoe se preguntó si se habría dado un golpe en la cabeza durante el alud que lo había afectado. Tenía aún los ojos enrojecidos, de eso no se había recuperado. Era la clase de problema por el que uno debía acudir a un hospital. Pero allí no había hospital, ni médicos, ni enfermeras. Zoe ni siquiera sabía si en aquel lugar era posible hacerse daño o, en caso afirmativo, cuánto daño. Pensó en el bebé que crecía en su vientre.

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