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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (18 page)

BOOK: La tierra silenciada
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Bajó las piernas al suelo y fue entonces cuando se dio cuenta de que la luz no procedía de una linterna dentro de la habitación. Entraba a raudales por la ventana. Jake no había corrido del todo las cortinas antes de caer redondo en la cama, y esa luz bañaba la habitación desde el exterior. Zoe se acercó a la ventana.

Era la luna. Imponente, blanquecina y a baja altura en el cielo, parecía enorme, de un tamaño sobrenatural, como una baya de muérdago hinchada, o una bola nacarada colgada de un árbol de Navidad. Ahogó una exclamación. La luz de la luna parecía lechosa, líquida, incluso pegajosa. Veía fácilmente las sombras de los cráteres en la superficie. Era casi como un ojo que la contemplaba sin parpadear desde el despejado cielo nocturno, distante y sin embargo interesado. Nunca había visto la luna tan baja en el firmamento. Parecía amenazar con precipitarse sobre la tierra.

Se oía una música a lo lejos, una tenue música orquestal flotando por encima de los tejados. Supuso que otros celebraban también una fiesta. La música aumentó de volumen y luego se alejó, como si la arrastrara una brisa.

Miró por encima del hombro a su marido dormido y pensó en despertarlo; pero lo descartó, temiendo echar a perder aquel momento. Se quedó, pues, de pie ante la ventana, cogida al dobladillo de la cortina, mirando la luna, conteniendo la respiración.

No supo cuánto tiempo permaneció allí contemplando la luna, pero al cabo de un rato, esta, sin que Zoe percibiera la menor señal de movimiento ni el paso del tiempo, pareció haber retrocedido y perdido intensidad, retirándose a un estado de belleza corriente.

Volvió a la cama y se acostó, mirando aún por la ventana, y al final el sueño la venció de nuevo.

Por la mañana, durante el desayuno, mientras se preparaban los dos para ir al trabajo, Zoe empezó a contarle a Jake lo que había visto.

—Tendrías que haberme despertado.

—Sí. Ahora nunca sabré si fue un sueño.

Él estaba a punto de contestarle cuando sonó el teléfono. Era Eric, el amigo de Archie, que llamaba desde Túnez.

—Zoe, cariño, quiero que te sientes.

En cuanto dijo eso, ella lo supo todo.

—Lo siento mucho, querida. Lo siento mucho.

—¿Cuándo ha sido?

—Al ver que no bajaba a desayunar, Bill y yo hemos subido a su habitación.

—Entiendo.

—Quiero que sepas lo contento que estaba anoche. Contentísimo. Habíamos ido a un baile por la tarde. No paró de reírse. Bailamos con un sinfín de señoras encantadoras. Por la noche disfrutamos de una cena muy agradable y bebimos un poco de vino y fuimos a dar un paseo cerca del mar. Anoche había una luna increíble. Preciosa.

—Lo sé.

—Archie bailaba. Hacía girar a una compañera de baile imaginaria por el paseo. No estaba bebido, ya conoces a tu padre. Pero decía una y otra vez: «¡Mirad la luna, mirad la luna, chicos!». ¿Sigues ahí, cariño? ¿Sigues ahí?

—Sí.

—«Mirad la luna», decía. Nunca he visto a tu padre tan contento, cariño. Bill también lo dijo. Era un hombre encantador, ese Archie. Un hombre encantador. Lo siento mucho.

—No pudo evitarlo —dijo Zoe—. Tuvo que venir a visitarme a su pesar.

—¿Qué dices, cariño?

—Nada.

—Tenía que llamarte. Era una maravilla tenerlo con nosotros. ¿Sigues ahí, querida?

Jake, que le miraba la cara cuando las lágrimas empezaron a resbalar, le quitó el auricular y la tuvo cogida de la mano mientras proseguía la conversación con Eric en voz muy baja.

Eric y Bill habían insistido en ocuparse de todo. Los pagos del seguro de Archie estaban al día y ellos trataron con las autoridades y el papeleo y enviaron a Archie de regreso en avión dentro de un ataúd revestido de cinc, como exigía la ley. Los restos de Archie se incineraron en el cementerio local. Recibió una ceremonia laica.

Zoe dejó el árbol de Navidad en el bungalow de su padre hasta la noche de Reyes, conforme a la tradición. Entonces, con sumo cuidado, embaló todos los recuerdos colgados. Donó a la beneficencia la ropa en buen estado y dijo a Eric y Bill que se llevaran lo que quisieran de la casa. Se quedó con unas cuantas cosas y les entregó los bolos de Archie para que se los dieran a alguien del club.

Eric le preguntó por algo que ella había dicho la mañana que la telefoneó desde Túnez.

—Dijiste que había venido a visitarte a su pesar. ¿Qué querías decir?

Zoe le contó entonces el episodio de la luna. Eric y Bill la miraron los dos con un brillo en los ojos, sin decir nada.

Zoe cogió la caja con los recuerdos del árbol de Navidad para que Jake y ella pudieran mantener la tradición decorando el suyo con objetos conmemorativos especiales. Salió a comprar un disco en forma de luna plateada en recuerdo del fallecimiento de Archie, y en todos los años transcurridos desde entonces, cuando posaba los ojos en ella, allí colgada en el árbol, no se entristeció ni una sola vez.

11

El viento había amainado y la estación de esquí ofrecía un aspecto impoluto, como si la hubieran rastrillado con una garra gigante. La nieve suelta, ahora barrida, formaba altas pilas contra las puertas y los bloques de apartamentos; el hielo y la nieve habían desaparecido de los coches aparcados en el lado expuesto al viento; y el pueblo entero parecía haberse inclinado hacia atrás hasta quedar reducido a un mínimo ángulo, y erguirse ahora con un parpadeo de sorpresa ante el sol de la mañana.

Todas las nubes habían huido de un cielo que en esos momentos presentaba el imponente color lapislázuli de la máscara mortuoria de un faraón. El sol de primera hora de la mañana había renacido como oro blanco.

—Este es el último día que esquío —anunció Jake.

—¿Ah, sí?

—Es asombroso. Son las condiciones perfectas para esquiar. Nunca tendremos otro día como este. Quiero acabar en este punto culminante.

—¿Qué necesidad hay de acabar? —Un ligero temblor asomó a la voz de Zoe, un temblor que no pudo reprimir. Era como si Jake hubiese declarado su pérdida de la fe en una religión—. ¿Por qué no esquiamos hasta que podamos?

—Creo que nuestro tiempo es limitado. No puedo decirte por qué. Sencillamente lo presiento. Y ya no me divierte.

Zoe no discutió. Jake parecía resignado a aquello. Pero ella se negaba a creerlo; no podía creerlo. Aquello no era el fin. Él había ido a la cocina esa mañana y había informado de que la carne en la encimera de acero inoxidable empezaba a oler. Su reloj avanzaba. Pero ella, al fin y al cabo, tenía un antirreloj avanzando dentro de su vientre.

Seguía haciéndose la prueba con regularidad, y siempre daba positivo. El bebé seguía vivo en su interior y ella sabía, sin necesidad de prueba alguna, que se desarrollaba bien. Acaso no fuera más grande que una uña, un cuarto creciente en un inmenso cielo nocturno, pero Zoe sentía cómo se nutría de ella, que se alimentaba de cada uno de sus latidos. Mientras creciera, mientras cobrara vida —y le traía sin cuidado el tiempo del feto porque sentía el aleteo de una mariposa y ningún médico la convencería jamás de que eso eran gases o dolores de estómago—, aquello no podía ser el final para ellos.

Deseaba anunciárselo a gritos a Jake, pero le faltaban las fuerzas. Sencillamente le parecía absurdo filosofar sobre sus difíciles circunstancias. Se negaba a aceptar que esa «muerte» fuera a ser tema de un largo debate. Le constaba que ese bebé vivía dentro de ella y que llegaría a nacer. No sabía qué sucedería entonces. Era inimaginable estar en la muerte y embarazada al mismo tiempo. A menos que Jake estuviera en lo cierto, y realmente fueran el enrevesado fruto de la unión entre la física y los sueños.

Jake había salido del hotel para ponerse los esquís. Zoe lo siguió premiosamente por el vestíbulo. A medio camino se le cayó un guante y se agachó a recogerlo.

Al hacerlo, oyó el inconfundible resoplido de los frenos neumáticos de un autocar de lujo, y cuando se irguió, con el guante en la mano, casi se le cayó por segunda vez. Allí estaba el autocar, aparcado frente al hotel, y una muchedumbre pululaba de nuevo por el vestíbulo. El parloteo de voces llenaba el aire. Zoe percibía el calor de sus cuerpos en el vestíbulo abarrotado y el bullicio de las animadas conversaciones.

Se volvió hacia la recepción, y las mismas tres mujeres ocupaban sus puestos, con sus elegantes uniformes del hotel, cada una enfrascada exactamente en la misma actividad que la primera vez que las vio. La joven de la coleta tenía el teléfono en el oído. La señora del pelo castaño rojizo y las gafas negras pasaba una tarjeta de crédito por la máquina, y la tercera recepcionista hacía el esfuerzo de escuchar lo que intentaba decirle el director del traje gris por encima del alboroto.

En su mayoría la gente vestía con ropa de esquí, salvo por los recién llegados que entraban arrastrando sus maletas con ruedas. Si bien ella se encontraba en una parte distinta del vestíbulo, pasó por su lado el mismo hombre y le guiñó el ojo. Ella alcanzó a oler su colonia de nuevo. Tuvo que mirarse para comprobar que no llevaba el albornoz como la otra vez, y no, ahora iba debidamente equipada con su ropa de esquí. Miró hacia la recepción. Allí estaban las dos inglesas hablando de un alud.

Zoe sintió que le faltaba el aliento. Miró a través de las puertas de cristal buscando a Jake. Pero había una gran multitud en el vestíbulo, y tanto esta como el autocar recién llegado le impedían ver la calle.

Desconcertada, se disponía a volverse para hablar con las dos inglesas junto al mostrador de recepción, pero en ese momento el portero, desde su atril de madera clara, alzó la vista casualmente y cruzó una mirada con ella. Enarcó las cejas con expresión interrogativa y abrió los ojos desorbitadamente, como si de repente hubiese recordado algo.

—Madame
! —la llamó—.
Madame
!

Levantó un brazo y le hizo una seña con los dedos para que se acercara.

En un primer momento Zoe quedó como hipnotizada por el portero, que sonreía y la llamaba con un gesto. Pero enseguida supo que no se dirigía a ella, y que le hacía señas a otra persona situada a sus espaldas, quizá alguien que estaba en la recepción. Casi se dio media vuelta para mirar por encima del hombro.

Pero detrás de ella no había nadie. Nadie en absoluto.

Las inglesas, las tres recepcionistas y su director y quienes formaban cola ante el mostrador ya no estaban. El bullicio de animadas voces se había evaporado. Incluso el aroma a colonia se había desvanecido.

Zoe se volvió, y el portero había desaparecido también, al igual que todos los demás esquiadores y huéspedes del hotel y el autocar de lujo aparcado en la calle. Ahora, a través de las puertas de cristal cilindrado, veía a Jake, que la esperaba.

Permaneció inmóvil por un momento; luego se volvió para mirar otra vez la recepción vacía antes de salir del hotel. Jake seguía allí plantado, con las piernas separadas y los brazos cruzados. Sonrió. Era evidente que no había visto nada.

—¿Estás bien?

—Estoy perfectamente —contestó Zoe.

Desde lo más alto de la montaña, y con la gran moneda del sol estampada en el cielo detrás de ella, observó esquiar a Jake. Descendía rápidamente por la ladera, ejecutando giros perfectos, trazando surcos en la nieve, atacando la pista. Su larga sombra lo precedía como un espíritu independiente. Nunca lo había visto esquiar tan bien. Parecía haber alcanzado la perfección técnica. Aunque ella siempre había sido mejor esquiadora, no cabía duda de que ahora él la superaba en destreza. Lo observó avanzar a toda velocidad tras los árboles donde se curvaba la pista y desaparecer más allá de la siguiente elevación.

Salió tras él, decidida a alcanzarlo. Pero sus primeros giros fueron torpes, mal ejecutados. En cierto momento se le cruzaron las puntas de los esquís y tuvo que detenerse para recobrar la calma. La exasperaba ver que, mientras Jake aparentemente había perfeccionado su técnica, ella empeoraba. Quizá la causa de su malestar fuera la segunda alucinación del vestíbulo abarrotado de gente. O acaso fuera la presencia del bebé, que inconscientemente la instaba a la cautela. Una caída podía ser peligrosa. Tenía una buena razón para no querer atacar la pendiente.

El imponente silencio del lugar la inquietaba. Las píceas y los pinos, todos colmados aún de nieve, extendían sus ramas en un ballet helado, exhalando un incienso espectral desde capillas oscuras y estériles resguardadas bajo sus ramas. Aspiró hondo aquel aire frío y penetrante como el vino. «Crece, niño, crece. Engañaremos a la muerte.»

Se dijo esto con actitud desafiante, pero pensó que podía ser una afrenta a algún Dios colérico del inframundo. Miró pista abajo. Su sombra se extendía ante ella quizá a veinte metros de distancia. De pronto percibió un movimiento, un atisbo de actividad, en la periferia de su visión.

Junto a la suya, había otras sombras.

A su derecha se mecía levemente un grupo de sombras, de forma más o menos humana. Las siluetas oscuras se dibujaban nítidamente en la nieve ante ella. Se le cortó la respiración. No se atrevió a volver la cabeza para mirar atrás. Sentía allí la presencia de varios seres. Quizá eran personas. Quizá no.

Mantuvo la mirada fija en las sombras oscilantes, convencida de que no se habían dado cuenta de que ella las había visto. Empezó a picarle la piel. Se le enfrió y se convirtió en una sustancia abrasiva, como papel de lija. Sintió que se le helaban los fluidos en los ojos.

Había quizá cinco o seis, apiñados. Parecía increíble que no la hubieran visto. Los oía hablar, cuchichear. Observó el contorno de sus sombras en la nieve blanca como la cera. Sin duda poseían forma humana, pero con largos miembros añadidos, como varas o trompetas de tubo largo que sobresalían ante ellos, quizá de la boca. Se movían, avanzaban hacia ella, y sin embargo no parecían acercarse.

Zoe tenía ya los bastones a punto. Distendió los miembros, flexionó los pies dentro de las botas, preparándose para emprender el descenso más rápido de su vida por una pista de esquí. En el último momento apartó la mirada de las sombras en movimiento y, con una demencial sensación de desafío, volvió la cabeza para mirar a los ojos a sus adversarios.

Casi resbaló hacia atrás. Allí no había nada.

A sus espaldas se alzaba la cresta de la ladera, y más allá asomaba el pico blanco de una montaña, un imponente cuerno que empitonaba el cielo azul y parecía desmoronarse. Y más allá aquel implacable sol.

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