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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (14 page)

—Eso no es una máquina pisapistas —afirmó Jake—. Eso es el sonido de la nieve en movimiento.

El grave retumbo aumentó de volumen y trajo consigo otra capa de sonido, como un siseo, y fue entonces cuando tembló todo el restaurante. La botella y las copas que Jake había dejado en la mesa empezaron a tintinear y avanzar hacia el borde.

El restaurante se estremecía. Jake y Zoe estaban ya de pie, mirando la montaña por la ventana. No se veía nada, pero se oía todo. Las botellas, en cajas o estantes detrás de la barra, se sacudieron y tintinearon. La botella de vino y las copas cayeron al suelo de madera sin romperse. Una de las copas rodó.

Jake, levantando la voz, dijo que debían echarse cuerpo a tierra delante de la barra, que se alzaba entre ellos y el lugar de procedencia del sonido. Arrastró una mesa enorme por el suelo y la adosó a la barra. Se metieron debajo de la mesa.

—¡Sadie! ¡Ven aquí, chica! ¡Ven!

La perra temblaba. El retumbo había crecido hasta convertirse en un estruendo ahogado, como un trueno continuo, y el siseo se asemejaba ahora al silbido de un enorme avión comercial despegando justo ante la puerta.

Detrás de la barra, las botellas cayeron y se hicieron añicos. En la cocina, las fuentes y cacharros se precipitaron al suelo. Oyeron cómo empezaban a gemir y troncharse los troncos de las paredes. El restaurante amenazaba con desmoronarse y quedar reducido a astillas. Zoe y Jake se acurrucaron bajo la mesa, abrazándose mientras los envolvían el rugido de la nieve y los chasquidos de la madera al partirse.

Por fin el temblor remitió, y simultáneamente el penetrante siseo y el rugido grave y profundo comenzaron a atenuarse y se alejaron de ellos. Se quedaron bajo la mesa, abrazados, sujetando los dos a la perra.

En menos de un minuto el ruido del alud no era más que un zumbido y poco después se desvaneció. Más difíciles de identificar fueron los sonidos posteriores. Se oyeron en la pared de troncos del restaurante tres golpes sordos, muy nítidos, y luego un correteo, como los pasos de un ave buscando pan en el tejado. Luego se hizo el silencio.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. Esperemos aquí un poco más.

Permanecieron bajo la mesa hasta sentirse en condiciones de ir a explorar. Jake salió de debajo como pudo e, inquieto, miró hacia el techo. Luego se acercó a la pared que había soportado el embate mayor del alud. Los listones y el yeso se habían hundido hacia dentro y la nieve había abierto una brecha entre los troncos exteriores, insertando entre ellos largos dedos blancos, sondeando el interior del restaurante. Era como si la nieve hubiese intentado agarrarlos.

—¡Mira eso!

No podían salir por la puerta por la que habían entrado. Un muro de nieve obstruía el paso. Salieron por la puerta de la cocina, en la parte de atrás, y rodearon el restaurante para ver la nieve apilada contra la pared.

Zoe estaba a punto de comentar que ese era el segundo alud al que habían sobrevivido cuando recordó que no habían sobrevivido al primero. Así que optó por decir:

—¿Se puede morir dos veces?

Jake se volvió a mirarla y resopló.

—¿Crees que esto es como las capas de una cebolla? —continuó ella—. ¿Que si ese alud nos hubiese arrastrado ahora seguiríamos aquí? ¿O estaríamos en otra parte? Una vez tuve un sueño y en el sueño me acostaba, me dormía y soñaba. Y yo lo sabía. Sabía que estaba soñando dentro de un sueño. ¿Crees que es eso mismo? ¿Eso crees?

—¿Te encuentras bien? —preguntó él, observándola con los ojos entornados.

—Estoy perfectamente.

—Es que hablas sin ton ni son, solo lo digo por eso.

—Estoy bien. Solo que… lo de esta mañana, cuando he pensado que todos habían vuelto… eso me ha alterado, Jake.

—¿Y si nos marchamos de aquí volando? —propuso Jake—. Por hoy ya me he cansado de morir.

—¿Te has cansado de morir?

—De esquiar. He dicho que me he cansado de esquiar.

—No, has dicho «me he cansado de morir».

—No.

—Sí lo has dicho. Puede que hayas querido decir «esquiar», pero has dicho «morir».

—Zoe, acabas de salvarte de un alud y estás diciendo tonterías.

—No es así. Tengo la cabeza clara como el agua. Sé lo que digo y sé qué has dicho tú exactamente.

—¿Podemos irnos ya?

—Claro que podemos. Vamos a buscar a Sadie.

Volvieron a entrar, pero no la encontraron. No se la veía por ningún lado. Sin dejar de llamarla, buscaron por todas partes. Sabían que no le había pasado nada porque durante el alud la tenían con ellos debajo de la mesa. No se había movido de allí hasta que ellos salieron. Ahora, sin embargo, no la encontraban.

—Debe de haber salido.

Buscaron a Sadie por delante y por detrás del restaurante ahora semiderruido, llamándola a gritos entre las sombras cada vez más largas de los árboles, adentrándose en el frío. No vieron la menor señal, ni siquiera sus huellas. Jake estaba consternado por su desaparición, pero llegó a la conclusión de que debía de haberse marchado montaña abajo.

Zoe intentó buscar por última vez en el restaurante. Mientras miraba debajo de las mesas, oyó crepitar un tronco en llamas en la chimenea. Se volvió y observó el fuego. El tronco que durante tanto rato había permanecido inmóvil contra el otro se había partido y había rodado hasta quedar a un centímetro exacto del otro.

No más de un centímetro.

8

Por lo visto, la pérdida de Sadie fue un duro golpe para Jake. Una y otra vez se preguntaba en voz alta sobre dónde demonios podía haberse metido. También para Zoe había sido una desilusión perder a la perra. Para distraer a Jake, propuso buscar otro restaurante donde comer. Habían reparado en un establecimiento precioso, chic y elegante, con el nombre, un poco ridículo, de La Table de Mon Grand-Père.

Eligieron la mesa preferida del abuelo junto a la ventana y encendieron velas. Zoe se apropió de la cocina y preparó un
boeuf bourguignon
que probablemente habría provocado una apoplejía al chef original; pero era uno de los platos preferidos de Jake, y lo sirvió acompañado de puré de patatas con mantequilla.

Jake esperaba con el cuchillo y el tenedor en alto en los puños pese a haber dicho que no tenía apetito. Deseaba mostrarle a Zoe su entusiasmo, y ella lo sabía. Lo besó en la frente al dejar los platos en la mesa.

—Siempre me ha encantado cocinar para ti —dijo Zoe—. Darte de comer. Trocearlo todo. Prepararlo.

—Tú cocinas con amor. Lo noto en el sabor.

—¿Todavía notas ese sabor? ¿Aquí?

—Notaría la ausencia de ese sabor si no estuviera.

—Has estado dándole al vino, ¿eh, caballero?

En efecto así era. Jake había descorchado una botella del más caro que había encontrado allí y bebido dos tercios sin ayuda de Zoe.

—Intento emborracharme, pero no lo consigo.

—¿Por qué quieres emborracharte?

—La otra noche, cuando nos tomamos aquella botella de champán y tú me atacaste en el ascensor, ¿estabas de verdad borracha o fingías? Porque, en mi caso, por más que bebo, no logro emborracharme.

Tomó también ella un sorbo de vino.

—Recuerdo que pensé que forzosamente debía de estar borracha, y entonces me sentí borracha. O quizá necesité fingir ante mí misma para creer que lo estaba. Dicho esto, ¿puedo preguntarte otra vez por qué necesitas emborracharte?

—¡Porque no sé cuáles son las reglas aquí! Necesito saberlo. Tengo la sensación de que sigo moviéndome en terreno resbaladizo. Y eso me da miedo de una manera que no entiendo. —Sirvió el resto de la botella.

Zoe aún no le había mencionado lo del leño encendido en la chimenea de La Chamade.

—Algo está cambiando.

—Sí, lo he notado.

Comieron en silencio. Zoe quería preguntarle si percibía el sabor del
boeuf bourguignon
, pero se lo pensó mejor. Optó por preguntarle si quería que le describiese cómo era una borrachera para que él pudiera sentirla; a lo que él contestó que prefería ver si lo lograba sin su ayuda. Jake se levantó de la mesa y regresó con otra botella. Zoe decidió acompañarlo en la profunda soledad de ese imparable beber.

Fuera, una luna ya casi llena bañaba con su luz blanquecina la nieve profunda. Jake lanzaba continuas miradas con la esperanza de ver alguna señal de Sadie. Los pinos proyectaban estilizadas sombras sobre el restaurante, y allí donde no llegaban las sombras, el claro de luna resplandecía con cruel belleza sobre la capa de nieve helada.

—No creo que Sadie se haya marchado por iniciativa propia. Creo que se la han llevado.

—¿Cómo dices?

—Eso pienso.

Zoe le dirigió una mirada larga y severa. Lo conocía más que suficiente para saber que no se refería a que un aficionado a los perros había secuestrado a Sadie. No le gustó ninguna de las demás posibilidades que se le ocurrieron.

—Plantéatelo así: en lugar de habértela quitado ahora, a lo mejor te la devolvieron, nos la devolvieron, durante ese breve tiempo.

Jake se inclinó sobre la mesa y entrelazó sus dedos con los de ella.

—Siempre ves el lado bueno de las cosas. O decides verlo.

—Pero es como en la vida, ¿no? Sabemos que la muerte llegará, y sin embargo siempre pensamos que nos han quitado a nuestros seres queridos, nunca que nos los han dado durante el tiempo que sea.

—Lo que dices es verdad, solo que la verdad es difícil de asumir. Es mucho más fácil hundirse y autocompadecerse.

—Siempre la he considerado un don… me refiero a la vida. Un don concedido por no sé qué entidad. Pero siempre he sabido que es un don. Y por algún motivo pienso que este espacio de más, este peculiar tiempo de más del que disponemos ahora, también es un don que se nos ha concedido. Lo que no entiendo ni remotamente es con qué fin.

—Admítelo: no piensas que vayamos a estar aquí para siempre, ¿verdad, Zoe?

—No.

Zoe lo miró, y cuando Jake fijó la vista en ella, asomó a sus ojos algo del brillo de la luna reflejado en la nieve. Horas antes, cuando Zoe estaba en la joyería y se planteaba elegir algo —Cartier, Tiffany, lo que fuera—, en realidad no deseaba nada de eso. ¿Qué debía de sentir uno siendo rico si podía quedarse con esos objetos sin siquiera arrugar la frente por un momento? No podía haber satisfacción en adquirir algo que no había representado ninguna dificultad, ningún esfuerzo. Habría que sentir la retorcida necesidad de encargar una docena o dos de esos objetos para notarlo en la cartera. O solo aspirar a cosas que representaran un buen pellizco de los recursos propios. En cuanto a ella, las únicas joyas que quería eran los ojos de su marido mirándola con admiración como hacía en ese momento; el único collar, el de su aliento en la piel cuando le besaba el cuello; la única sortija, la sencilla alianza de oro que ya llevaba puesta. Así se lo dijo.

Él se echó a reír.

—Estás borracha y sentimental.

—No. Estoy sobria, impasible y lúcida.

—Te quiero. Y te seguiré queriendo cuando esto se acabe. Sea lo que sea esto.

—Eres tú quien está borracho. Solo me dices que me quieres cuando estás borracho.

—Eso no es verdad.

—Pasemos de ese rollo del postre y el café. ¿Volvemos a pie?

Regresaron paseando por la nieve a la luz de la luna, un millón de diamantes titilando en la frágil escarcha. Jake se apoyaba en Zoe como si estuviera ebrio, pese a que no lo estaba. Antes de entrar en el hotel, le cogió la cara entre las manos y la besó bajo la luz blanquecina. Ella percibió el sabor del vino en el beso: no le cupo la menor duda. No tuvo que recordar a qué sabían sus besos; siempre sabían a vino tinto, seda, pimienta, el aroma de la sangre, de la esperanza.

Ya en la habitación, Jake entró apresuradamente en el cuarto de baño. Zoe oyó el chorro de orina contra la taza. Jake siempre orinaba con ganas, como un caballo. Zoe colgó su chaqueta de esquí y cerró la puerta del armario. Cuando estaba a punto de soltarse los tirantes del pantalón, la interrumpió una melodía familiar. Se volvió para decir algo a Jake, que seguía en el baño.

«¿Y eso qué es? —tuvo tiempo de preguntarse—. Es tu… es tu teléfono, tonta. Alguien está llamándote al móvil.»

El alegre tono cobró cada vez más volumen.

—¡Jake! —exclamó.

«Está en el armario —se dijo Zoe—. Está en el bolsillo de la chaqueta. ¡Debes contestar! ¡Vamos! ¡Cógelo!»

Pero no pudo. Estaba paralizada. Oyó el ímpetu de su propia sangre en las venas. La repentina intrusión del timbre del teléfono la había inmovilizado. Se propuso volver a llamar a Jake. Debería ser él quien contestara la llamada, no ella. Trató de moverse, pero se sintió atrapada. Físicamente constreñida, como si algo frío la tuviera agarrada por los brazos y las piernas.

El teléfono volvió a sonar.

—¡Jake!

Estaba otra vez en la tumba de nieve del alud inicial. Envuelta en nieve apretada. Cabeza abajo, respirando el aire atrapado en una pequeña bolsa, intentando mover un dedo. Movió un dedo, una mano, el brazo, y la nieve apretada en torno a ella se desintegró, se disolvió. Zoe se abalanzó hacia el armario y abrió la puerta de un tirón para coger su chaqueta. El móvil seguía emitiendo la melodía. Estaba en uno de los bolsillos cerrados. Torpemente, forcejeó con la cremallera y metió los dedos en el bolsillo. Con manos trémulas, abrió la tapa del móvil y el recuadro de luz azul anunció: «Número oculto».

—Número oculto —masculló.

Pulsó la tecla para contestar y se llevó el teléfono al oído. Oyó una voz. Una voz masculina.

—Perdone… Perdone… —Cabeceó en un gesto de frustración—. ¡Más despacio, por favor!
Je m’excuse, lentement, s’il vous plaît. Plus lentement… Pardonnez-moi, monsieur… je ne comprends pas
.

—¿Qué pasa? —preguntó Jake a voz en grito desde el cuarto de baño.

—Es un hombre.

—¿Cómo?

—No lo entiendo, tiene un acento muy cerrado…
Monsieur, monsieur, s’il vous plaît, parler plus lentement
… ¡No, no!

Se cortó la línea. Zoe extendió el brazo y sostuvo el teléfono ante sí en la palma de la mano, mirándolo como si hubiese intentado quemarla.

Jake había salido del baño sujetándose el pantalón por la cintura ridículamente. Deseaba saber con quién hablaba.

—Era un hombre.

—¿Un hombre?

—Sí, un hombre.

—¿Un hombre? ¿Qué ha dicho?

—No lo sé, me ha sido imposible entenderlo.

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