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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (27 page)

BOOK: La tierra silenciada
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Se apartó de ella.

El gigantesco caballo negro se acercó al paso tirando del trineo, en una trayectoria curva que se desviaba de ellos. Jake se volvió y, avanzando con zancadas largas y resueltas, se encaminó hacia el caballo, decidido a cortarle el paso.

—¡Jake! —exclamó Zoe, y se levantó con visible esfuerzo, atónita, sin dar crédito a que él se alejara de ella.

Pero eso no detuvo a Jake. Siguió adelante a través de la nieve con determinación. El caballo aflojó la marcha al llegar a la cuesta. Cuando Jake ya había recorrido cierta distancia, Zoe echó a correr hacia él, pero notó que le fallaban las fuerzas. Jake tenía la intención de interponerse en el camino del caballo, y a pesar de que Zoe corría y él simplemente andaba con paso uniforme hacia el animal, quien se quedaba rezagada era ella. Zoe aceleró, pero la distancia irracional entre ambos aumentó aún más en lugar de acortarse. Cayó y volvió a levantarse, corrió, resbaló en la nieve, perdió el equilibrio.

Por un momento dio la impresión de que Jake no alcanzaría al caballo; pero de pronto, cuando se aproximaba al animal y a las imponentes vaharadas que despedía de sus costados, este pareció aminorar la marcha adrede, abandonando el trote y reduciéndolo a un paso brioso; Jake aprovechó ese instante para acercarse al trineo, pisó el estribo y saltó al interior, instalándose por fin en la seguridad de la tapicería negra de piel. El caballo sacudió la cabeza, reanudó el trote y, al llegar a un tramo llano, cobró velocidad.

Zoe siguió corriendo detrás de ellos, gritando a Jake, empeñada en no quedarse atrás. Por un momento incluso recortó la distancia y alargó los brazos hacia el gigantesco trineo, pero el estribo pareció elevarse y la portezuela alejarse de sus dedos extendidos mientras ella a duras penas conseguía mantenerse a su lado. El trineo se agrandó hasta que el estribo no estuvo ya a su alcance, o hasta que ella se vio reducida a un tamaño extraordinariamente pequeño. Cayó de rodillas en la nieve y llamó a gritos a Jake.

Sadie, que corría a la par del trineo, se detuvo y lanzó una mirada furtiva en dirección a ella. Acto seguido, la perra se alejó como una flecha por la nieve para seguir a su dueño y enseguida alcanzó al trineo, antes de que este y el caballo desaparecieran en la oscuridad arremolinada.

16

Zoe estaba aturdida por el shock y el frío. Jamás se le había pasado siquiera por la cabeza que Jake la abandonase. Al mirar alrededor, no vio más que una vasta extensión de nieve con la ladera de la montaña a un lado y oscuros pinares al otro. El pueblo, con todas las comodidades y recursos que antes prodigaba, había desaparecido. Comprendió que estaba allí sola, y embarazada.

Retrocedió hasta los parpadeantes rescoldos de la fogata, pero eso solo le sirvió para recordarle el penetrante frío que sentía. Quedaba poco más o menos media docena de troncos, los últimos de su provisión. Cogió uno, pero le pareció ligero e insustancial entre las manos, y cuando lo echó a las brasas, resplandeció y prendió de manera antinatural. Con una sensación de debilidad, se acurrucó junto a las llamas y se arrebujó hasta los hombros con el edredón, estremeciéndose por el dolor de aquel frío que era como unos dedos de cristal arañando su corazón palpitante.

Contempló entonces las estrellas del cielo invernal. Nunca en la vida le habían parecido a Zoe tan numerosas, tan incalculables. Las estrellas no la miraron a ella. Casi daba la impresión de que volvían la cabeza, con severa e indiferente energía.

El tronco que ardía en el fuego se partió y se deshizo. Colocó otros dos sobre las llamas y los observó consumirse rápidamente. El tiempo volaba, en busca de su velocidad real. Los troncos se consumían como rebujos de papel. Echó al fuego la poca leña que quedaba, casi deseando averiguar qué ocurriría en esa existencia fugaz cuando ya no quedara más, cuando ya no quedara ningún recurso. Sabía que no sobreviviría a ese frío. Se acarició el vientre y contempló los troncos mientras ardían.

Llegaría la muerte; una muerte verdadera, el olvido. Pero sospechó que ni siquiera eso aliviaría el dolor de la soledad que sentía por la traición de Jake.

Tuvo la impresión de que su mente se cerraba mientras ese último tronco se convertía en brasas. Pero de pronto los vio. Figuras que se acercaban a ella surgidas de la nieve. Formas, sombras, aproximándose. Eran vagamente humanas, no más que siluetas recortándose contra la nieve iluminada por las estrellas. Algunas llevaban trompetas. Una se llevó la trompeta a la boca y emitió un bocinazo largo y grave. Otras tenían silbatos de plata y empezaron a hacerlos sonar. Se oyeron más trompetas. La rodeaban y estrechaban el círculo en torno a ella.

Así era, pues, como se la llevarían. Quizá eran demonios que iban a por ella. Entre las trompetas y los pitidos de los silbatos, las oyó gritar una tras otra hasta que todas aunaron sus voces. Se acercaban cada vez más.

Al frente de aquellos seres avanzaban las figuras que ella había visto esperar ante el hotel. Hombres ataviados de negro, sus bocas parcialmente cubiertas con bufandas. Los fumadores. Aún ahora seguían fumando. Era como si hubieran esperado a que se extinguieran las brasas del último tronco para tirar sus cigarrillos y aproximarse a ella.

Cuando alargaron los brazos hacia Zoe, cuando hundieron sus garras en ella, ya no le quedaban fuerzas para resistirse. Una soñolienta parálisis se adueñó de ella. Si iban a llevársela al infierno, que así fuera, ya que no tenía ánimos para luchar. Solo pensaba en Jake, y en el bebé que crecía dentro de ella.

17

Estoy muy abajo. Y sin embargo lo veo desde arriba. Ventisqueros blancos formados por la acumulación de cristales de nieve muy, muy tierna, cristales de seis puntas. Estos se entrelazan y forman una pared. Si consigo atravesar la pared, si consigo atravesarla…

De pronto los cristales cambian y empiezan a deslizarse rápidamente ante mis ojos como un complejo código máquina en la pantalla gris de un ordenador. No, es ADN. Cadenas de ADN pasando ante mí, flotando. No, son complejas fórmulas matemáticas, diminutos números en rotación ante mis ojos. Ahora son semillas blancas de algodón transportadas por la brisa, pero a una increíble cámara lenta. Es una corriente mínima, un remolino en el Tiempo. Ahí tienes: vuelven a ser copos de nieve.

Solo copos de nieve.

Tengo copos en las orejas, en la boca, en la nariz, como si fuera cocaína. Una vez la probé. Te la regalo: no tiene ni punto de comparación con lo que puedes sentir al enamorarte. La sangre de mis venas está helada pero canta una canción de amor.

Oigo rehilar en el aire la espada de un ángel. Zas. Zas. Zas. Ven ya. Siento la vibración en la tierra, la alteración en las corrientes de aire, el terror gélido en la hoja, el fuego vestigial en mi sangre.

Es una sensación muy agradable. Puedo dejarme llevar.

Puedo caer en un lugar atestado de gente. Sus voces son un placentero parloteo, y el aire de sus numerosas bocas se eleva y me sirve de colchón mientras caigo suavemente entre ellos. Muchas personas van y vienen. Reconozco a algunas. Hay dos mujeres junto al mostrador. Las conozco de algo. Conozco su idioma. Sé de qué hablan. Un hombre pasa a mi lado y me guiña el ojo. Tanteando el terreno. Percibo el olor de su colonia. Tres mujeres uniformadas trabajan detrás de un ancho mostrador, atendiendo a la gente. Una es joven, con el pelo recogido en una bonita coleta. Se lleva un teléfono al oído. Su compañera, de mayor edad, tiene el cabello del color del fuego. Usa unas gafas de montura negra. Pasa una tarjeta de crédito por la máquina. Otra compañera habla con un hombre de traje gris, esforzándose por oír lo que dice, debido al bullicio de las animadas conversaciones. Hay una cola ante el mostrador, gente que llega, gente que se marcha.

Veo al portero, con su elegante librea granate y gris. Él me ve y enarca las cejas en dirección a mí. Me hace una seña. Creo reconocerlo. Me hace otra seña, indicándome que me acerque a través del concurrido vestíbulo. Pero no puedo moverme. El portero susurra algo a otro hombre antes de coger un sobre de su atril de madera clara.

—Madame!
—me dice—.
Madame
!

Agita el sobre hacia mí.

«No es para mí», deseo decir.

El portero me da miedo. Las potentes luces del techo iluminan su calva. El sudor brota a mares de su frente brillante. Se abre paso hacia mí a través de la muchedumbre del vestíbulo.

—Madame
! —repite.

Me armo de valor y, con voz clara, digo:

—Pero si no es para mí.

—Madame
—dice el portero, acercándose a mí con una sonrisa y poniendo el sobre en mi mano—, sí es para usted,
madame
.

Se queda ahí, todavía con la sonrisa afable en los labios, como si esperara a que yo abriera el sobre.

Me da miedo abrirlo. Pero con dedos trémulos lo abro de un tirón y meto la mano dentro. No encuentro nada. Mejor dicho, no nada, sino nada más que un naipe. Es como un naipe del Tarot, pero no se parece a ningún naipe del Tarot que yo conozca. Representa un árbol. Al pie se lee:
«L’arbre de Vie»
. El árbol de la vida, lo sé. Pero no se parece a ningún árbol de la vida que yo haya visto. Se parece más a un árbol de Navidad, decorado con objetos curiosos y frutas inconcebibles.

Alzo la vista para mirar al portero con la intención de preguntar: «¿Qué significa esto?». Pero el portero ha desaparecido. Él y los demás, todo el mundo, todos. Todo ha desaparecido.

18

Zoe abrió los ojos ante un amplio espacio blanco. Sintió la seda y la miel del calor en las venas. Un olor a desinfectante. Una habitación bien iluminada. El amplio espacio blanco era unas sábanas de algodón y la funda de una almohada.

Una enfermera la miraba. Las dos parpadearon. La enfermera se alejó rápidamente y regresó al cabo de unos segundos con otra mujer, esta con bata blanca de médico.

La mujer se inclinó sobre ella.

—¿Zoe? —dijo.

—Sí.

—¿Sabes qué ha ocurrido? —hablaba con marcado acento francés.

—Un alud.

—Sí.

—¿Y mi marido?

La doctora se sentó en la cama y le cogió la mano.

—Aún no lo hemos encontrado. Solo te hemos sacado a ti justo a tiempo. Lo siento muchísimo.

Zoe ladeó la cabeza y abrió la boca en un mudo lamento, dejando que unas lágrimas saladas y amargas corrieran por su cara. La doctora esperó pacientemente a que remitieran los sollozos y las convulsiones. Pero no remitieron. Dirigió unas palabras a la enfermera en francés, y la enfermera sacó una jeringuilla que entregó a la doctora.

—No —dijo Zoe—, no. No quiero volver a dormirme. Eso no.

La doctora movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Dejó la jeringuilla en una bandeja.

—Como prefieras. Pero si más tarde lo quieres, dímelo.

Zoe recorrió la habitación con la mirada. Tanto la doctora como la enfermera permanecían atentas a ella, como si aguardasen a que dijera algo.

—Quizá no lo veas así —dijo la doctora—, pero has tenido mucha suerte. Mucha suerte. Has estado a las puertas de la muerte. ¿Sabes que estás embarazada?

Zoe asintió con la cabeza.

—Parece que el bebé está bien —informó la doctora—. Lo seguiremos de cerca.

Zoe tuvo la sensación de que se ahogaba. Profundos sollozos intentaban abrirse paso desde su interior, pero ella los contuvo.

—¿Cómo te encuentras? Físicamente, quiero decir.

Zoe meneó la cabeza. Su pena era un dolor físico.

—Aparte de las magulladuras, no he encontrado nada anormal —dijo la doctora—. La rojez de los ojos ya desaparecerá. Se debe a la presión de la nieve, todo ese peso encima de ti.

Zoe hizo el esfuerzo de hablar.

—¿Puedo verme?

La doctora pidió a la enfermera que fuese a por un espejo.

Zoe mantuvo en alto el espejo. En efecto, tenía totalmente enrojecido el blanco de los ojos, igual que Jake.

—Se te irá. Solo necesitas descansar. Tienes muchas cosas en qué pensar. —La doctora se puso en pie—. Oye, fuera hay un hombre. Es quien te ha encontrado. Te ha desenterrado de la nieve. Le gustaría hablar contigo, y lleva esperando desde que te han traído. Pero si ahora no te sientes con ánimos, puedo decirle que se vaya. Ya volverá.

—No, por favor, dile que pase.

La doctora dirigió un gesto a la enfermera, que salió de la habitación. Minutos después regresó con un anciano de piel curtida y correosa, surcada de arrugas. Llevaba muy corto el cabello cano. Lucía un bigote bien recortado y asombrosamente fino. Una sonrisa asomaba a sus labios, pero en sus ojos brillaba la compasión por el dolor de Zoe, como la luz del sol en la escarcha.

Fue un gesto natural que Zoe tendiera los brazos para estrechar al desconocido que la había salvado. La doctora se apartó para que él pudiera inclinarse sobre la cama y aceptar su abrazo.

—Vous bénisse! Vous bénisse
! —dijo.

Apestaba a tabaco.

—Gracias gracias gracias.

El hombre retrocedió y le habló en francés, sin darle mucha importancia, aparentemente, a si Zoe lo entendía o no. La doctora tradujo.

—Dice que eres la tercera persona que ha desenterrado de la nieve, pero tú eras con quien menos esperanzas tenía.

—¿Puedes preguntarle cuánto tiempo he pasado bajo la nieve?

—Dice que unos veinte minutos, quizá más. La representante de vuestra agencia de viajes os ha visto subir temprano y ha podido dar tu número de teléfono al equipo de rescate. Estaban cerca, y han llegado al lugar muy deprisa. Pero todos los demás buscaban en el sitio equivocado. Este hombre dice que él ha escuchado la nieve.

—¿Que la ha escuchado?

—Eso dice. Dice que sus compañeros utilizaban sensores térmicos, pero se equivocaban. Él ha ido a otro sitio y te ha encontrado. Dice que les han dado tu número de teléfono enseguida y han intentado llamar. Dice que ha oído sonar tu móvil debajo de la nieve. Pero de pronto paraba de sonar, y él rogaba para que siguiera sonando.

—Laissez sonner
.

—Oui. Laissez sonner
—dijo el anciano.

Zoe reconoció su voz. Pero era imposible que, enterrada bajo la nieve, pudiera haber contestado la llamada.

El anciano le entregó entonces una tarjeta. Estaba mojada, casi desintegrándose, y era del tamaño de un naipe grande. A un lado mostraba la imagen de un árbol de Navidad, decorado con regalos. Ya lo había visto. Pero esta vez no se leía ninguna palabra en el naipe.

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