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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (26 page)

Allí estaba otra vez: una cara. Una bufanda ocultaba la mitad inferior. Unos ojos que miraban aquí y allá, el asomo de unos labios rojos por encima de la bufanda. Los ojos eran como minúsculos puntos de fuego, granos de luz; aquellos labios semiocultos se movían, formaban palabras inaudibles.

Estaba a punto de avisar a Jake cuando la ventana se hizo pedazos y una lluvia de fragmentos de cristal cayó en el interior. La presión del vestíbulo escapó hacia la oscuridad y un viento procedente del exterior rugió y ululó, haciendo circular una corriente de aire frío, agitando las llamas, amenazando con apagar el fuego. El viento ululó y la niebla irrumpió por la ventana rota como una sucesión de espectros liberados, siniestros, malévolos, escrutadores.

Jake se levantó de un salto y agarró un colchón. Lo arrastró hasta la ventana y lo empujó con fuerza contra la abertura, embutiéndolo hasta llenarla, ahogando el ululato del viento.

Zoe tiritaba, con tal violencia que era incapaz de hablar, de decirle qué había visto en la ventana antes de estallar el cristal.

—Voy a traerte un coñac —dijo Jake.

Aunque Zoe sabía que no hacía más de un minuto, dos a lo sumo, que él se había ido, en ese breve momento vio desvanecerse la luz exterior, gradualmente, como si la visibilidad se redujera por efecto de precisas órdenes matemáticas. En esos escasos instantes, los troncos resplandecieron en la chimenea, ardieron, se partieron, se deshicieron y se extinguieron.

Jake regresó con el coñac. Antes de dárselo, encendió dos velas y las colocó cerca. Luego sirvió una copa de coñac para cada uno. Ella tomó un sorbo. Él bebió también, pero se quejó de que no sabía a nada.

—Según la lista de precios, esto nunca podríamos permitírnoslo. Vas a tener que recordármelo.

—¿Qué ha pasado con la ventana, Jake?

—Recuérdamelo.

—¿Cómo voy a recordar el coñac?

—Aproximadamente.

Zoe bebió otro sorbo.

—Nuestro primer beso. Tú estabas un poco borracho.

Jake paladeó un poco más de coñac, sin apartar los ojos de ella.

—Te quiero, Zoe. Nunca abandones algo tan profundo.

—¿Cómo?

—¿Cómo que cómo?

—¿Qué es eso que acabas de decir? «Nunca abandones algo tan profundo.»

—¿Yo he dicho eso?

—Sí.

—No me acuerdo. He llegado a un punto en que no me acuerdo de lo que he dicho hace dos segundos. Fíjate en el fuego. Tengo la sensación de haber puesto esos troncos hace solo unos minutos y ya se han consumido.

—Y así ha sido.

—Y fíjate en las velas.

Jake señaló con el mentón una llama amarilla y vacilante. La vela ardía deprisa, tanto que se la veía menguar a la vez que la cera derretida se apartaba de la mecha.

—¿Qué está pasando, Jake?

—Parece que el tiempo se ha… Nuestro precioso tiempo se… No lo sé, cariño, ni siquiera puedo pensar hasta el final de una frase. Tiene gracia, ¿no?

—Estoy muy asustada.

Jake le dio la espalda y echó al fuego unos cuantos troncos más. Ardieron con llama viva. Fuera, el crepúsculo ya había dado paso a la oscuridad. Zoe se tendió en la cama y la invadió una sensación de somnolencia. Tan agotada estaba que se rindió a ella.

La despertó un ruido, algo que le pareció un aullido de lobo en las montañas. Sentía el aire helado en las mejillas y una inclemente brisa le alborotaba el pelo. Volvió a oír el aullido del animal: un ululato continuo que, nítido, lastimero, melancólico y sin embargo extrañamente dulce, se propagaba por el aire nocturno. Se incorporó para mirar por la ventana y, para su asombro, la ventana había desaparecido.

No solo había desaparecido la ventana, sino también las puertas de cristal. Dos paredes enteras del hotel se habían esfumado mientras ella dormía. Echó un vistazo alrededor, buscándole sentido a aquello.

Seguía al abrigo de dos paredes como antes, pero solo de dos; el fuego ardía con intensidad al pie de una de ellas, chisporroteando los troncos vivamente, brillando y retorciéndose las llamas en la chimenea. Pero todo el lado sur del hotel, junto con la pared este, había desaparecido; sin embargo el techo aún se sostenía. Ahora veía directamente la ladera de la montaña, con su aterradora extensión de refulgente blancura iluminada por la luna, como el ala o el hombro de un espíritu primordial de la naturaleza.

Jake encendía en ese momento otra vela. Sonrió a Zoe. Una ráfaga de brisa atravesó aquel espacio resguardado, y él protegió la llama con la mano para que no vacilase. Pese a vacilar, la vela se consumía deprisa, observó Zoe, más deprisa de lo que debía consumirse una vela, más deprisa de lo que era razonable.

Otro aullido llegó de la despejada ladera nevada que se extendía al este, donde Zoe no distinguía ya los contornos ni las formas del pueblo. Pero por un momento le pareció ver en la oscuridad los ojos del animal, dos puntos rojos, fijos en ella; luego vio más ascuas rojas. Una de las ascuas resplandeció brevemente y se extinguió. Después otra. Cayó en la cuenta de que no eran ojos, sino los cigarrillos encendidos de aquellos hombres, los fumadores. Se habían acercado a las paredes abiertas del hotel. Dos de ellos permanecían en cuclillas, rozando la nieve con los dedos. Uno señalaba la chimenea. Los otros lanzaban miradas al techo.

—¡Son esos hombres! —dijo a Jake—. Están fuera, ahí mismo.

—¿Dónde? —preguntó él.

—¡Allí! ¡Mira las luces! Esas luces pequeñas.

Jake se volvió hacia la oscuridad con indiferencia, recorriendo con la mirada la implacable inmensidad blanca de la nieve.

—Sí —dijo—. Los veo. Iré a hablar con ellos. —Pero algo en su voz delataba el hecho de que no los veía en absoluto, de que solo le seguía la corriente.

—¡No! —exclamó, horrorizada—. Eso nunca. Quédate aquí. Quédate.

—Eso: tú quédate —dijo él con tono tranquilizador, su voz extrañamente serena, no más que un susurro—. Quédate.

Se levantó y salió del rincón resguardado. Esta vez ni siquiera se llevó el hacha. Zoe, a su pesar, casi hiperventilando, se puso en pie para ver a Jake mientras avanzaba por la nieve hacia ellos. No era más que una silueta surcando la nieve lentamente. A unos metros de los hombres, se sentó en cuclillas.

Los hombres empezaron a hablar y hacer animados gestos con las manos. Zoe no oyó ni una sola palabra. Por más que aguzó el oído para enterarse de lo que decían, su conversación quedó ahogada por el viento que azotaba las dos paredes del hotel aún en pie. Percibió también algo anómalo en la manera en que Jake se comunicaba con aquellos hombres. No los miraba. No estaba siquiera de cara a ellos. Hablaba, y de vez en cuando movía la cabeza en gestos de negación o asentimiento, como si se tratara de una negociación o algo así, pero daba la impresión de que estuviesen en mundos distintos, y de que él no los viese, ni ellos a él.

Esa peculiar negociación se prolongó durante largo rato, y en ese tiempo las velas se consumieron hasta quedar reducidas a cabos y el fuego se apagó.

Cuando Jake regresó, tenía una expresión seria. No contestó a ninguna de las preguntas de Zoe. Volvió a avivar el fuego y añadió troncos.

—¿Qué han dicho esos hombres? —exigió saber ella.

—Lo importante es que no te enfríes —dijo Jake, abrigándola con la pila de edredones.

—¿Sabes qué querían?

—¿Quiénes?

—¡Los hombres! ¿Han dicho qué querían?

—Sí. Pero me cuesta mucho recordar. Muchísimo.

Sirvió a Zoe otra copa de coñac y se negó a responder a ninguna otra pregunta hasta que se la bebiese. Exasperada y agotada, se la bebió de un trago y volvió a tumbarse. El cansancio pudo más que el miedo, y notó que se adormilaba otra vez.

En esta ocasión, cuando despertó, el resto de las paredes y el techo del hotel se habían esfumado, junto con el vestíbulo entero. Aún había fuego, pero ardía vivamente sobre la propia nieve, sin el faldón de la chimenea de ladrillo ni la repisa, o ni siquiera el propio hogar. Jake amontonaba troncos sobre el fuego, cogiéndolos de la pila ya menguada, y se consumían a una velocidad sobrenatural.

—Se han acabado las velas —anunció con una sonrisa cohibida, como un hombre que intenta quitar importancia a una situación difícil.

Zoe se incorporó de inmediato y buscó indicios de la presencia de los hombres: reveladoras ascuas encendidas en la oscuridad, el menor movimiento. No había nada. Miró al cielo abierto. Las estrellas permanecían inmóviles en una gélida cascada, millones y millones, titilantes, un ejército de deidades semiinmortales. Ahogó una exclamación, y su aliento se condensó en el aire frío.

De repente volvió a oírse el aullido, seguido de tres claros ladridos, y cuando Zoe miró por encima de la nieve, vio a un perro correr hacia ellos. Jake se irguió de inmediato.

—¡Es Sadie! —gritó—. ¡Ha vuelto!

La perra se dirigió hacia Jake como una flecha y él corrió a recibirla. Sadie se irguió sobre las patas traseras para saludarlo, meneando el rabo, gimoteando, y le lamió la cara. Rodaron juntos por la nieve.

—Es Sadie —dijo Jake a Zoe, levantando la voz—. ¿No es increíble que haya vuelto?

Zoe los observó mientras el entusiasmo de la perra se apaciguaba. Jake se quedó sentado en la nieve mientras el animal le resoplaba al oído. Casi parecía que mantenían una conversación. Sadie estiró el cuello y señaló la luna con el hocico húmedo a la vez que Jake le rascaba entre las orejas. La perra volvió a resoplarle al oído.

Él dejó de acariciarla y se quedó inmóvil.

La perra le resopló al oído por tercera vez. Jake dejó caer la cabeza al frente. Se quedó inmóvil, con la palma de la mano en el costado de Sadie. Así permanecieron por un rato, y Zoe pensó que pasaba algo, pero poco después Jake volvió a animarse, y acarició a la perra en el costado y le hizo cosquillas donde más le gustaba, detrás de las orejas. Al final se levantó y se encaminó hacia Zoe con la perra.

Sadie se acercó a ella y se tumbó en la nieve a su lado. Pero cuando Zoe alzó la vista para mirar a Jake, vio que este tenía el rostro bañado en lágrimas.

—¿Qué pasa?

Jake meneó la cabeza y se agachó junto a Zoe. La abrazó y la besó en el cuello.

—¿Jake?

—Sadie me lo ha explicado.

—¿Qué te ha explicado?

—Me lo ha contado todo.

—¿Qué te ha contado?

—Bueno, es una perra y, como es lógico, no puede dar explicaciones detalladas, pero a su manera me ha ayudado a entender ciertas cosas. Y voy a contarte lo que ahora sé, pero lloraré, cariño mío, no podré evitarlo.

Ella le cogió la cara entre las manos y vio que unas gruesas lágrimas, cristales en los que se reflejaba la nieve, corrían ya por su rostro. Sadie, meneando la cola, se arrastró hacia él y le lamió las lágrimas. Riéndose, Jake la acarició.

—Verás, hemos engañado a la muerte.

—¿Tú y yo?

—Sí.

—¿Significa eso que estamos a salvo?

—Siempre hemos estado a salvo. Pero hemos engañado a la muerte, y como no estábamos dispuestos a separarnos, hemos encontrado un tiempo de más.

—No.

—Sí. Hemos encontrado un tiempo de más. Para nosotros, el sueño del momento presente quedó interrumpido. Estamos viendo todo esto a través de las fisuras entre la vida y la muerte.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Nuestro amor. Eso nos ha dado un tiempo de más. Hemos engañado a la muerte.

—Pero eso es bueno. ¿O no? ¿No es bueno, Jake?

—Sí. Sí lo es.

Llegó de algún lugar en las montañas un sonido mínimo y trémulo, tenue y lejano, todavía casi indistinguible, y a pesar de que aún no se habían dado cuenta, sin duda ya lo oían los dos.

—No —dijo ella con un enérgico gesto de negación—. No. Creo que no me gusta lo que estás diciendo.

—¿Porque sabes lo que va a pasar?

—No.

—Sí. Es porque sabes lo que va a pasar. Escucha eso.

A lo lejos sonaba un tintineo rítmico y uniforme, como el que se oye al batir hielo picado en una coctelera, o quizá como el resuello de una vieja locomotora de vapor al ascender por una empinada cuesta.

—¿Qué es eso, Jake?

—Tú ya sabes qué es.

—No. No lo sé. No quiero saberlo.

—No te preocupes, es algo bueno. Es algo bueno.

—¿Cómo puede ser bueno?

—Estoy reteniéndote aquí. Creía que mi misión era evitar que te enfriaras, pero en realidad estoy reteniéndote. Es nuestro amor. Nos retiene aquí.

—Aquí estaremos bien. Hasta ahora nos las hemos arreglado. El bebé.

—No. Esto se acaba. Hemos engañado a la muerte, pero solo por un tiempo.

El tintineo rítmico, una especie de murmullo en el aire frío y cortante, se acercaba. Y de pronto Zoe reconoció el sonido.

—¿Vas a abandonarme, Jake? ¿Vas a dejarme aquí?

—Escúchame. Todo lo que somos lo hemos construido a partir de todo lo que hemos hecho juntos. Si bebíamos un vaso de vino y decíamos que sabía así o asá, era así como sabía. Uno tiene que ayudar al otro a recordar.

El ruido aumentaba de volumen y lo acompañaba un temblor en la tierra, bajo la nieve, una especie de redoble de tambor. El redoble era el sonido de unos cascos y el tintineo procedía de los cascabeles de un arnés.

—No. Por favor, no me dejes aquí.

—Todo, nuestra vida entera, ha sido una sucesión de placeres y aflicciones que ya se han ido para siempre; se han ido a menos que nos los recordemos mutuamente.

Ahora el repique de cascabeles era más sonoro, y el gran caballo negro cuyo arnés adornaban surgió de la oscuridad: sus inmensos costados sudorosos relucían; su aliento ascendía y fluctuaba en el aire gélido; el enorme penacho rojo, rojo como el vino tinto atrapado en una copa con piedras preciosas engastadas o como la sangre en un cáliz de plata, temblaba ante él y cortaba el aire quebradizo.

—¡No puedes abandonarme en medio de la nieve! No vas a hacer eso. No lo harás.

—Hoy el rey del mambo soy yo, cariño mío, y solo hay sitio para uno de los dos.

—No, no lo acepto, Jake.

—Lo único que tienes que hacer es negarte a olvidar —aseguró él.

Ella lo agarró por las solapas y se aferró a él con vehemencia.

—Eso no va a ocurrir.

—Tú sabes cómo hacerlo, ¿no, Zoe? ¿Sabes cómo negarte a olvidar? —Alzando el dedo índice por encima de los brazos de ella, aún aferrada a él, la tocó con delicadeza en medio de la frente—. Solo tienes que mantener este ojo abierto. Y me verás en todas partes. En todas partes.

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