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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

La Tierra permanece (20 page)

BOOK: La Tierra permanece
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Miró otra vez a Joey. El niño era bajo para su edad. Su mirada vivaz interrogaba todos los rostros y, advertía Ish, hasta adivinaba el pensamiento del que hablaba, particularmente cuando éste era George, que tenía la palabra lenta. Aquel día era memorable para Joey. El año que acababa de terminar llevaba su nombre: el año en que Joey leyó. Ningún otro niño había recibido tal honor. Quizá lo haría demasiado orgulloso. Pero la idea había nacido espontáneamente de los otros niños, como homenaje a su inteligencia.

La discusión continuaba tibiamente. George hablaba ahora.

—No, no reportaría muchas ventajas conectar las tuberías.

—Pero, George —interrumpió la voz rápida de Ezra, que a pesar de los años conservaba aún algo del acento de Yorkshire—, ¿no habrá perdido presión el gas después de tanto tiempo? Yo creo que...

Su protesta se perdió en el ruido de una pelea entre dos niños. Weston, el hijo de Ezra, de doce años, le pegaba a Betty, su hermanastra.

—Basta, Weston —ordenó Ezra—. Basta, he dicho, o te calentaré los pantalones.

La amenaza carecía de convicción, e Ish creía recordar que el pacífico Ezra jamás le había pegado a un niño. No obstante, la pelea terminó y Weston se contentó con lloriquear:

—Fue Betty quien empezó...

—¿Y para qué necesitas hielo, George? —preguntó Ralph.

Así terminaba siempre la discusión. Los muchachos, que nunca habían visto para qué servía tener hielo, no entendían tampoco por qué debían tomarse tanto trabajo en procurárselo.

George había oído la misma pregunta muchas veces. Debería de tener preparada una respuesta, pero no era hombre que se apresurara. Se quedó un rato con la boca abierta, ordenando las palabras, e Ish miró otra vez a Joey. El niño miraba al titubeante George, Ezra y Jack como queriendo leerles el pensamiento. Al fin sus ojos se encontraron otra vez con los de Ish. Padre e hijo intercambiaron un silencioso mensaje de camaradería y comprensión. Joey parecía decirse que él o su padre ya habrían encontrado la respuesta.

Algo estalló entonces en la mente de Ish. No oyó las palabras que brotaban al fin lentamente de la boca de George.

¡Joey!
, pensó, y el nombre pareció despertar mil ecos en su espíritu.
¡Joey! ¡Él es el indicado!

«No sabes», escribió Cohelet en su sabiduría, «cómo se forman los huesos del niño en el seno de la madre.» Pasaron siglos desde que Cohelet observó las cosas del mundo, y las encontró tan inconstantes como el viento, y no conocemos aún el secreto del destino humano. Ignoramos, particularmente, por qué la mayoría sólo ve el mundo visible, y por qué son tan raros los elegidos que más allá de las cosas materiales ven lo que aún no es, e imaginan así lo que podría ser. Sin estas raras criaturas, sin embargo, los hombres son semejantes a bestias.

En las sombrías y húmedas profundidades se unen las dos mitades, y cada una de ellas lleva en sí la perfecta mitad del genio. Pero esto no es aún suficiente. El niño debe venir al mundo en tiempo y lugar propicios para cumplir su tarea. Y eso no es todo. En el mundo donde vive el niño, la muerte cabalga día y noche.

Cuando nacen millones de niños, todos los años, se cumple alguna vez el raro milagro, y un profeta aparece entre los hombres. Pero ¿qué esperanza puede haber cuando la humanidad ha sido diezmada y los niños son pocos?

Ish advirtió de pronto que se había incorporado sin saber por qué ni cómo. Hablaba. En realidad, pronunciaba un discurso.

—Escuchad —decía—, ha llegado la hora de actuar. Hemos esperado bastante.

Estaba en la sala de su casa, y se dirigía a un grupo de amigos. Y sin embargo, le parecía estar en un estrado, en un anfiteatro inmenso, y dirigiéndose a toda una nación, la humanidad entera.

—Hay que acabar con esto —continuó—. No podemos seguir en esta vida cómoda, hurgando en los restos de los viejos días, no creando ni haciendo nada nosotros mismos. Estos tesoros se agotarán un día, si no en nuestra época, en la de nuestros hijos, o nuestros nietos. ¿Qué ocurrirá entonces? ¿Qué será de ellos si nada producen? Encontrarán siempre de qué alimentarse, supongo. Las vacas y conejos no desaparecerán de la noche a la mañana. Pero ¿y los objetos manufacturados, las herramientas? ¿Cómo encenderán fuego cuando no haya más fósforos?

Se interrumpió para pasear a su alrededor una mirada. Todos sonreían, aprobando. Joey lo miraba excitado, con los ojos brillantes.

—Esa nevera de que hablabais hace un rato —siguió Ish— es un buen ejemplo. Discutimos y nos cruzamos de brazos. Nos parecemos a aquel viejo rey encantado, que veía el ir y venir de las gentes. Pero él nunca podía moverse para no romper el encantamiento. Parecería que aún pesara sobre nosotros el Gran Desastre. Así pudo haber sido al principio. Unos seres humanos que han visto desaparecer el mundo no pueden recobrarse rápidamente. Pero han pasado veintiún años, y hay jóvenes aquí que no conocieron la catástrofe.

»Hay mucho que hacer. Necesitaríamos más animales domésticos, y más perros. Deberíamos alimentarnos de nuestros propios cultivos, en vez de asaltar los viejos almacenes. Deberíamos enseñar a los niños a leer y escribir correctamente. Ninguno de vosotros me ha apoyado. Pero no podemos vivir como parásitos. Es necesario avanzar.

Hizo una pausa, buscando palabras que renovasen el viejo aforismo, «el que no avanza, retrocede», y hubo un coro de aplausos. Ish pensó que los había entusiasmado con su elocuencia, pero vio en seguida que en casi todas las caras había una sonrisa irónica.

—Un discurso viejo, pero bueno, papá —señaló Roger.

Ish lo miró con furia. Jefe de la Tribu desde hacía veintiún años, no le agradaba que se burlasen de él. Pero Ezra se echó a reír, y la tensión desapareció en seguida.

—Bueno, ¿haremos algo? —preguntó Ish—. Quizás el discurso es viejo, pero sigue siendo tan verdadero como antes.

Esperó. Jack, su hijo mayor, sentado en el piso, se incorporó pesadamente. Era ya más alto y más fuerte que su padre, y tenía varios hijos.

—Lo siento, papá —dijo—, pero tengo que irme.

—¿Por qué? ¿Adónde vas? —preguntó Ish, un poco irritado.

—Tengo algo que hacer esta tarde.

—¿No puede esperar?

Jack iba ya hacia la puerta.

—Sí, quizá podría esperar —dijo poniendo la mano en el picaporte—. Pero será mejor que me vaya.

Hubo un momento de silencio. Se oyó el ruido de la puerta que se abría y se cerraba. Ish sintió que se le encendía el rostro.

—Continúa, Ish —dijo alguien, y a pesar de su ira Ish reconoció la voz de Ezra—. Dinos qué debemos hacer. Me gustan tus ideas.

Sí, era la voz de Ezra, y Ezra, como de costumbre, trataba de restablecer la paz, pensó Ish, y hasta lo halagaba.

Ish se serenó. ¿Cómo negarle a Jack su independencia? Jack era un hombre ahora, y no el niño que debe obedecer a su padre. Pero Ish se sentía inquieto aún, y tenía necesidad de hablar. El incidente, por lo menos, podía convertirse en tema de meditación.

—La actitud de Jack —dijo— es un verdadero símbolo. Hemos vivido día a día todos estos años, sin esforzarnos en producir alimentos, ni resucitar la civilización material. No es éste, sin duda, el único aspecto de la cuestión. La civilización no era solamente una colección de artefactos. Era también una organización social, un conjunto de normas, leyes, hábitos individuales y sociales. De todo eso, sólo hemos conservado la familia. Es natural, supongo. Pero cuando nuestro número aumente, la familia no bastará. Si un niño va por mal camino, los padres lo corrigen. Pero cuando el niño crece, escapa a nuestra tutela. No tenemos leyes, no somos ni una democracia, ni una monarquía, ni una dictadura, ni nada. Si alguien, Jack por ejemplo, decide no asistir a una reunión importante, nadie puede impedírselo. Aunque votáramos y decidiésemos llevar a cabo algún trabajo, no habría modo de asegurar su ejecución. Sólo podemos contar con la buena voluntad.

Había terminado su discurso, pensó Ish, sin llegar a ninguna conclusión. Sólo la cólera nacida de la partida de Jack había inspirado sus palabras. Ignoraba las reglas de la elocuencia, y rara vez improvisaba un discurso.

Sin embargo, todos habían escuchado con simpatía. Ezra fue el primero en expresar su aprobación.

—¡Así es! —dijo—. Qué tiempos maravillosos aquellos. ¡Qué no daría yo por encender el gran aparato de radio de George y escuchar de nuevo a Charlie McCarthy! ¿Recuerdas cómo el hombrecito se burlaba del otro, y cómo éste le contestaba?

Ezra sacó el penique victoriano que era su amuleto. Lo lanzó al aire y lo atrapó al vuelo, entusiasmado con el recuerdo de los viejos cómicos.

—Y el cine —continuó—. Uno pagaba y se sentaba tranquilamente. Y las canciones de las películas, y en la pantalla se veía a Bob Hope o Dotty Lamour. ¡Qué tiempos aquellos! ¿No podríamos encontrar aquellas películas y pasárselas a los chicos? ¡Cómo se reirían! ¡Quizás hasta podamos descubrir alguna película de Chaplin!

Ezra sacó un cigarrillo, frotó una cerilla, y brotó una llamita clara. Conservados en lugares secos, los fósforos parecían no estropearse nunca. Sin embargo, nadie sabía cómo se fabricaban y cada vez que se encendía una llamita, había un fósforo menos. Y Ezra pensaba que el retorno de la civilización era resucitar el cinematógrafo, y al mismo tiempo encendía un fósforo.

—Si dos o tres de los muchachos me ayudaran —intervino George— podríamos tener aquí la nevera dentro de unos pocos días.

George calló. Ish supuso que no tendría más que decir, pues no era muy elocuente. Ante la sorpresa de todos, prosiguió:

—Pero esas leyes de que hablabas... No sé. No me disgusta vivir en un lugar sin leyes. Uno puede hacer ahora lo que quiera. Puedes detener el auto donde se te antoje, hasta junto a una bomba de incendio. Ningún policía vendrá a molestarle. Bueno, puedes dejar el coche junto a esa bomba si tienes un coche que funcione.

Era la primera vez, pensó Ish, que George se permitía una broma. George se festejaba ahora su gracia con un débil cloqueo. Los otros le hicieron coro. En la Tribu, el nivel del humor nunca había sido muy alto.

Ish abrió la boca, pero Ezra se le adelantó.

—Muy bien, propongo un brindis —dijo—. ¡Por la ley y el orden!

Los viejos recibieron con una risa la vieja fórmula, pero para los jóvenes no significaba nada.

Todos bebieron, y la conversación volvió a la trivialidad que convenía a una reunión mundana.

Después de todo, pensó Ish, ésta es una reunión mundana, y la discusión de los problemas serios está fuera de lugar. Su vehemente discursito daría quizá sus frutos en el futuro. Pero lo dudaba. En otro tiempo se decía que para reparar el techo hay que esperar a que llueva. Y ahora la gente era menos previsora que antes. Seguirían así hasta que un día algún suceso desagradable, o aun grave, los obligara a actuar.

Ish brindó con los otros y escuchó distraídamente la conversación, mientras seguía el hilo de sus propios pensamientos. Había sido un día importante. Había grabado el número 21 en la superficie lisa de la roca, y había comenzado el año 22. Y el nombre dado al año 21 parecía prometer un brillante futuro a su benjamín.

Se volvió hacia Joey y vio que el chico lo miraba con admiración. Sí, sólo Joey lo comprendía realmente.

En aquel sistema inmenso y complejo de presas y túneles, de acueductos y diques, que llevaba el agua de las montañas a las ciudades, un segmento de tubería fue la falla fatal. Aun en la fábrica, ya podían haberse notado sus imperfecciones, pero el inspector había revisado el tubo al fin de una agotadora jornada, cuando la fatiga oscurecía ya sus sentidos y su juicio.

El daño no fue muy grande. Los obreros instalaron la tubería y ésta cumplió sus funciones. Poco antes del Gran Desastre, un capataz advirtió en aquella sección una pequeña pérdida. Soldaron el caño y no hubo más dificultades.

Luego pasaron años sin que nadie inspeccionara la sección. El delgado hilo de agua que brotaba de la fisura creció poco a poco. Aun en los veranos más secos las hierbas crecían junto al caño; los pájaros y otros animalitos iban allí a beber. La herrumbre roía mientras tanto la superficie exterior, y en el interior actuaba la acción corrosiva del agua. Al fin se abrieron unos minúsculos orificios en la dura piel de acero.

Cinco años, diez años... El agua brota de la tubería en una docena de finos chorros. Ahora el charco sirve de abrevadero a las bestias.

Cinco años más, y nace un arroyo de la tierra, el único curso de agua en aquellas áridas regiones. La herrumbre ha agujereado el caño como una colmena.

Debajo, el suelo es desde hace mucho tiempo blando y fangoso, y los pies de los animales han abierto una pequeña zanja. Al fin la erosión concluye su tarea: el suelo donde se apoyaba el pilar de cemento que sostenía el acueducto es ahora un pantano. El pilar se hunde y la cañería desgastada no soporta el peso del agua. Una larga grieta se abre en el acero y un torrente llena la zanja. El pilar desciende un poco más. La cañería se abre otra vez, y el agua que escapa del acueducto corre ahora como un río.

Ish acababa de acostarse, aquella misma noche, cuando se oyeron unos disparos de armas de fuego. Se incorporó de un salto. Se oyó otra detonación, y en seguida un estruendo de fusilería atronó la noche.

La cama se estremeció suavemente. Em se reía.

—La trampa de siempre —dijo Ish más tranquilo.

—Esta vez te asustaste realmente.

—He estado pensando demasiado en el futuro. Sí, tengo los nervios a flor de piel.

Se oyó una descarga cerrada, como si se estuviese librando una lucha de guerrillas. Ish se acostó otra vez. Como en años anteriores, cuando ya no había nadie junto a la hoguera, uno de los muchachos había arrojado a las cenizas calientes unas cajas de cartuchos. Las cajas se habían quemado, y ahora los cartuchos estallaban. La broma no era totalmente inofensiva, aunque en aquella época la hierba verde evitaba todo peligro de incendio. Las gentes, advertidas de antemano, se mantenían lejos de las brasas. Probablemente, pensó Ish, la broma le estaba dedicada, y todos los otros estaban enterados.

Y bien, había mordido el anzuelo. Se sintió irritado, pero por razones más serias.

—Bueno —le dijo a Em—, seguimos como siempre. Cajas enteras de cartuchos desperdiciados, y nadie sabe fabricarlos. Vivimos en una región infestada de pumas y toros salvajes, y sólo las armas de fuego pueden protegernos. Y nos alimentamos de vacas, conejos y codornices que matamos a tiros.

BOOK: La Tierra permanece
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