Cuando Ish despertó a la mañana siguiente, Em ya se había levantado. Descansó un tiempo, inmóvil, tranquilo y feliz. Luego, de pronto, se encontró reflexionando y haciendo planes.
Al cabo de un rato, se sintió de mal humor. Piensas demasiado, se dijo.
¿Por qué no podía él, como los otros, sentirse satisfecho y feliz, sin atormentarse con el futuro e imaginar constantemente qué pasaría en las próximas veinticuatro horas, o los próximos veinticuatro años? ¿Por qué no podía disfrutar de sesenta segundos de calma? No, su mente era un continuo torbellino, una máquina. ¿Una máquina? Era tiempo justamente de pensar en máquinas.
Aquella serena felicidad, entre vigilia y sueño, se había desvanecido. De un manotazo, apartó la manta.
La mañana era clara y soleada. Aunque casi hacía frío, salió al balconcito y se quedó mirando al oeste. Con el curso de los años los árboles habían crecido, pero veía aún la cima de la montaña y la bahía con los dos grandes puentes.
¡Los puentes! ¡Sí, los puentes! Eran para él la más emocionante reliquia del pasado. Para los niños los puentes no eran muy distintos de las lomas o los árboles. Estaban ahí, y eso era todo. Pero para él, Ish, los puentes eran testimonios del poder y la gloria de la civilización muerta. Así en otro tiempo, algún bárbaro, burgundio o sajón, habría contemplado un acueducto o un arco de triunfo romanos.
No, la comparación no era exacta. El bárbaro se había contentado con sus tradiciones; era dueño de su propio mundo. Él, Ish, se parecía más a un último sobreviviente del mundo romano —senador o filósofo— confundido entre los bárbaros, que medita ante las ruinas de una ciudad desierta, ansioso e indeciso, pues sabe que no se encontrará otra vez con sus amigos en los baños, ni verá desfilar por las calles las cohortes.
La historia se repite, pensó, pero siempre con variantes.
Sí, a menudo pensaba en el lejano pasado. La historia no se repetía como un niño torpe repite una y otra vez su tabla de multiplicar. Como un artista conservaba la idea, pero cambiaba los detalles; como un compositor que desarrolla variaciones sobre un mismo tema, lo susurraba en un tono menor, lo retomaba en un tono más grave, lo hacía cantar en los violines, o estallar en las trompetas.
Estaba de pie, en pijama, en el balconcito, y sentía la brisa que le acariciaba la cara. Aspiró profundamente, y advirtió que el olor mismo del aire había cambiado. En los viejos días uno no advertía casi nunca el olor característico de la ciudad: gasolina, comidas, desperdicios, y hasta sudor humano. Ahora el aire tenía esa pureza de los campos y las praderas montañosas.
¡Pero los puentes! Los miró como si buscara una luz en las tinieblas. No iba desde hacía años al Golden Gate. A pie, o aun en carrito, la distancia era considerable, y habría que descansar una noche.
El aspecto del puente de la bahía no había cambiado. Recordó cómo había sido en otro tiempo: seis filas de automóviles, camiones, autobuses, trenes eléctricos que corrían ruidosamente por el nivel inferior. Ahora sólo había un coche en el puente, la cupé abandonada en el extremo oeste. La licencia del conductor colgaba aún del volante: John S. Robertson (o quizá James T., no se acordaba), calle tal, número cual, de Oakland. Los neumáticos se habían desinflado, y la pintura, antes de un verde brillante, era ahora gris como el musgo.
A simple vista, los cambios son evidentes. Los pilones que esconden las cabezas en las nubes de verano, los cables de varios kilómetros de longitud, las vigas de acero ya no brillan al sol como la plata. La herrumbre los ha recubierto de un oscuro sudario. Pero los pájaros han manchado de blanco la cima de los pilones.
Sí, desde hace más de veinte años, las aves marinas —gaviotas, pelícanos, cormoranes— se posan en el puente. Y en los muelles corren las ratas, se pelean, animan y multiplican, y en la marea baja se alimentan de mejillones y cangrejos.
En la amplia calzada, por donde nadie pasa ahora, hay muy pocos cambios: sólo unas pocas grietas y asperezas. Arrastrado por el viento, el polvo se ha depositado en las rendijas y rincones, y allí crecen las hierbas y el musgo.
La estructura interior del puente está intacta. La herrumbre ha roído apenas la capa protectora. En el lado oeste, durante las tempestades, las olas golpean los despintados pilones de acero, y la sal acelera la obra de la corrosión. Un ingeniero, si hubiera ingenieros, menearía la cabeza y ordenaría el cambio de algunas piezas.
Pero nada más. En la resistente estructura del puente, la civilización desafía aún los ataques del mar y el aire.
Ish salió de su ensueño y fue a afeitarse. El limpio contacto del acero era agradable y estimulante a la vez. Animado por las perspectivas del día, trazó sus planes. Haría que se reanudase el trabajo en los pozos. Dirigiría los preparativos de la expedición al interior, como el presidente Jefferson, que había aconsejado a Lewis y Clark. Intentaría poner en marcha un coche. Quizá, pensó alegremente, tomarían otra vez el camino —en el sentido literal, pero también en el sentido figurado—, un camino que llevaba al renacimiento de la civilización.
Acabó de afeitarse, pero la operación había sido muy agradable. Se enjabonó otra vez y se repasó las mejillas... Ahora los treinta y tantos miembros de la Tribu tenían en sus manos el germen del porvenir. Eran gente común, no muy inteligentes, pero honestos. Los de mayor edad, a pesar de sus imperfecciones, eran realmente ejemplares notables; pues, al fin y al cabo, habían sido sacados al azar de una enorme arca humana. Ish los examinó otra vez, uno a uno, y al fin se consideró a sí mismo. ¿Qué era él entre los otros?
Sí, recordaba, hacía muchos años, en aquella misma casa, había hecho una lista de sus aptitudes, las que podían ser más útiles en la nueva vida. Había anotado, con satisfacción y entre otras cosas, que lo habían operado de apendicitis. Se alegraba aún, aunque ninguno de sus compañeros tuviese dificultades con el apéndice.
Pero otras características habían dejado de ser una ventaja. Por ejemplo, su amor a la soledad. Ya no parecía más una virtud, y hasta quizás era un vicio. Aunque él, Ish, había cambiado en el curso de los años. Si hiciese otra vez la lista, no sería la de antes. Había leído mucho, y había aprendido mucho. Y algo más importante, había vivido con Em y era ahora padre de familia. Había madurado y envejecido. Tenía más voluntad que George y Ezra. Si se presentaba alguna dificultad, recurrían a él. Sólo él pensaba en el futuro.
Desmontó la máquina de afeitar, sacó la hoja y la echó en un cajón del botiquín. Nunca utilizaba dos veces la misma hoja, había miles y la economía aquí no contaba. Y sin embargo, como en otros tiempos, no sabía qué hacer con las hojas usadas. Recordaba viejos chistes con este tema. Era raro que una pequeñez semejante persistiera después de tantos cambios.
Después del desayuno, Ish fue a ver a Ezra. Se sentaron en los escalones del porche. Pronto llegaron otros. Se habló de una cosa y otra, se hicieron bromas, que entre los jóvenes terminaban a golpes. De común acuerdo, todos decidieron concluir el trabajo, pero nadie mostró mucha prisa. Esta demora irritó a Ish, especialmente cuando George, con su parsimonia habitual, recordó el viejo asunto de la nevera.
Al fin, Ezra y los tres jóvenes, escoltados por una tropa de niños y niñas, se encaminaron al lugar del trabajo. De pronto, como arrastrados por un entusiasmo frenético, todos, incluso Ezra, echaron a correr. Ish vio que Evie corría también, con el rubio cabello al viento. No supo quién había ganado la carrera, Pero pronto la tierra empezó a volar a un lado y a otro. Ish se sentía entre inquieto y divertido. Los miembros de la Tribu confundían siempre el juego con el trabajo. Él pensaba que no era posible lograr ningún resultado sin un esfuerzo penoso. Media hora más y aquel ardor se enfriaría; los golpes de pico se harían más lentos. Luego, primero los niños, los padres después, todos buscarían una ocupación más agradable.
Para el hombre primitivo, perseguir al ciervo, acurrucarse en el pantano a esperar la bandada de patos, arriesgar la vida en los despeñaderos, refugio de las cabras, cercar al jabalí en los bosques... no era trabajo, a pesar del sudor, la respiración jadeante, y la fatiga. Lo mismo para las mujeres dar a luz, errar por los bosques en busca de fresas y hongos, alimentar el fuego a la entrada de la caverna.
Pero el canto, la danza, el amor no eran juegos. Con los cantos y danzas aplacaban los espíritus de las aguas y el bosque. Y el amor, con la protección de los dioses, aseguraba el futuro de la tribu. Así en los primeros días de la tierra, trabajo y juego se confundían, y una misma palabra los designaba.
Pero los siglos sucedieron a los siglos, y hubo cambios y transformaciones. El hombre creó la civilización, y sintió un inmenso orgullo. Y uno de los primeros cuidados de la civilización fue el de separar el trabajo del juego. Esta división fue pronto más profunda que la anterior entre el sueño y la vigilia. Desde entonces el sueño fue sinónimo de descanso, y «dormirse en el trabajo», una horrible falta. El timbre del reloj registrador y el clamor de la sirena —más que el ademán de encender la luz y apagar el reloj despertador— señalaron las dos partes de la vida humana. Los obreros declararon huelgas, tiraron piedras, recurrieron a la dinamita para desplazar una hora y hacerla pasar de una categoría a otra. Y el trabajo se hizo cada vez más penoso y detestable, y el juego, más artificial y febril.
Ish y George se habían quedado solos en el porche de Ezra. Ish adivinó que George se preparaba a hablar. Es raro, pensó, en general la gente no hace una pausa hasta que ha dicho algo. George hace una pausa antes de hablar.
—Y bien —dijo George, e hizo otra pausa—. Y bien, buscaré unos tablones... para las paredes de los pozos... cuando sean más profundos.
—Perfecto —aprobó Ish.
George haría su trabajo. En los viejos días había adquirido el hábito del trabajo, y quizá nunca había jugado realmente.
George fue a buscar sus tablones, e Ish se unió a Dick y Bob, que habían estado preparando los perros.
Los dos jóvenes lo esperaban ante su puerta con tres cochecitos, listos para partir. En uno de los carruajes asomaba el cañón de un rifle.
Ish reflexionó un momento. ¿No olvidaba nada? Le parecía que le faltaba algo.
—Oye, Bob —dijo—, ve a buscar mi martillo, ¿quieres?
—¿Para qué?
—No sé. Puede servir para abrir una puerta.
—Un ladrillo bastaría —objetó Bob, pero obedeció.
Ish tomó el rifle y revisó el cargador. Nadie se alejaba de las casas sin un arma. Había pocas probabilidades de tropezar con un toro enfurecido o una osa con su cría, pero era mejor ir prevenido. A veces Ish despertaba sobresaltado en medio de la noche recordando la vez que lo habían perseguido los perros.
Bob llegó con el martillo y se lo dio a su padre. Ish lo tomó por el mango y sintió en seguida una rara sensación de seguridad. El peso de la herramienta, el viejo martillo que había descubierto poco antes que lo mordiera la serpiente, era tranquilizador. Ish pensaba a veces en ponerle un mango nuevo. Aunque hubiera podido buscar también otro martillo. En realidad la herramienta no era muy práctica. Lo empleaba, por tradición, todos los años para grabar los números en la roca, pero aun entonces hubiera sido más útil un martillo más liviano.
Echó el martillo en el coche, a sus pies, y le pareció que todo estaba bien ahora.
—¿Listos? —les preguntó a Dick y Bob, y en ese instante algo le llamó la atención.
Un niño, oculto apenas entre los matorrales, observaba los preparativos de partida. Ish reconoció la menuda silueta.
—Joey —llamó impulsivamente—, ¿quieres venir?
Joey salió de los matorrales, pero no se adelantó.
—Tengo que ayudar en los pozos —dijo.
—Tanto peor, cavarán sin ti.
Es decir, añadió Ish mentalmente, no cavarán, ni contigo ni sin ti.
Joey no esperó más. Era, evidentemente, lo que deseaba. Corrió al cochecito de Ish y se acurrucó a sus pies con el martillo en las rodillas.
Los perros partieron a toda velocidad, con su habitual explosión de ladridos. Los otros dos carritos se lanzaron detrás. Los muchachos gritaban, y los perros hacían coro. Los dogos que guardaban las casas ladraban también. Parecía que hubiese estallado un motín. Encogido, detrás de sus seis perros, Ish se sintió ridículo como en una carroza de carnaval.
Ya en marcha, los perros no malgastaron el aliento en ladridos y adoptaron un paso más lento. Ish repasó sus planes.
Hicieron el primer alto en un viejo puesto de gasolina. En el interior, el sol era de un amarillo mortecino. Después de veintiún años de manchas de moscas y polvo, los vidrios habían perdido su transparencia.
La guía de teléfonos colgaba de un clavo junto al mudo aparato. Ish la abrió y una lluvia de papeles amarillos cayó al suelo. Buscó la dirección del agente local de jeeps. Sí, con las carreteras estropeadas, lo mejor era un jeep.
Media hora más tarde llegaron al lugar. Ish miró a través del escaparate y el corazón le dio un vuelco. Un jeep esperaba.
Los muchachos ataron los perros, que se echaron en el suelo ordenadamente, sin enredar las riendas.
Dick probó la puerta; estaba cerrada con llave.
—Toma el martillo y haz saltar la cerradura —dijo Ish.
—Oh, prefiero un ladrillo —declaró Dick, y corrió hacia los restos de una chimenea, derribada por el terremoto. Bob lo siguió.
Ish no pudo dominar su irritación. ¿Qué mosca les había picado? Nada mejor que un martillo para abrir una puerta. Lo sabía por experiencia. Lo había hecho muchas veces.
En tres zancadas cruzó la acera, blandiendo rítmicamente el martillo, y con el último paso dio un golpe que hizo saltar la cerradura. ¡Una buena lección! No había traído el martillo para nada.
El jeep de la sala de exposición tenía sus cuatro neumáticos desinflados, y estaba cubierto de polvo, pero bajo la espesa capa se veía aún la brillante pintura roja. En el tablero se leía quince kilómetros. Ish sacudió la cabeza.
—No —dijo—. Es demasiado nuevo. Quiero decir que era demasiado nuevo. Necesitamos uno más usado.
En el garaje de atrás había varios jeeps. Todos los neumáticos estaban desinflados. Un jeep tenía la cubierta del motor levantada y sus entrañas diseminadas por el piso para una reparación que no se terminaría nunca. No había muchas diferencias entre los demás. Uno de ellos había recorrido nueve mil kilómetros, e Ish decidió probarlo.