Los muchachos seguían todos sus movimientos e Ish sintió que su prestigio estaba en juego.
—Escuchadme bien —dijo en un tono agresivo—. No sé si podré poner en marcha esta antigualla. No sé si algún otro podría. No soy un mecánico, y como casi toda la gente de mi época, conduje mucho tiempo un auto sin saber cambiar un neumático o una bujía. No esperéis milagros. Veamos primero si podemos moverlo.
Se aseguró de que no estuviera puesto el freno de mano y que la palanca de cambio se encontrase en punto muerto.
—Bien —dijo—. Los neumáticos están desinflados y el lubricante se ha solidificado en los cojinetes. Quizá los cojinetes mismos se han aplastado después de veinte años de inmovilidad. Lo empujaremos desde atrás. No costará mucho... ¡Vamos! Todos juntos... ¡Ahora!
El coche se movió unos centímetros.
Los muchachos gritaron y los perros respondieron afuera. Sin embargo, no se había ganado aún la partida. Sólo sabían que las ruedas giraban.
Luego, Ish metió la segunda marcha, y empujaron otra vez. El jeep no se movió.
Faltaba saber si el motor y los engranajes funcionaban o si los había estropeado la herrumbre. Alzó el capó y comprobó que el motor estaba bien lubricado. La herrumbre no había tocado la superficie, pero no se sabía qué había ocurrido en el interior.
Los muchachos lo miraban, expectantes. Ish pensó, buscando una solución. Podía probar otro coche. Podía atar los perros al jeep. Se le ocurrió otra idea.
El jeep del motor desarmado estaba a unos tres metros, en línea recta. Utilizándolo como catapulta quizá pudieran mover el otro jeep. Podían también romperle algo. Pero eso no importaba.
Acercaron el jeep sin motor a unos sesenta centímetros del otro, y tomaron aliento. Luego empujaron todos a la vez.
Hubo un satisfactorio estruendo metálico. Fueron a ver y comprobaron que el otro jeep se había desplazado unos centímetros. Empujaron de nuevo y lograron moverlo un poco más. Ish empezó a sentir que había triunfado.
—¿Veis? —dijo—, lo más difícil es ponerlo en movimiento. El resto no cuesta mucho.
Se preguntó si el principio se aplicaría a los hombres tanto como a las máquinas.
Los acumuladores, naturalmente, estaban descargados, pero este problema podía solucionarse fácilmente. Ordenó a los muchachos que quitaran el aceite y pusieran otro más liviano.
Luego subió a un cochecito y se alejó. Media hora más tarde traía acumuladores nuevos. Los instaló y giró la llave de contacto con los ojos fijos en la aguja del amperímetro. La aguja no se movió. Quizá los cables estaban rotos.
Golpeó con la punta de los dedos el amperímetro, y la aguja, tanto tiempo inmóvil, saltó de pronto, osciló, más allá de
Descarga
. El jeep resucitaba.
Buscó el botón de arranque.
—Bueno, muchachos —dijo—, ahora la prueba principal. Ver cómo funciona la batería.
Los muchachos sonrieron, inexpresivamente; nunca habían oído aquella palabra. Ish apretó el botón de arranque. Se oyó un gruñido. Y luego el zumbido del motor, cada vez más rápido.
El depósito de gasolina estaba casi vacío, como en todos los otros coches. Quizá los tanques no eran realmente impermeables, o bien la gasolina escapaba por el carburador. Ish lo ignoraba.
Encontraron un surtidor de gasolina y echaron veinte litros en el depósito. Ish reemplazó las bujías. Cebó el carburador, orgulloso de su habilidad. Luego se sentó ante el tablero, hizo girar la llave de contacto y apretó el botón de arranque.
El motor zumbó, en un tono cada vez más agudo, y al fin con un rugido volvió a la vida.
Los muchachos gritaron. Ish pisaba complacido el acelerador. Se sentía orgulloso de esta victoria del mundo civilizado, del trabajo honesto y consciente de los mecánicos e ingenieros que habían creado un motor que aún funcionaba después de veintiún años.
Pero cuando se agotó la gasolina del carburador, el motor se detuvo bruscamente. Lo cebaron y lo pusieron en marcha varias veces, y al fin la vieja bomba succionó gasolina del depósito y el motor funcionó sin detenerse. Los neumáticos eran ahora la mayor dificultad.
En el salón de ventas había una barra metálica horizontal de donde colgaban varios neumáticos. Pero al cabo de tanto tiempo, su mismo peso los había deformado, y el caucho conservaba la impresión de la barra. Podrían servir durante varios kilómetros, pero no para largos trayectos. Ish separó los mejor conservados, pero aun en éstos el caucho se había agrietado y endurecido, perdiendo toda elasticidad.
Con la ayuda de un gato, levantaron una rueda. Sacarla no fue tarea fácil, pues las tuercas estaban herrumbradas.
Bob y Dick no estaban acostumbrados a manejar herramientas, y el pequeño e inquieto Joey era más un estorbo que una ayuda. Aun en los viejos días, Ish sólo había desmontado una rueda en una o dos oportunidades, y había perdido la mano, si la había tenido alguna vez. Tardaron mucho tiempo en sacar el primer neumático. Bob se despellejó un nudillo, y Dick se arrancó la mitad de una uña. Poner el neumático fue aún más difícil, a causa de la rigidez del caucho. Al fin, agotados y exasperados, concluyeron la tarea.
Mientras descansaban, triunfantes pero sin fuerzas, Ish oyó que Joey lo llamaba desde el garaje.
—¿Qué te pasa, Joey? —preguntó, algo impaciente.
—Ven a ver, papá.
—Oh, Joey, estoy cansado —protestó Ish.
Se incorporó sin embargo y acudió a la llamada, y los dos muchachos lo siguieron arrastrando los pies. Joey señaló con un dedo la rueda de repuesto de un jeep.
—Mira, papá. ¿Por qué no usamos esta rueda?
Ish se echó a reír.
—Bueno, muchachos —les dijo a Bob y Dick—, hay que confesar que fuimos unos tontos.
En efecto, les bastaba sacar las ruedas de recambio, inflarlas y ponérselas al jeep. Habían trabajado inútilmente.
Pero Ish, aun avergonzado de su estupidez, sentía una rara y nueva alegría. Era Joey quien había encontrado la solución.
Se acercaba la hora del almuerzo.
Habían traído unas cucharas y los indispensables abrelatas. Sólo faltaba encontrar una tienda de comestibles.
En la tienda, como en todas las otras, reinaban el desorden y la suciedad. El espectáculo entristeció a Ish, aunque lo hubiese visto muchas veces. A los muchachos, al contrario, no les llamaba la atención, pues no habían visto nunca una tienda en otro estado. Las ratas y ratones habían roído todas las cajas de cartón, y el piso era una confusión de papeles y excrementos. Hasta habían roído el papel higiénico, probablemente para hacer los nidos.
Pero los dientes habían atacado en vano el latón y el vidrio. Las botellas y latas seguían intactas, y su limpieza parecía más notable en medio de aquella suciedad. Pero desde más cerca se advertía que esa limpieza era sólo una ilusión. Las ratas habían cubierto de excrementos los estantes y habían roído casi todos los marbetes, quizás atraídas por el sabor de la goma. En otras latas, las imágenes habían perdido su color, y los tomates, antes de un rojo vivo, eran ahora de un amarillo terroso; los rosados melocotones apenas se veían.
Algunas inscripciones, sin embargo, eran aún legibles. Por lo menos Ish y Joey eran capaces de descifrarlas. Los otros miraban perplejos las palabras difíciles, como
melocotones
o
espárragos
, y elegían guiándose por los dibujos.
Los muchachos hubiesen almorzado sin inconvenientes en medio de la basura. Ish los arrastró afuera y se sentaron en la acera al sol.
No se molestaron en encender un fuego y comieron un almuerzo frío, de distintas conservas: guisantes, sardinas, salmón, paté de foie, corned beef, aceitunas, frutos secos, espárragos. Era una comida rica en proteínas y grasas, pensó Ish, y pobre en hidratos de carbono. Pero los alimentos con hidratos de carbono eran raros y exigían alguna preparación, como la sémola de maíz o los macarrones. El postre fue melocotón y ananás en su jugo.
Cuando acabaron de comer, limpiaron las cucharas y los abrelatas y se los metieron en el bolsillo. Las latas vacías quedaron allí. Había tanta basura en la calle que nada importaba un poco más.
Los muchachos, advirtió Ish complacido, estaban ansiosos por volver al trabajo. Parecían entusiasmados por aquella victoria sobre el mundo de la materia. A Ish, aún un poco cansado, se le había ocurrido algo nuevo.
—Muchachos —dijo—, ¿os creéis capaces de cambiar vosotros solos las ruedas?
—Claro que sí —dijo Dick, algo perplejo.
—Bueno, Joey es muy chico para ayudaros, y yo me siento cansado. La biblioteca municipal está muy cerca. Joey podría acompañarme. ¿Quieres, Joey?
Joey, encantado, ya se había puesto de pie. Los otros sólo querían volver a sus neumáticos.
Ish se encaminó hacia la biblioteca. Joey, impaciente, corría adelante. Era ridículo, pensó Ish, que nunca se le hubiese ocurrido llevar allí a Joey. Pero no había previsto el rápido desarrollo intelectual del niño.
Pensando siempre en reservar la biblioteca universitaria para más tarde, Ish sacaba los libros que necesitaba de la biblioteca municipal, y había forzado la cerradura hacía ya muchos años. Empujó la pesada puerta y entró orgullosamente. Joey lo siguió pisándole los talones.
Entraron en la gran sala de lectura y caminaron ante los estantes. Joey no decía nada, pero sus ojos devoraban los títulos. Llegaron otra vez al vestíbulo e Ish rompió el silencio.
—Bueno, ¿qué te parece?
—¿Son todos los libros del mundo?
—Oh, no, sólo algunos.
—¿Puedo leerlos?
—Sí, puedes leer lo que quieras. Devuélvelos siempre y ponlos en su lugar para que no se desordenen ni extravíen.
—¿Qué hay en los libros?
—Oh, un poco de todo. Si leyeses todos éstos, sabrías bastantes cosas.
—Los leeré todos.
Ish sintió que una repentina sombra empañaba su felicidad.
—Oh, no, Joey, eso sería imposible. Además hay libros aburridos, estúpidos, y hasta malos. Pero yo te ayudaré a elegir los buenos. Ahora, hay que irse.
Tenía prisa por sacar a Joey a la calle. El espectáculo de tantos volúmenes podía hacer daño al niño. Ish se alegró de no haberlo llevado a la biblioteca universitaria. Eso llegaría más tarde.
Regresaron al garaje. Esta vez Joey no corría delante. Caminaba junto a su padre, reflexionando. Al fin se decidió a hablar.
—Papá, ¿cómo se llaman esas cosas que cuelgan del techo en casa? Esas bolas brillantes. Un día me dijiste que antes se encendían y alumbraban.
—Sí, lámparas eléctricas.
—Si leo todos los libros, ¿podré encenderlas otra vez?
Ish sintió una emocionada alegría, y en seguida un estremecimiento de temor. ¿No iban demasiado rápido?
—No sé, Joey —dijo en un tono que quería ser indiferente—. Quizá sí, quizá no. Se necesita tiempo, el trabajo de mucha gente. No hay que apresurarse.
Siguieron caminando, en silencio. Ish se sentía orgulloso de que Joey satisficiera sus ambiciones, pero a la vez aquella victoria lo asustaba. El niño se adelantaba demasiado. La inteligencia no debía superar a los años. Joey necesitaba mayor vigor físico y energía moral. Iría lejos.
Un ruido lo sacó de su ensimismamiento. Joey vomitaba sobre un montón de restos.
Ese almuerzo, pensó Ish, sintiéndose culpable. He dejado que se hartara de cosas indigestas. Ya le ocurrió otras veces.
Pero en seguida pensó que la causa eran quizá las emociones y no el almuerzo. Joey se sintió muy pronto mejor, y cuando llegaron al garaje descubrieron, que los muchachos habían cambiado las ruedas e inflado los neumáticos. Ish sintió un nuevo interés por el jeep y la proyectada expedición.
Sentándose al volante, puso otra vez el motor en marcha. Los neumáticos aguantaban, al menos por el momento. Quedaban pendientes los problemas del embrague, la transmisión, la dirección, los frenos, y todos los órganos misteriosos y esenciales, ocultos en las entrañas de un coche y que él sólo conocía de nombre. Bob y Dick habían echado agua al radiador, pero podía haber una tubería obstruida y eso bastaría para inmovilizar el jeep. Otra vez se preocupaba por el futuro.
—Perfecto —dijo—. Vamos.
El motor ronroneaba alegremente. Ish pisó el acelerador y el auto se sacudió como si una larga inactividad lo hubiera paralizado. Sin embargo, avanzaba, obedeciendo las órdenes de Ish. Ish frenó y el jeep se detuvo. Pero se había movido, y lo que era también importante, se había detenido.
La alegría de Ish se transformó en exaltación. ¡No era un sueño! Si en un solo día un hombre y tres muchachos habían devuelto la vida a un jeep, ¿qué no podría hacer la Tribu en algunos años?
Los muchachos soltaron un tiro de perros y ataron el cochecito a uno de los otros. Ish, con Joey a su lado, arrancó valientemente.
En las calles había montones de escombros, que el viento había cubierto con polvo y hojas. Después de las lluvias invernales, esos montones, donde crecía una hierba espesa, parecían bancos y montículos naturales. Ish marchaba en zigzag. Se acercaba a la meta cuando chocó con un ladrillo y se oyó un estallido. El neumático trasero de la izquierda había reventado. Ish siguió dando tumbos, y al fin llegó poco antes que los cochecitos. A pesar de ese último accidente, el viaje había sido un éxito.
Detuvo el jeep frente a su casa y se reclinó en el asiento, aliviado. Tocó la bocina y después de un silencio de tantos años se oyó el viejo sonido estridente.
Esperaba que grandes y pequeños acudirían de todas partes atraídos por el raro sonido; pero no apareció nadie. Sólo respondió un concierto de ladridos. Los perros de los coches, que alcanzaban en ese momento la cima de la loma, se unieron al coro.
Ish sintió un raro desasosiego. Una vez, hacía muchos años, había entrado en una ciudad desierta y había hecho sonar la bocina. Y ahora parecía que la pesadilla se repetía otra vez. Pero la impresión duró unos pocos segundos.
Mary, con su bebé en brazos, salió sin prisa de una casa en el extremo de la calle, y saludó con la mano.
—¡Se fueron a la corrida de toros! —gritó.
Los muchachos sólo pensaron entonces en unirse al juego. Soltaron los perros y se fueron corriendo sin pedirle permiso a Ish. Joey, curado de su indigestión, los siguió. Ish se sintió bruscamente solo y abandonado. Sólo Mary vino a admirar el coche. Lo contempló, muda, con los ojos muy abiertos, tan inexpresivamente como el bebé.