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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

La Tierra permanece (15 page)

BOOK: La Tierra permanece
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—Oh, sí.

—No me gusta.

—¿Por mí?

—Sí, sería peligroso. Sólo cuentas conmigo y yo no te serviría de mucho.

—Pero puedes leer todos los libros.

—Los libros —repitió Ish con una breve risa—.
La comadrona práctica, Patología del parto.
No, no me gustaría, aunque tú pienses de otro modo.

—También podrías buscar los libros y leerlos. Sería útil. Y yo en verdad no necesitaría mucha ayuda. Pasé por eso dos veces, ya sabes. No fue nada terrible.

—Quizá. Pero sería diferente sin médicos y hospitales. ¿Por qué piensas tanto en eso?

—Es una ley biológica, supongo. Algo natural.

—¿Crees que es necesario perpetuar la vida, que es nuestro deber asegurar el porvenir?

Em calló. Ish adivinó que ella reflexionaba, y que la reflexión no era una de sus virtudes. Sus decisiones nacían espontáneamente, de lo más profundo de su ser.

—No sé —dijo ella al fin—, no sé si es necesario que la vida continúe. ¿Por qué debería continuar? No, es puro egoísmo. Quiero un hijo, eso es todo. Oh, me es difícil explicártelo. Quiero un beso, también. —Ish la besó—. Me gustaría saber hablar —continuó ella—. Me gustaría poder expresar lo que pienso.

Alargó un brazo hacia la mesa y sacó un fósforo de la caja. Fumaba más que él, e Ish supuso que tomaría también un cigarrillo. Pero se engañó. Era un fósforo grande de cocina. Em lo hizo girar entre el pulgar y el índice, sin hablar. Luego lo frotó contra la caja.

Se alzó una llama, que se debilitó en seguida y corrió por la madera del fósforo. De pronto, Em sopló y lo apagó.

Ish comprendió vagamente que Em, a falta de palabras, había intentado —quizás inconscientemente— expresar algo que no sabía decir. Y creyó haber adivinado. El fósforo no vivía en la caja, sino sólo cuando ardía... y no podía arder siempre. Lo mismo era para los hombres y las mujeres. Vivir era consumir la vida.

Recordó entonces su terror de los primeros días y el momento en que había vencido ese terror, cuando había sacado la motocicleta del coche, dejándola caer al borde del camino. Recordó con qué exaltación había desafiado a la muerte y las potencias tenebrosas.

El cuerpo de Em se estremeció entre sus brazos. Sí, pensó Ish con humildad, de cuando en cuando él representaba el papel de héroe, pero para ella el heroísmo era pan cotidiano.

—Muy bien —dijo—. Supongo que tienes razón. Leeré libros.

—Sí —dijo ella—. Quizá necesite realmente un poco de ayuda.

Ish sintió el contacto del cuerpo tibio de Em y se sintió golpeado otra vez por la soledad y el terror. ¿Quién era él para llevar a la humanidad por el largo e incierto camino del futuro? Pero esto duró muy poco. El coraje de Em lo animó. Sí, pensó, ella será la madre de las naciones. Sin valor, todo está perdido.

Y entonces, de pronto, fue otra vez consciente del cuerpo de Em.

Y tuya será la gloria, pues en el amor de la vida tu rostro brilla de tal modo que borra las tinieblas y el miedo de la muerte. Eres Deméter, Hertha, Isis, Cibeles de los Leones, y la madre Montaña. De tus hijos nacerán las tribus, y de tus nietos las naciones. Tu nombre es la Madre, y serás bendita.

Habrá otra vez cantos y risas. Los adolescentes se pasearán por las praderas; los jóvenes saltarán los arroyos. Los hijos de tus hijos serán tan numerosos como los retoños de los pinos en la falda de la montaña. Serás bendita, pues en las horas oscuras tu rostro estará vuelto hacia la luz.

Titubeaban aún, cuando una mañana Em miró hacia afuera y dijo:

—¡Oh, ratas!

Ish miró. Dos ratas corrían a lo largo del seto, buscando algo de comer, o investigando. Em le mostró las ratas a Princesa a través de la ventana y abrió la puerta. Fiel a los instintos de su raza, la perra se precipitó afuera ladrando y las ratas desaparecieron.

A mediodía vieron otras ratas cerca de la casa, en la calle y los jardines.

A la mañana siguiente, era una invasión. Había ratas en todas partes.

Eran ratas comunes, ni más pequeñas ni más grandes que antes, ni flacas ni gordas. Ish recordó la invasión de hormigas y se estremeció.

Decidió emprender una investigación científica; el mejor remedio para vencer aquel horror era estudiarlo.

Recorrieron la ciudad en coche, aplastando aquí y allá alguna rata que caía bajo las ruedas. La primera vez el horrible ruido los estremeció, pero el incidente se repitió tantas veces que pronto se acostumbraron. Las ratas ocupaban casi toda la ciudad, pero llegaban también al campo y habían conquistado más terreno que las hormigas.

La situación era clara. Ish recordaba estadísticas donde se afirmaba que el número de ratas en una ciudad es aproximadamente igual al número de habitantes.

—Ya ves —le explicó a Em—, esto nos da un millón de ratas como número inicial, o sea unas quinientas mil hembras. Algunas tiendas y almacenes son aún inaccesibles para los roedores, pero deben de disponer desde hace tiempo de comida en abundancia.

—¿Cuántas ratas habrá en la ciudad?

—No puedo calcularlo ahora. Lo intentaré más tarde.

De noche, en la casa, se abocó al problema. La enciclopedia de su padre le informó que las ratas daban a luz casi todos los meses una camada de diez. A los dos meses de reproducción habría en la ciudad diez millones de ratas. Las hijas hembras, a su vez, eran fecundas a la edad de dos meses. Sí, el promedio de mortalidad era sin duda bastante elevado, e Ish no pudo determinar cuántas ratas llegarían a la edad adulta. Pero de todos modos el crecimiento era prodigioso. Renunció a seguir calculando.

Aun admitiendo que el número de ratas sólo se duplicara cada mes —apreciación ridículamente moderada—, habría ya unos cincuenta millones de ratas. Si el número se triplicaba, ya habrían llegado al billón.

¿Y por qué, se preguntó Ish, disponiendo de cantidades casi ilimitadas de comida, no se cuadruplicarían todos los meses? En la vieja época, el hombre, único enemigo de las ratas ciudadanas, había luchado constantemente para impedir su multiplicación. Desaparecido el hombre, sólo quedaban como adversarios algunos perros ratoneros y los gatos. Pero las circunstancias las favorecían. Los perros ratoneros, había notado Ish, se lanzaban solos al combate sin ayuda de los gatos. Sin duda los habían matado, antes de dedicarse a las ratas, eliminando así el más eficaz medio de destrucción. Y los perros mismos habían caído al fin bajo esta marea. No se los veía más. Las ratas no habían podido matarlos, aunque con aquellos dientes puntiagudos habrían dado cuenta, quizá, de muchos cachorros. Probablemente, los perros se habían batido en retirada, aterrorizados por el número de roedores, refugiándose en las afueras.

Un billón de ratas o cincuenta millones, qué importaba. Lo cierto era que había demasiadas, e Ish y Em se sentían sitiados. Vigilaban cuidadosamente las puertas. Una rata, venida no supo de dónde, apareció en la cocina, y hubo una persecución alocada. Ish tomó una escoba y la aplastó contra el suelo, no sin que antes la rata trepara por la escoba y dejara en el mango la marca de sus dientes.

Algunos días después, sin embargo, se advirtió un cambio en el aspecto y actitud de los roedores. Aparentemente los víveres, a pesar de su abundancia, no alcanzaban a satisfacer el apetito de las asaltantes. Parecían más flacas y correteaban febrilmente en busca de alimento. Se pusieron a excavar en el jardín. Desenterraron ante todo los bulbos de los tulipanes, que parecían encontrar particularmente sabrosos. Luego se lanzaron sobre otras raíces y bulbos. Se subían a las ramas de los árboles, donde comían insectos o restos de semillas y frutas. Llegaron a roer la corteza de los troncos como si fuesen conejos.

Ish acercaba el coche a la casa, y protegido por sus altas botas, salía o entraba precipitadamente. Pero en realidad, las ratas nunca intentaron atacarlo. Princesa quedaba en la casa, aunque no habían intentado tampoco nada contra ella.

Ish no se sobresaltaba ya cuando un sordo crujido le anunciaba que las ruedas pasaban sobre un roedor. Tenía la impresión de dejar detrás de él una larga hilera de ratas aplastadas. Una vez, vio en el ángulo de dos muros un raro objeto blanco. Detuvo el auto para mirar desde más cerca y reconoció el cráneo de un perrito. Los dientes aún largos y brillantes eran de terrier. Las ratas habían acorralado al perro, o él mismo se había refugiado allí para defenderse mejor. ¿Habrían osado atacar a un perro vigoroso y sano? Quizás el terrier era viejo, o estaba enfermo, o había sufrido algún accidente. De todos modos, por una vez, los roedores habían dado cuenta del ratonero. Sólo quedaban los huesos mayores; los otros habían sido roídos o llevados a alguna guarida. En los alrededores, algunos cráneos diminutos indicaban que el animal había vendido cara su vida. Ish imaginó unos cuerpos grises que rodeaban al perro, incapaz de desprenderse de los que le habían saltado encima. Otras ratas mientras tanto le habrían cortado los tendones, como los lobos que atacan a los bisontes viejos. Una docena, una cincuentena de roedores había caído en la lucha; los otros, enfurecidos por el hambre, habían roído la piel y los músculos, y el perro había renunciado a defenderse. Ish se alejó pensativo y decidido a cuidar de Princesa con más atención.

Recordó, esperanzado, que las hormigas habían desaparecido casi en una noche. A estas ratas les ocurriría lo mismo, pero nada anunciaba ese fin.

—¿Las ratas serán dueñas del mundo? —le preguntó Em—. ¿Ocuparán el lugar de los hombres?

—No sé —contestó Ish—, pero no lo creo. Cuentan con las reservas de víveres de la ciudad y se reproducen muy rápidamente. Pero en el campo deberán buscar alimento, y serán perseguidas por zorros, serpientes y búhos, que el hombre ya no destruye.

—Nunca lo había pensado —dijo Em—. ¿Es decir que las ratas son animales domésticos porque los hombres les proporcionaban comida y mataban a sus enemigos?

—Parásitos del hombre, en realidad, me parece —dijo Ish, y luego notando que Em parecía interesada añadió—: A propósito de parásitos, no les faltan a las ratas. Como las hormigas. Cuando una especie crece demasiado, siempre cae sobre ella alguna peste... quiero decir... —De pronto, había recordado algo. Tosió para ocultar su titubeo y terminó con un tono indiferente—: Sí, alguna peste caerá sobre ellas.

Parecía que Em, no había notado nada.

—Entonces —dijo—, sólo nos queda cruzarnos de brazos y esperar el triunfo de los parásitos de las ratas.

Ish no le transmitió sus inquietudes. La peste que había recordado era aquella peste bubónica tan común entre las ratas. Y la peste la transmitían las pulgas, unas pulgas infectadas que dejaban gustosamente las ratas muertas por los hombres. La perspectiva de vivir rodeados de millones de ratas que podían propagar la peste era horrible, y podía enloquecer a cualquiera. Ish bañó la casa con DDT y hasta roció sus ropas y las de Em. Naturalmente, ella se sorprendió y él le confesó sus temores.

Em no pareció impresionada. Era de un coraje capaz de enfrentar pruebas aún más duras que la peste, y quizás había también en ella una sombra de fatalismo. La prudencia indicaba que debían dejar la ciudad en seguida, e instalarse en cualquier sitio —el desierto, por ejemplo— donde las ratas no pudieran vivir.

Sin embargo, ambos habían decidido ya que no podrían vivir una vida cimentada en el miedo. Pero Em era más valiente que Ish. Las ratas horrorizaban tanto a Ish que a veces, dominado por el pánico, quería arrastrar a Em al coche y huir rápidamente. En esos momentos, la energía de Em lo sostenía.

Ish examinaba atentamente las ratas, todos los días, buscando en ellas algún síntoma de enfermedad. Pero parecían más activas que nunca.

Un día, temprano, Em lo llamó desde la ventana:

—¡Mira, se pelean!

Ish se acercó sin mucho interés. Se trataba, probablemente, de alguna especie de juego amoroso. Pero no era así.

Una rata grande se había lanzado sobre otra más pequeña. Esta se defendía y paraba los golpes con la energía de la desesperación. Iba a meterse en un agujero demasiado pequeño para la otra, cuando una tercera rata, todavía más grande, apareció de pronto y la atacó. De la garganta de la víctima salió un hilo de sangre y la atacante se la llevó a rastras, mientras la que había iniciado la lucha la seguía de cerca.

Con botas, guantes, y armado de un palo, Ish salió en busca de comestibles. Le sorprendió encontrar pocas ratas en las tiendas, pero luego descubrió que no había quedado nada que los roedores pudieran llevar o comer. El suelo estaba sembrado de papeles, cartones rotos y excrementos. Hasta habían roído los marbetes de las latas de conserva, y a veces era difícil saber qué contenían. Por ahora el hambre amenazaba a aquellas hordas más que la enfermedad. Llevó las nuevas a Em.

A la mañana siguiente soltaron a Princesa para que diese su paseo cotidiano. Algunos minutos más tarde, la vieron regresar precipitadamente, aullando, perseguida por una vanguardia de ratas, y ya con dos o tres en el lomo. Le abrieron la puerta y tres o cuatro ratas aprovecharon para entrar. Princesa se ocultó bajo el diván, temblando y gimiendo. Abandonados por el principal protagonista del drama, Ish y Em pasaron un cuarto de hora persiguiendo a las intrusas. Luego examinaron toda la casa, de arriba abajo, ayudados esta vez por Princesa que apenas había salido de su susto, para asegurarse que no había quedado ninguna rata detrás de un armario o la biblioteca. Desde entonces no dejaron salir a Princesa, y hasta le pusieron un bozal por si enfermaba de hidrofobia.

Pero ya no había dudas: las ratas se devoraban entre ellas. A veces muchas unían sus fuerzas contra una sola. Parecían menos numerosas. Aunque se ocultaban de ellas mismas.

A pesar del disgusto que no lograba vencer, la invasión ofreció a Ish un interesante estudio de ecología, casi un problema de laboratorio. Las provisiones que había acumulado el hombre se habían transformado en alimentos para ratas. Luego, al agotarse los cereales, los frutos secos y los sacos de habas, aún les quedaba el recurso de devorarse entre ellas. Y la especie seguiría viviendo sin que nadie sufriera de hambre.

—Primero desaparecerán las viejas, las enfermas y las débiles —comentó Ish—; luego, aquellas un poco menos enfermas, menos viejas y débiles, y así sucesivamente...

—Y al fin —concluyó Em, que mostraba a veces una lógica desconcertante—, no quedarán más que dos grandes ratas para pelear, lo mismo que los gatos de Kilkenny
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