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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

La Tierra permanece (13 page)

BOOK: La Tierra permanece
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Ish salió de la casa, diciéndose, sin convicción, que había habido un desperfecto en el sistema del barrio. Escudriñó la oscuridad. Detrás de las tinieblas, que el humo hacía más densas aún, brillaba débilmente una luna anaranjada. No se veía otra luz, ni en las calles ni en el puente: era, pues, el fin. «Apáguese la luz. Y la luz se apagó.»

Basta de melodrama, se dijo. A tientas entró en la casa y buscó en el armario donde su madre guardaba las velas. Encontró una sola y la puso en el candelero. La llama era pequeña, pero recta y clara. Ish se dejó caer débilmente en el sillón.

6

La desaparición de las luces trastornó a Ish. Aun en pleno día creía ver unas sombras que acechaban en los rincones. Volvía la Edad de las Tinieblas.

Almacenó fósforos, linternas, velas, casi contra su voluntad, pero sintiéndose curiosamente protegido.

Aunque no tardó en descubrir que la luz no era el producto eléctrico más importante. La nevera era ahora inútil, y la carne fresca, la manteca y las legumbres se transformaban en una masa putrefacta y maloliente.

Luego cambió la estación. Ish había perdido la cuenta de las semanas y los meses, pero su ojo ejercitado de geógrafo sabía descifrar los mensajes de la naturaleza. Era sin duda octubre; la primera lluvia confirmó sus presunciones. No se trataba de una tormenta pasajera. Fina y continua, la lluvia parecía eternizarse.

No salió en ese tiempo y trató de distraerse en la casa. Tocaba el acordeón, leía libros que hasta entonces no se había atrevido a mirar por falta de tiempo. De cuando en cuando se asomaba a la ventana y miraba la lluvia y las nubes bajas que parecían rozar los techos.

Una mañana salió a ver qué ocurría, qué nuevos episodios se habían añadido al drama. Al principio no advirtió nada nuevo. Luego vio en la avenida que las hojas muertas habían tapado una alcantarilla. El agua bullía en la calle e invadía las aceras; cruzaba la selva de hierbas que había sido el jardín de los Hart, entraba en la casa por debajo de la puerta y empapaba sin duda pisos y alfombras. Un poco más abajo, el río invadía la rosaleda y se perdía en una alcantarilla de la otra calle. Los destrozos no eran muy grandes, pero éste era sólo un ejemplo de lo que ocurría en miles de otros sitios.

Los hombres habían construido carreteras, alcantarillas, diques y otros obstáculos para oponerse al curso natural de las aguas. Estos trabajos necesitaban de cuidados constantes. Dos minutos le hubieran bastado a Ish para sacar la hojarasca y desatascar la alcantarilla, pero no le parecía necesario. Zanjas, alcantarillas y diques habían sido construidos para uso del hombre. El hombre había desaparecido y ya no tenían utilidad. Que el agua siguiese su curso y cruzara la rosaleda. Empapadas de agua y barro las alfombras de los Hart desaparecerían muy pronto. Tanto peor. Afligirse sería seguir viviendo en el mundo del pasado.

Ish volvía a su casa cuando tropezó con una cabra que comía tranquilamente el seto del señor Osmer, en otro tiempo tan cuidado. Divertido y curioso, se preguntó de dónde vendría la intrusa. Nadie había tenido animales semejantes en aquel barrio. La cabra, quizá también divertida e intrigada, dejó de comer y miró a Ish. Los hombres eran ahora bichos raros. Después de haberlo examinado sin temor ni respeto, la cabra juzgó que los suculentos brotes del seto eran más interesantes que aquel bípedo.

Princesa, que volvía de una de sus expediciones, apareció de pronto y se lanzó hacia la desconocida con frenéticos ladridos. La cabra bajó la cabeza y la amenazó con los cuernos. Princesa no era un animal combativo y saltando hacia un costado corrió hacia su protector. La cabra dio una dentellada al seto.

Algunos minutos más tarde Ish la vio pasearse por la acera como si toda la avenida San Lupo le perteneciese. ¿Y por qué no?, pensó. Quizás así es. El mundo cambia de amos.

Cuando la lluvia lo retenía en la casa, la mente de Ish se volvía hacia la religión, como el día en que había visitado la catedral. Hojeaba frecuentemente la voluminosa Biblia que su padre había cubierto de anotaciones. Los Evangelios lo decepcionaron, probablemente porque trataban de los problemas del hombre en la sociedad. «Dad al César...» Era una orden superflua, pues no había ni siquiera un inspector de tributos que representara al César.

«Vended vuestros bienes y repartid el dinero entre los pobres... Haz a otros lo que deseas te hagan a ti... Ama a tu prójimo como a ti mismo.» Todos esos preceptos sólo podían aplicarse a multitudes. En ese mundo reducido a su más simple expresión, un fariseo o un saduceo hubiesen podido cumplir aún los ritos de una religión formalista; pero, basada en la caridad, la doctrina cristiana carecía ahora de sentido.

Retrocedió al Antiguo Testamento, comenzó por el Eclesiastés, y lo encontró más actual. El viejo, el predicador, Cohelet lo llamaban en una nota al pie de página, tenía el arte de pintar con crudeza y realismo la lucha del hombre contra el universo. A veces, sus palabras se aplicaban exactamente a Ish. «Y que el árbol caiga hacia el sur o el norte, allí quedará.» Ish recordó aquel tronco de Oklahoma que cerraba la carretera 66. Más adelante leyó: «Más vale vivir acompañado que solo, pues si uno cae, el otro puede levantar al compañero, pero desgraciado de aquel que cae y está solo». E Ish recordó su terror cuando se sintió solo, sin nadie que pudiera ayudarlo en caso de accidente. Leyó sin descanso, maravillado ante aquella comprensión realista, y aun clarividente, de las leyes del universo. Hasta encontró esta frase: «Muerde la serpiente cuando no está encantada».

Llegó al final del primer capítulo y sus ojos se posaron en unos versículos del
Cantar de los cantares
, que es de Salomón. «Que él me bese con besos de su boca, pues mejores son sus amores que el vino», leyó.

Se agitó nerviosamente. En el curso de aquellos largos meses, se había sentido así en muy raras ocasiones. Comprendía ahora, otra vez, que el desastre lo había afectado más de lo que imaginaba. Así, en las antiguas leyendas de encantamientos, un rey miraba pasar el cortejo de la vida sin poder unirse a él. Otros hombres habían buscado una solución al problema. Aun aquellos que habían buscado la muerte en el alcohol habían participado de algún modo de la vida. Pero él, el observador, había rechazado la vida.

¿Y qué era la vida? Millones de hombres se habían hecho la misma pregunta. Cohelet, el predicador, no había sido el primero. Y todos habían encontrado una respuesta diferente. Salvo aquellos para quienes la pregunta no tenía respuesta.

Él, por ejemplo, Isherwood Williams, era una rara fusión de deseos y reacciones, realidades y quimeras. Afuera se extendía la vasta ciudad desierta, donde la lluvia golpeaba las largas avenidas solitarias, ya en las sombras del crepúsculo. Y entre los dos, el hombre y el mundo, había un raro e invisible vínculo. Cambiaba uno, y cambiaba el otro.

Era aquélla una vasta ecuación de varios términos y dos grandes incógnitas. De un lado estaba Ish, llamémosle X, y del otro Y, el mundo y sus pertenencias. Y las dos incógnitas buscaban un equilibrio que sólo se alcanzaba en la muerte. Éste era probablemente el pensamiento del desilusionado Cohelet cuando escribía: «Los vivos saben que morirán, pero los muertos nada saben». Mas de este lado de la muerte el equilibrio era siempre inestable. Si X cambiaba, si alguna glándula afectaba su humor, si Ish se sentía conmovido, o simplemente se aburría, hacía un gesto; y ese gesto modificaba la ecuación, aunque fuera ligeramente, estableciendo un provisorio equilibrio. Si, al contrario, cambiaba el mundo, si una catástrofe destruía la raza humana, o más simplemente, si la lluvia dejaba de caer, Ish, es decir X, se transformaba también, y nuevos actos ordenaban un nuevo y precario equilibrio. ¿Quién podía decir cuál de las incógnitas se imponía a la otra?

Casi inconscientemente dejó el sillón, y comprendió que ese movimiento traducía su inquietud. El equilibrio de la ecuación se había roto, y él se había levantado para restablecerlo. Pero su estado de ánimo cambiaba también el mundo. Princesa, arrancada de su sueño, dio un salto y corrió por la sala. Ish oyó que la lluvia golpeaba con más fuerza los vidrios. Alzó los ojos al cielo. Así se le presentaba el mundo, obligándolo a actuar. Fue a la cocina a preparar la cena.

La desaparición casi completa de la raza humana, catástrofe sin precedentes en la historia del mundo, no alteró las relaciones de la tierra y el sol, la extensión y la distribución de océanos y continentes, los períodos de lluvia y buen tiempo. Así, la primera tormenta de otoño, que partió de las islas Aleutianas para batir la costa de California, fue como muchas otras. La humedad apagó los incendios de los bosques; la lluvia lavó el humo y el polvo del aire. Llegó el viento del noroeste, fresco y de una cristalina pureza. La temperatura descendió rápidamente.

 

Ish se agitó en sueños y despertó, lentamente. Tenía frío. La otra incógnita de la ecuación ha cambiado, pensó, y se cubrió con una manta. Oh, hija de reyes, murmuró soñadoramente, tus pechos son... Y se durmió otra vez.

A la mañana la casa estaba helada. Se puso un chaleco de lana mientras preparaba el desayuno. Pensó en encender la chimenea, pero el frío parecía haberlo reanimado y decidió que ese día no se quedaría en la casa.

Después del desayuno salió al porche y admiró la escena. Lavado por la lluvia, el cielo era más limpio. El viento había amainado. A varios kilómetros de distancia, los pilones rojos del Golden Gate, sobre el fondo del cielo azul, casi parecían al alcance de la mano. Ish se volvió hacia el norte para mirar el pico de Tamalpais y se sobresaltó. Entre la montaña y él, a orillas de la bahía, se alzaba una delgada cinta de humo. Quizás aquella columna se había elevado cien veces sin que él pudiera verla en la atmósfera de humo y brumas. Ahora era una señal.

Sí, el fuego podía ser espontáneo. Anteriormente, otras columnas de humo habían atraído inútilmente a Ish. Sin embargo, el diluvio de los días pasados tenía que haber apagado los incendios.

De todos modos, este humo no estaba a más de tres kilómetros, e Ish pensó en meterse en seguida en el coche e ir a investigar. En el peor de los casos, sólo perdería unos minutos, y el tiempo sobraba. Pero un recuerdo lo detuvo. Había intentado ya acercarse a otros hombres y siempre había fracasado. Sintió uno de aquellos accesos de salvajismo, tan frecuentes en otra época, cuando la perspectiva de un baile lo hacía transpirar. Buscó algún pretexto. Así hacía antes: alegaba un trabajo urgente o se enfrascaba en un libro en vez de ir al baile.

¿Robinsón Crusoe deseaba realmente dejar la isla desierta donde era monarca absoluto? La pregunta no era nueva. Y aunque Robinsón amara la sociedad humana, ¿por qué él, Ish, debería parecérsele? Quizá él amaba su isla. Quizá temía los lazos humanos.

Casi con miedo, como si huyera de una tentación, llamó a Princesa, subió al coche, y salió en dirección opuesta.

Durante horas erró sin rumbo por las montañas. Los efectos de la lluvia eran ya evidentes. No se podía saber con claridad dónde terminaba la carretera y donde empezaban los campos. Los vientos del otoño habían hecho caer las hojas. En el cemento se veían algunas ramas muertas. El agua había arrastrado barro. A lo lejos, oyó, o creyó oír, los ladridos de una jauría. Pero los perros no aparecieron, y en las primeras horas de la tarde volvió a la casa. Del lado de las montañas, ningún humo rayaba el cielo. Sintió cierto alivio, pero también una gran decepción.

La otra incógnita de la ecuación había cambiado, y él había respondido huyendo. El hilo de humo reaparecería quizá a la mañana siguiente, pero no era seguro. O quizá aquel ser humano, quien quiera que fuese, había pasado simplemente por la ciudad, y no volvería.

En las primeras horas del crepúsculo miró otra vez y vio una luz débil, pero inconfundible. No vaciló. Llamó a Princesa, saltó al coche, y fue hacia la señal.

Marchaba lentamente. La ventana iluminada parecía mirar a su porche. Los árboles la habían ocultado, hasta que cayeron las hojas. Pero cuando Ish se alejó unos metros, la luz desapareció. Erró media hora a la aventura; al fin volvió a verla, descendió lentamente la calle y pasó ante la casa. Las persianas estaban bajas, pero algunos rayos de luz llegaban a iluminar la acera. Parecía la luz de una lámpara de petróleo.

Ish paró el motor en el otro lado de la calle y esperó. No apareció nadie. Titubeó un minuto. Luego, en un repentino impulso, abrió la portezuela y bajó del coche. Pero Princesa se le adelantó y corrió hacia la casa ladrando furiosamente. Su olfato le revelaba quizás una presencia desconocida. Con un juramento, Ish la siguió. Esta vez la perra lo obligaba a actuar. Se detuvo un segundo, pensando que no llevaba armas. Las normas de cortesía recomendaban no presentarse en casa ajena empuñando un revólver. Recogió impulsivamente el viejo martillo y cruzó la calle. Detrás de la persiana se perfilaba una sombra.

Pisaba la acera, cuando la puerta se abrió unos centímetros y el haz de una linterna cayó sobre él. Ish, enceguecido, se detuvo y esperó. Princesa, muda de miedo, se batió en retirada. Ish tuvo la desagradable impresión de que le apuntaban con un revólver. Y aquella luz, que no lo dejaba ver. Se había apresurado. La llegada de un desconocido en medio de la noche siempre asusta a la gente. Felizmente se había afeitado aquella mañana y llevaba un traje bastante limpio.

El silencio no terminaba nunca. Ish esperaba la pregunta, inevitable, pero un poco ridícula: «¿Quién es?», o la orden: «¡Arriba las manos!» Se sorprendió realmente cuando oyó una voz de mujer que decía solamente:

—¡Qué hermoso perro!

La voz era suave y modulada. Ish se sintió invadido por una cálida ternura.

La linterna eléctrica bajó al fin e iluminó la acera. Princesa correteó por el charco de luz, moviendo alegremente la cola. La puerta de la casa se abrió de par en par, y recortada contra la vaga luz del vestíbulo, Ish vio la silueta de una mujer arrodillada que acariciaba a la perra. Dio un paso adelante, llevando en la mano el ridículo martillo.

Princesa, excitada, dio un salto y se metió en la casa. La mujer se incorporó con un grito que era también una risa y se lanzó en su persecución. ¡Dios mío, tiene un gato!, pensó Ish, acercándose.

Pero cuando entró, Princesa corría simplemente alrededor de la mesa, olfateando las sillas, y la mujer protegía una lámpara de petróleo de los saltos del animal.

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