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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

La Tierra permanece (5 page)

Ish se preguntó qué habría sido la mujer en la vieja vida. Parecía ahora una prostituta acomodada. Llevaba en los dedos bastantes diamantes como para instalar toda una joyería.

—¿Hay otros sobrevivientes? —preguntó.

El hombre y la mujer se miraron. La mujer se rió. No parecía conocer otro lenguaje.

—No —dijo el hombre—, no en los alrededores. —Hizo una pausa y echó una mirada a la mujer—. No hasta ahora, por lo menos.

Ish miró la mano del hombre, aún en el bolsillo de la chaqueta. La mujer movía las caderas y entornaba los párpados, como diciendo que se quedaría con el vencedor. En los ojos de la pareja no había huellas de aquel dolor que nublaba los ojos del borracho. Y sin embargo, quizás habían sufrido demasiado también, y de algún modo habían perdido la razón. Ish comprendió de pronto que nunca había estado tan cerca de la muerte.

—¿Adónde va? —preguntó el hombre.

—Oh, sólo daba una vuelta —dijo Ish.

La mujer se echó a reír. Ish se volvió y caminó hacia el coche pensando que en cualquier momento recibiría un tiro en la espalda. Llegó al coche, subió y se alejó...

Esta vez no oyó ningún sonido, pero al volver la esquina, allí estaba ella, plantada en medio de la calle: una adolescente de piernas largas y melena rubia. Durante un momento no se movió, como un ciervo sorprendido en un claro del bosque. Luego, con la rapidez de un temeroso animal acosado, se dobló en dos, y protegiéndose de la luz del sol trató de ver detrás del parabrisas. En seguida echó a correr, como un animal, y se escabulló entre las tablas de una cerca.

Ish bajó del coche, fue hasta la empalizada y llamó varias veces. No hubo respuesta. Si hubiera oído una risita burlona en una ventana, o hubiese visto el revoloteo de una falda en una esquina, quizás habría seguido buscando. Pero, evidentemente, la huida de la muchacha no era un coqueteo. Quizás había aprendido dolorosamente que sólo así podía salvarse. Ish esperó un rato, pero como la muchacha no reaparecía, se puso otra vez en marcha...

Oyó otras bocinas, pero callaban antes que pudiese localizarlas. Al fin vio un viejo que salía de un almacén, con un cochecito de niño donde se apilaban latas y cajas. Ish se acercó y vio que no era tan viejo. Sin la barba blanca y enmarañada no hubiese representado más de sesenta años. Llevaba un traje arrugado y sucio. Debía de dormir vestido desde hacía un tiempo.

Ish descubrió que el viejo era más comunicativo que los otros, pero no mucho. Llevó a Ish a su casa, no muy lejos. En las habitaciones se amontonaban toda clase de cosas: algunas útiles, otras totalmente inútiles. Dominado por una manía posesiva, el viejo se transformaría pronto en un ermitaño y un avaro. Antes del desastre había tenido mujer y había trabajado en una ferretería; aunque probablemente siempre se había sentido desgraciado y solo, con muy pocos amigos. Ahora era en verdad más feliz que nunca, pues no había nadie que estorbase sus ansias de rapiña ni que le impidiese retirarse a vivir rodeado de pilas de mercancías. Guardaba alimentos envasados; a veces cajones enteros, o simples montones de latas. Pero había también una docena de cestos de naranjas, que no podría consumir antes que se pudrieran. Algunos sacos de celofán se habían roto, y los guisantes cubrían el piso. Ish vio además varias cajas de lámparas eléctricas y tubos de radio, un violonchelo —aunque el hombre no sabía música—, más de cien ejemplares de una misma revista, una docena de despertadores y otras muchas cosas que el viejo había reunido, no con la idea de utilizarlas un día, sino porque esa acumulación le daba una agradable sensación de seguridad. El viejo era a veces simpático, pero no pertenecía ya, pensó Ish, al mundo de los vivos. La catástrofe había transformado a un hombre taciturno y solitario en un maníaco a un paso de la locura. Seguiría en el futuro apilando cosas a su alrededor, y encerrándose cada vez más en sí mismo.

Sin embargo, cuando Ish se levantó para irse, el viejo, presa del pánico, lo tomó por el brazo.

—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó, excitado—. ¿Por qué se me perdonó la vida?

Ish contempló el rostro descompuesto por el terror, la boca abierta de donde colgaba un hilo de baba.

—Sí —respondió irritado y aliviado a la vez por poder dar rienda suelta a su cólera—. Sí. ¿Por qué vive
usted
y han muerto tantos hombres capaces?

El viejo miró involuntariamente alrededor. Su terror era abyecto, casi animal.

—Eso mismo me asusta —gimió.

Ish lo compadeció.

—Vamos —dijo—. No hay motivo para asustarse. Nadie sabe por qué ha sobrevivido. ¿No lo mordió alguna serpiente de cascabel?

—No.

—Bueno, no importa. La cuestión de la inmunidad natural es un misterio. Las epidemias más graves no atacan a todo el mundo.

Pero el otro sacudió la cabeza.

—Debo de haber sido un gran pecador —dijo.

—En ese caso lo hubieran castigado.

—Quizás... —El viejo se interrumpió y miró alrededor—. Quizá me reservan un castigo especial.

Y el viejo se estremeció de pies a cabeza.

Al acercarse a la barrera de peaje, Ish se preguntó maquinalmente si tendría monedas. En un segundo de extravío imaginó una escena absurda donde deslizaba una moneda imaginaria en una mano imaginaria. Pero aunque tuvo que aminorar la marcha para cruzar el estrecho pasaje, no sacó la mano por la ventanilla.

Había decidido llegar a San Francisco. Pero luego comprendió que lo había atraído la idea de ver el puente. Era la más audaz y la más grande de las obras del hombre en aquella región. Como todos los puentes, era un símbolo de unidad y seguridad. San Francisco sólo había sido un pretexto. Había deseado realmente renovar alguna suerte de comunión con el símbolo del puente.

Ahora el puente estaba desierto. Donde seis líneas de coches habían corrido hacia el este y el oeste, las franjas blancas se prolongaban hasta unirse. Una gaviota que se había posado en la barandilla sacudió perezosamente las alas al acercarse el coche y descendió al agua planeando.

Ish tuvo el capricho de cruzar hacia la izquierda y avanzó sin encontrar obstáculos. Atravesó el túnel, y las altas y magníficas torres y las largas curvas del puente colgante se alzaron ante él. Como de costumbre, se habían estado pintando algunas partes; un cable rojo anaranjado se destacaba sobre el gris plateado común.

De pronto, vio algo raro. Un coche, deportivo verde, estaba estacionado junto al parapeto, apuntando al este.

Ish lo miró al pasar. Adentro no había nadie, nada. Siguió adelante. En seguida, cediendo a la curiosidad, describió una larga curva y fue a detenerse junto al cupé.

Abrió la portezuela y examinó los asientos. No, nada. ¿El conductor, desesperado, atacado por la enfermedad, se habría arrojado al agua saltando por encima de la barandilla? O quizás el motor se había descompuesto y él, o ella, había detenido a otro coche, o había continuado a pie. Las llaves estaban aún en el tablero; la licencia de conductor colgaba del volante: John Robertson, número tal, calle Cincuenta y cuatro, Oakland. Nombre y dirección comunes. El coche del señor Robertson era ahora dueño del Puente.

De vuelta en el túnel, Ish pensó que podría haber resuelto parte del problema intentando poner en marcha el motor. Pero en realidad no importaba... como no importaba, tampoco, que marchase otra vez hacia el este. Habiendo dado media vuelta para acercarse al cupé, Ish siguió simplemente en línea recta. San Francisco, estaba seguro, nada podía ofrecerle...

Algo más tarde, como había prometido, Ish volvió a la calle donde había hablado —si aquello podía llamarse hablar— con el borracho.

Encontró el cuerpo caído en la acera, frente al bar. Después de todo, reflexionó Ish, el cuerpo humano sólo puede absorber una cantidad limitada de alcohol. Ish recordó los ojos del borracho, y no pudo sentir pena.

No había perros en los alrededores, pero Ish no podía dejar allí el cuerpo. Al fin y al cabo había conocido al señor Barlow, y había hablado con él. Aunque no sabía cómo o dónde enterrarlo. Sacó unas mantas de una tienda, y envolvió el cuerpo cuidadosamente. Luego lo llevó al auto y cerró las ventanillas. Sería un mausoleo hermético y duradero.

Las oraciones fúnebres parecían fuera de lugar. Pero al observar desde afuera el rollo de mantas, pensó que el señor Barlow había sido sin duda un buen hombre, que no había podido sobrevivir al derrumbe del mundo. Se sacó entonces el sombrero y se quedó así unos instantes...

Ahora, como en la antigüedad, cuando la caída de un poderoso monarca alegraba a los pueblos sometidos, se regocijan los abetos, y entonan los cedros: «Has caído y el hacha no amenaza ya nuestra existencia». Y los ciervos, zorros y codornices cantan: «Eres ahora como nosotros. ¿Es éste el hombre que estremeció la tierra?»

(«La tumba ha devorado tu soberbia, y la música de tus violas; los gusanos se mueven bajo tu cuerpo, y te cubren. »)

No, nadie dice estas palabras, nadie las piensa, y el libro de Isaías se confunde con el polvo. El gamo, sin saber por qué, se atreve a salir de la espesura; los zorros juegan junto a la fuente seca de la Plaza; la codorniz empolla sus huevos en las hierbas altas, cerca del reloj de sol.

Hacia el fin del día, después de dar un largo rodeo para evitar un lugar nauseabundo donde se amontonaban los cadáveres, Ish volvió a la casa de San Lupo.

Había aprendido mucho. El Gran Desastre —así llamaba ahora a la epidemia— no había despoblado enteramente el mundo. No había por qué comprometer el futuro uniéndose a cualquiera. Era preferible buscar y elegir. Por otra parte, todos los que había encontrado hasta ahora estaban en los límites de la locura.

Se le ocurrió una nueva idea, que podía expresarse con una nueva fórmula: el Golpe de Gracia. La mayoría de los que habían escapado al Gran Desastre caerían víctimas de algún mal que habían evitado hasta entonces. Muchos se matarían bebiendo. Se habían cometido, sospechaba, algunos asesinatos, y habían abundado, seguramente, los suicidas. Algunos hombres que habían arrastrado en otro tiempo una existencia normal, como el viejo, no podrían sobreponerse y enloquecerían. Muchos heridos y enfermos morirían por falta de cuidados. De acuerdo con una ley biológica, toda especie debe contar con un número mínimo de representantes. Por debajo de ese número está irremediablemente condenada.

¿La humanidad sobrevivirá? Punto capital, que podía animar a Ish. De acuerdo con los resultados de la jornada, las esperanzas eran pocas. ¿Y quién puede desear que sobreviva una humanidad de fantoches?

Había empezado la mañana como un verdadero Robinsón Crusoe, dispuesto a aceptar al primer Viernes. Terminaba el día pensando que se resignaría a la soledad si no encontraba un amigo aceptable. Sólo una mujer parecía haber deseado su compañía, y había habido allí una amenaza de traición y muerte. Si Ish hubiese eliminado al hombre, habría encontrado en ella una mera compañía física. En cuanto a la adolescente, hubiera debido recurrir a un lazo o una trampa de osos. Y probablemente, como el viejo, ella había perdido la razón.

No, el Gran Desastre no había dejado con vida a los mejores, y las pruebas que habían soportado los sobrevivientes no habían acrecentado sus virtudes.

Se preparó una cena, y comió, sin apetito. Luego intentó leer, pero las palabras tenían tan poco sabor como la comida. Pensaba aún en el señor Barlow y los demás. De un modo o de otro, cada uno a su manera, todos los que había visto aquel día estaban derrumbándose. ¿Y él mismo? ¿Conservaba todas sus facultades? Tomó lápiz y papel y escribió una lista de cualidades que podían permitirle seguir viviendo, y aún ser feliz donde los otros habían fracasado.

1) Voluntad de vivir. Deseo de ver lo que será la tierra sin el hombre. Geógrafo.

2) Amor a la soledad. Poco hablador.

3) Haberse extirpado el apéndice.

4) Habilidad manual. Pero mal mecánico. Vida al aire libre.

5) No haber visto morir a la familia y los otros.

Se interrumpió con los ojos fijos en la última línea. Esperaba que fuese cierto.

Reflexionó unos minutos. Podía añadir otras cualidades a la lista. Su educación, que le permitía adaptarse a las nuevas circunstancias. Le gustaba leer, y podía así distraerse y olvidar. No era además un lector común. Podía investigar en los libros y buscar allí los medios de reconstruir el mundo.

Con los dedos crispados sobre el lápiz, pensó si podría anotar que no era supersticioso. Podía ser importante. Si no, presa como el viejo de un abyecto terror, llegaría a pensar quizá que el desastre era obra de la ira de Dios, que había arrasado a su pueblo con una peste, como antes con el diluvio. Y él, aunque no tenía aún mujer e hijos, sería un nuevo Noé, encargado de repoblar el mundo desierto. Pero divagaciones semejantes llevaban a la locura. Sí, si un hombre se cree mensajero de Dios no está lejos de creerse Dios mismo, y de enloquecer.

No, pensó Ish. Pase lo que pase, nunca me creeré un dios. No seré nunca un dios.

Abandonándose así al curso de sus pensamientos, comprobó, no sin sorpresa, que la perspectiva de una vida solitaria no dejaba de darle una sensación de seguridad, y aun de euforia. Las relaciones sociales habían sido en el pasado una de sus mayores preocupaciones. La idea de ir a un baile lo había hecho transpirar más de una vez; nunca había pertenecido a una asociación de estudiantes. En los viejos días este modo de ser era un defecto; ahora, al contrario, parecía una ventaja. Se había quedado siempre en un rincón en las reuniones sociales, entrando muy pocas veces en la conversación, contentándose con escuchar y observar objetivamente, y ahora, del mismo modo, podía soportar fácilmente el silencio, y observar como espectador el curso de las cosas. Su debilidad se había transformado en una fuerza. Como un ciego en un mundo de pronto privado de luz. En esas tinieblas donde la gente normal andaría a los tropezones, él se encontraría muy cómodo, y los otros vendrían a colgársele del brazo, implorándole que les sirviera de guía.

Sin embargo, cuando se encontró en cama, en la oscuridad, la imagen de esa vida solitaria perdió todo su encanto. Las frías manos de la niebla cruzaron la bahía y se cerraron sobre la casa de San Lupo Drive. Ish sintió otra vez aquel miedo. Acurrucado entre las mantas, con el oído atento a todos los ruidos de la noche, pensó en su soledad, y en el Golpe de Gracia, que pendía sobre él, amenazante. Lo asaltó un violento deseo de huir, con la mayor rapidez posible, de aquellos enigmáticos peligros. Invocó entonces el auxilio de la razón, y se dijo que la epidemia no podía haber devastado todo el país, que en alguna parte debía de haber quedado con vida alguna comunidad, y que él la encontraría.

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