Con la elegante voz de Fred Astaire cantando
They Can't Take That Away From Me
como música de fondo, mis amigos hablaban del gran baile, de la fiesta que daríamos en nuestras habitaciones y de quién era lo bastante Astaire para que lo invitáramos y quién no.
—¿Cómo que Bugsy es un patán? Lo único que hizo fue salir con Brenda Frazier —dijo Biff.
—Tanto peor para ella —respondió Jack acaloradamente—. Te digo que si él viene, yo no lo haré.
—Dejad eso ahora —gruñó Bill—. Lo que tenemos que decidir ahora es si servimos martinis o
whisky
escocés, y, en caso de hacerlo, para cuánta gente y cuánto nos costará. ¿Qué dices tú, Pat?
—¿Quién, yo? —empecé a ruborizarme—. Bueno, en realidad no estoy muy seguro de que vaya a poder asistir al baile, chicos. Haced lo que os parezca mejor.
—¡Que no podrás venir al baile! —aulló Biff—. Dios, ¿no estarás siendo un poco más Astaire de la cuenta?
—¡Que no asistirás al baile! —dijo Bill en tono incrédulo—. ¿Desde cuándo? Escucha, si no puedes encontrar una chica, puedo hablar con Gloria Upson, la prima de Mollie. Todavía está en la residencia de la señorita Chapin, pero, chico, ¡menuda delantera!
—Créeme —le respondí con frialdad—, no tengo la menor dificultad para encontrar una chica. Lo que pasa es que no estaré aquí.
Al salir muy airado de la habitación, noté un extraño brillo en la mirada de Alex.
* * *
Al estilo cobarde de todos los hombres cuando tratan de librarse de las mujeres, probé toda clase de trucos imaginables a fin de no tener que llevar a Bubbles al baile, excepto decirle «no». Traté de aplicar el tratamiento silencioso y no pasé por el restaurante de Newark en diez días. A Bubbles no pareció importarle lo más mínimo. En un momento de debilidad, le había dado el número de teléfono de mi habitación y al décimo día me llamó. Yo estuve impreciso y respondí con evasivas hasta que dijo:
—¿Qué te pasa, cariño? ¿Es que estás enfermo? Mira, cielo, estoy preocupada por ti. ¿Prefieres venir tú o que vaya yo a cuidarte?
Con eso bastó. Esa misma noche, cogí el coche y fui a verla a Newark.
Luego intenté causar una discusión. Me mostré hosco, malhumorado, poco comunicativo y caprichoso, pero Bubbles, cuya irascibilidad era casi legendaria, siguió tan serena como la Mona Lisa. Sólo habló del baile de fin de curso, de lo que iba a ponerse, de a quién iba a conocer, de cómo iba a codearse con las debutantes más famosas de la temporada. Me estremecí. No tenía ni idea de cómo salir del aprieto, pero una cosa era segura: Bubbles no asistiría conmigo al baile de fin de curso.
Cuando llegó la semana del baile, supe lo que iba a hacer. Me limitaría a enviarle un telegrama a Bubbles diciéndole que estaba en la enfermería con alguna enfermedad muy contagiosa, y me escondería en Filadelfia hasta que la juerga llegase a su fin. Era un truco muy sucio, pero al fin y al cabo ella se las había arreglado para sacarme quinientos dólares sólo para la ropa de su debut entre los muros recubiertos de hiedra del templo del saber.
La noche del jueves previo al inicio de los festejos, estaba en mi habitación escuchando el disco
Bojangles
de Fred Astaire y haciendo a toda prisa el equipaje para escapar. Alex estaba tumbado en el sofá bebiendo una lata de Budweiser cuando sonó el teléfono. Era la tía Mame.
—Cariño —dijo—, ¿vas a venir a casa este fin de semana?
—No, tía Mame —respondí—, sabes que cuando voy siempre te envío una nota.
—¡Ah, sí!, qué tonta soy, pero ¿adónde vas a ir?
—Pues a Filadelfia —respondí con voz clara.
—¿Todo el fin de semana? —preguntó.
—Sí. ¿Por qué?
—¡Oh!, por nada, cariño. Sólo preguntaba. Entonces ¿no vas a estar en la facultad?
—Desde luego que no.
—Y ¿no volverás hasta el domingo por la noche?
—No, tía Mame —dije irritado ante la posibilidad de que hubiese descubierto mi humillante retirada—. ¿A qué viene todo esto?
—No es por nada, cariño —respondió con esa falsa inocencia que siempre me hacía sospechar de ella—. Sólo me preguntaba lo que iba a hacer mi tesorito el fin de semana. Probablemente yo me quede en casa con Marcel Proust.
—Pues dale recuerdos de mi parte —respondí—. A propósito, Alex está aquí. ¿Quieres hablar con él?
—¡Oh, no!, ¿por qué iba a querer? Dale recuerdos y dile que ya lo veré. Que te diviertas en Filadelfia, cariño.
Me pareció raro que llamase la tía Mame, pero, al fin y al cabo, era una mujer imprevisible. Alex me dedicó una larga y torva mirada y anunció su intención de acostarse.
—¿A quién vas a llevar al baile, Alex? —pregunté sin verdadero interés.
—¡Oh, a una chica cualquiera! —respondió escuetamente cerrando la puerta.
A la mañana siguiente, me levanté a las ocho. El telegrama que redacté:
HOSPITALIZADO CON DIFTERIA Y DESOLADO POR LO DEL BAILE STOP NO VENGAS, NO PUEDO RECIBIR VISITAS
me pareció una buena excusa para no asistir a clase de redacción ese día, y, en cualquier caso, todo el mundo se saltaba la clase de Escultura italiana de los siglos XIV, XV y XVI. Decidí marcharme pronto, con objeto de que nadie pudiera preguntar dónde estaba, y huir de la universidad antes de que empezara el gran fin de semana.
El enorme reloj cuadrado de las oficinas de la Western Union marcaba justo las nueve y media cuando terminé de escribir el telegrama con el que informaba a Bubbles de mi baja por enfermedad. Eso significaba que podía partir tranquilamente hacia Filadelfia y llegar allí a la hora de comer. Silbando
The Piccolino
, recorrí tranquilamente la acera y abrí la puerta del coche. La melodía murió en mis labios. Sentada en el asiento delantero estaba Bubbles.
—¡Sorpresa! —gritó—. ¡Aquí me tienes, cariño! Apuesto a que no me esperabas tan temprano, ¿a que no?
—Caramba, Bubbles —susurré.
—Chico, cualquiera diría que has visto un fantasma. Vamos, dame un besito. —Subí al coche en una especie de trance—. Pues sí, cariño, es que ayer el cocinero me dijo: «Qué demonios, sólo se vive una vez, cógete todo el fin de semana libre». Me levanté con los pájaros, cogí el tren de la mañana, una auténtica cafetera, por cierto, y se me ocurrió darte una sorpresa.
—Pues desde luego lo has conseguido —respondí, aturdido.
—No encontré taxi en la parada, así que decidí venir a pata, vi tu coche aparcado aquí, reconocí la matrícula de Nueva York y me senté a esperarte. Oye, cariño, espero que no hayas reservado una
suite
muy cara en el hotel, porque voy a alojarme con mi amiga Mavis.
—¿Mavis Hooper?
Mavis Hooper era la chica más golfa de la ciudad, hija ilegítima de la puta del pueblo y casi por completo carente de inteligencia, aunque se rumoreaba que su verdadero padre era Woodrow Wilson.
Con un enorme peso en el estómago llevé a Bubbles a la famosa casa de madera en las afueras del pueblo, donde vivía Mavis, y subí sus maletas nuevas de color azul pastel por las escaleras desgastadas por el paso de muchas generaciones de estudiantes de las artes liberales.
—Pasa y ponte cómodo, cariño —dijo Bubbles.
—No…, no puedo —balbucí—. Tengo clase de escultura.
—Vale, vale, profesor. Me lavaré un poco y luego paso por el campus a recogerte.
—¡Oh, no! ¡No hagas eso, Bubbles! Queda un poco lejos de aquí. Ya vendré yo a por ti. A las doce en punto.
—¡Estupendo! Así tendré ocasión de echar un vistazo. ¡Hasta luego, cariño!
La cabeza me daba vueltas cuando me puse al volante. Si alguna vez me las había dado de maquiavélico, lo cierto es que Bubbles me había superado con creces. Mientras conducía despacio hacia la residencia de estudiantes le fui dando vueltas al asunto. Si volvía a mi cuarto y me resignaba a lo peor, jamás podría explicar lo de Bubbles. Si desaparecía de la ciudad por una temporada, Bubbles, que era inquisitiva por naturaleza, se las arreglaría para localizar la residencia y organizaría una escena que se recordaría mucho tiempo en la vieja y querida Morgan House. Si me pegaba un tiro… No, decidí. Lo que haría sería volver a la residencia, coger algo de ropa y luego mudarme a una cabaña para turistas y tratar de alejar a Bubbles de la facultad todo lo posible.
Ese día condujimos treinta kilómetros para comer en un restaurante de la cadena Howard Johnson y luego di un largo rodeo para enseñarle el paisaje a Bubbles.
—¡Pero, cariño, mira qué hora es! Tengo que volver a cambiarme para el cóctel. Y ¿qué hay de la cena con baile en el club?
—¿Club?, ¿club? ¿Qué club? Pero si no pertenezco a ninguno.
—¿Que no perteneces a ninguno? Juraría que me habías dicho que eras miembro de…
—¡Ah, eso! —dije—. Dimití. Dimití hará cosa de dos meses. Eran todos un hatajo de esnobs. No era nada democrático. Escucha, Bubbles, ¿qué te parecería salir a cenar…, solos tú y yo?
—Bueno, de acuerdo —dijo con petulancia—, pero no he visto a un solo universitario desde que llegué a esta ciudad.
—Ya habrá tiempo para eso —respondí—. Sólo estamos a viernes.
Esa noche me las arreglé para mantener a raya a Bubbles hasta las tantas.
—Y ¿qué hay del desfile de antorchas y las debutantes neoyorquinas? —preguntaba sin cesar.
—El desfile de antorchas es como un montón de cerillas en la oscuridad y casi ninguna de las chicas de Nueva York viene hasta mañana. Esto está muy lejos.
—Sí, casi una hora y media en tren —admitió muy seria—. Bueno, pues llévame a ver tu cuarto. Apuesto a que es una auténtica leonera de soltero.
—No está permitido que entren chicas en las habitaciones —repuse enseguida.
—Mavis dice…
—Pues ahora está prohibido. No imaginas lo estrictos que se han puesto.
Me las arreglé para escapar a eso de la una y media y pasé una noche penosa en las Kabañas Roquetas y Konfortables, maldiciendo el día en que oí hablar de Newark.
A la mañana siguiente, recogí a Bubbles antes de que tuviese tiempo de salir a pasear por la ciudad y toparse con alguno de mis conocidos. Bajó las escaleras de casa de Mavis vistiendo un llamativo vestido de organdí de color verde intenso con un enorme sombrero de paja.
—¿Te gusta? —preguntó presumida, dándose la vuelta—. Espero que sí, cariño, porque con el dinero que me diste no me llegaba y tuve que apuntarlo en tu cuenta.
—Precioso —dije sin hacer aspavientos y pensando en el señor Babcock y la Knickerbocker Trust Company.
—En fin, ¿listos para el gran picnic de la cerveza? —Yo había previsto esa pregunta y llegaba provisto de la respuesta adecuada: un paquete de bocadillos de mortadela y una caja de cervezas frías que había comprado en una charcutería—. Pero bueno, cariño —lloriqueó Bubbles—, ¿cuándo vamos a ver a los universitarios?
Nuestro picnic no fue precisamente lo que podría llamarse un succès fou. Bubbles se sentó encima de un hormiguero y yo, que había olvidado llevar un abridor, me hice un gran corte en la boca al tratar de beber del gollete roto de una botella de cerveza. Sin embargo, cuando llegó la hora de la regata, fue imposible contener por más tiempo a Bubbles.
—Pero yo quiero ver la carrera de botes —decía una y otra vez.
No supe qué hacer. No daba la impresión de que fuese a ponerse a llover. Pasé a propósito por encima de una botella rota, pero los neumáticos siguieron como si tal cosa. Llegamos a la orilla del río justo cuando había más gente. Las pistolas de agua eran una novedad ese año, y durante la primera media hora Bubbles no se recató lo más mínimo en expresar de forma muy chillona y categórica la opinión que le merecían ciertos mocosos de Wellesley y Vassar que echaron a perder su vestido —o más bien el mío.
Con su organdí verde chorreando, Bubbles miraba desdeñosa a las chicas a las que ansiaba emular —iban vestidas con suéteres, faldas, blusas, faldas acampanadas, pantalones vaqueros y camisetas.
—No van demasiado elegantes, ¿no? —dijo con desprecio—. Mira, vayamos allí. Aquella gente parece muy agradable.
Miré hacia donde señalaba su dedo y vi a Biff, a Bill y a Jack, que tomaban cerveza muy alegres con un grupo de chicas guapas de Bennington.
—¡Oh!, seguro que no te caerán bien —dije atropelladamente—. Son un hatajo de niñatos. Además, conozco un sitio desde donde se ve mucho mejor la carrera.
—¿El principio o el final?
—El principio…, es mucho más interesante.
—¿Quién quiere ver empezar una carrera?
—Bueno, desde allí también se ve el final. Vamos.
La cogí del brazo y me aparté de la multitud. En ese momento, el Lincoln-Zephyr azul que era el orgullo de Alex llegó a toda velocidad. Se produjo una escaramuza de pistolas de agua que nos sorprendió a Bubbles y a mí en medio. Luego, el coche arrancó y se perdió de vista, pero no sin que yo oyese una voz argentina exclamar: «Pero esto es magnífico, querido. ¡Me siento como una niña pequeña!».
Me quedé clavado donde estaba. «No. Es imposible», me decía la voz de la razón.
—¿Has visto a esa zorra estirada de Park Avenue vaciarme todo ese trasto encima? Maldita sea, estoy tentada de…
—Vamos —dije sacándola de allí—, nos perderemos la carrera.
El claro de luna lo iluminaba todo cuando pasé a recoger a Bubbles la noche del gran baile. Todavía no había acabado de vestirse y tuve que esperarla en el salón de la maison Hooper, agarrotado e incómodo en mi traje de gala. Un par de estudiantes de primero llamaron al timbre y preguntaron por Mavis.
—Esta noche no, chicos —replicó con jovialidad la señora Hooper.
Uno de ellos me vio a través de la mosquitera de la puerta.
—¿Te han contratado para tocar el piano? —gritó.
Yo hice una mueca.
—Pues vaya con los mocosos —se rió la señora Hooper—. Cosas de críos, como suele decirse. Caray, si todavía recuerdo cuando tú mismo venías a menudo por aquí.
Al cabo de un larguísimo rato, apareció Bubbles. Si esa tarde había llamado la atención entre las sonrosadas universitarias, ahora brillaba como un faro en la oscuridad. Llevaba un vestido de lamé dorado, muy ajustado, con tiras de terciopelo rojo, y tenía los brazos cubiertos de vulgares brazaletes de bisutería. Una gargantilla de perlas falsas oprimía su cuello, y se había hecho un peinado a lo Pompadour que desafiaba la ley de la gravedad. También había sido generosa hasta el exceso en el uso de los cosméticos.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Toma, Bubbles —dijo la señora Hooper entrando en la habitación en zapatillas y arrastrando los pies—. Te había guardado el ramillete en la nevera.