—En el Old Coolidge House.
—¿El… el Old Coolidge House de Apathy?
La pregunta era del todo innecesaria. Como es natural, la tía Mame había escogido, en pro de la discreción, el único hotel del pueblo, que era el santuario de la Sociedad Histórica de Nueva Inglaterra y la sede de las Hijas de la Revolución Americana, los Descendientes del
Mayflower
, la Cámara de Comercio, el Rotary Club, la Watch and Ward Society y la junta directiva de la Academia de San Bonifacio.
—Sí, claro, en Apathy. He alquilado una
suite
bastante cómoda. Tenía que ayudar a la pobre Agnes a tener su bebé y necesitaba un sitio donde nadie nos conociera.
—¿Quieres decir —pregunté con calma— que de los cuarenta y ocho estados y el distrito de Columbia tuviste que elegir Massachusetts? ¿Y que de las mil ciudades de Massachusetts tuviste que escoger ésta?
—Naturalmente, cielo —repuso con una lógica verdaderamente desquiciante—. Sabía que considerarías tu obligación ayudar a la pobre Agnes.
—Pero has traído a la buena de Agnes justo al lado del colegio. Ese hotel es donde todo el mundo…
—Por supuesto, cariño. Necesitaba un lugar céntrico. Por eso lo escogí…, para tenerte más a mano y que pudieras ayudarme a traer una nueva vida al mundo y a que esa pobre flor marchita recupere su lozanía…
—Pero, tía Mame, me meteré en un lío terrible. Faltan sólo unas semanas para que salga de este sitio dejado de la mano de Dios. Pero seguro que lo descubren y…
—¡Bobadas! ¿Cómo van a descubrirlo? Llegamos amparadas por la oscuridad de la noche e incluso me tomé la molestia de registrarme con un nombre falso. He contratado a un médico de Boston que es la discreción personificada. En pocas semanas habrá nacido el bebé, le asignaré algún dinero a Agnes, la instalaré en alguna parte y luego… —hizo una pausa—, había pensado que tú y yo podríamos hacer un viajecito, por Europa diría yo, el resto del verano. ¿Te gustaría?
—¿Europa? —suspiré.
—Sí, cielo, Europa —dijo insinuante—, pero sólo a condición de que me ayudes a sacar a Agnes del aprieto. ¿Trato hecho?
Supe que estaba dando un paso fatal, pero Europa y sus grandes capitales fueron una tentación demasiado grande comparadas con la San Bonifacio y sus orinales.
—De acuerdo —respondí lúgubremente.
—¡De acuerdo! Ahora vayamos a reunimos con la pobre Agnes. —La tía Mame pagó la cuenta con un billete de cincuenta. Luego se cubrió la cara con el velo y salió con tanto misterio del local que noté cómo se clavaban en nosotros todas las miradas.
Su Rolls-Royce estaba aparcado en la calle con las cortinas echadas e Ito al volante. Una multitud de curiosos se había arremolinado para admirarlo y todos nos observaron y se quedaron murmurando y rascándose la cabeza cuando nos fuimos. Por suerte, la tía Mame, arrellanada en su asiento y fumando tras las cortinas del coche, no reparó en la expectación que estaba despertando. En primer lugar, nunca antes había habido un Rolls o un japonés en Apathy. En segundo, la San Bonifacio tenía un sistema de espionaje en el pueblo que habría dejado en ridículo a la mismísima GPU. Cuando los maestros no se dedicaban a patrullar personalmente el colegio, era porque estaban ocupados en labores de inteligencia en el pueblo. A unas tres manzanas de allí, vi al profesor de inglés, el entrenador de tenis y el cura. Este último incluso se quitó el sombrero e inclinó la cabeza cuando el enorme coche negro pasó con las cortinas echadas.
Estaba tan asustado de que me vieran fuera del recinto escolar que no presté mucha atención a lo que decía la tía Mame. Aunque habló sobre todo de la espiritualidad de la maternidad, la misteriosa belleza de la gestación y la serenidad del período de espera. Cuando le pregunté cómo lo sabía ella, me respondió que no fuese impertinente y afirmó que Agnes era una mujer distinta.
Como es lógico, me resistí a entrar en el Old Coolidge House, pero la tía Mame empezaba a impacientarse y me empujó hasta la puerta principal, donde me encontré cara a cara con el recepcionista: un informante a sueldo de la San Bonifacio. Lo primero que hizo, tras identificar la chaqueta de mi uniforme, fue preguntar si tenía autorización para estar fuera de la escuela. Así era mi colegio.
—¡Pues claro que la tiene! —le espetó la tía Mame, y me empujó tan deprisa escaleras arriba que el otro no tuvo ocasión de pedirme que se la enseñara.
Agnes nos abrió ella misma la puerta y luego cerró con llave. Estaba cambiada, aunque no logré apreciar la misteriosa belleza de su estado. En primer lugar, estaba enorme. Además, no había superado el breve coqueteo con la elegancia del que había disfrutado aquella fatídica noche de fin de año en que se fugó con Brian. Ahora mezclaba las tiendas de París con las agujas de ganchillo de Kew Gardens, por lo que parecía una mezcla entre una fulana y una bolsa de la ropa sucia. Se había fabricado su propio vestuario de futura mamá. También se había acostumbrado a utilizar mucho maquillaje, y lo hacía con un gusto horrible. Al verla andar a tientas, sin sus gafas de mojigata, vestida de forma tan vulgar y pintarrajeada como una prostituta, pensé menos en la belleza misteriosa de la que me había hablado la tía Mame y más en una perdida que estaba pagando el precio acostumbrado por la lujuria o la imprudencia.
Tampoco percibí ni rastro de espiritualidad ni serenidad. Siempre había sido de las que se compadecen de sí mismas, incluso sin motivos, y ahora que tenía razones sobradas para hacerlo no dejaba de verter lágrimas de auto-compasión. Me rodeó con sus brazos y lloró amargamente mientras el exceso de rímel corría formando fangosos riachuelos por sus mejillas pintadas con colorete. Todo su vocabulario parecía consistir en términos como «chica inocente», «estúpida», «libertina» o «mujer deshonrada». En fin, no pondría la mano en el fuego, pero Agnes estaba hecha un desastre.
Mientras Agnes se escarnecía de ese modo, la tía Mame se quitó parte del disfraz, se ahuecó el cabello, se sentó en el sofá estilo Imperio del salón y llamó a recepción para que nos enviaran algo de comer: ponche de huevo para Agnes, té para mí y un coñac para ella.
—Vamos, Agnes, suénate la nariz —ordenó la tía Mame—, y deja de sorberte los mocos. Sabes que no hay cosa que me moleste más. Bueno, cielo, ya ves lo fácil que va a ser. Henos aquí, una familia respetable para todo el mundo. —Al oírla, Agnes prorrumpió en un respetabilísimo torrente de lágrimas—. ¡Para de una vez, Agnes! —dijo la tía Mame—. Eso no puede ser bueno ni para ti ni para el bebé. Corres riesgo de deshidratarte, o algo por el estilo. Como iba diciendo —prosiguió—, henos aquí, una viuda misteriosa, su cuñada y un criado registrados en el Old Coolidge House hasta el momento del, ¡ejem!, parto. Incluso si los lugareños llegasen a reparar en nosotras, cosa muy improbable, no tendría nada de raro. Nos quedaremos recluidas aquí. Haremos que nos suban la comida. El médico vendrá de Boston una vez por semana. Haré que Ito te lleve recados y nos saque a dar alguna vuelta en el coche. Agnes puede dar un paseíto, seis kilómetros diarios, por las noches, cuando oscurezca. No tenemos más que esperar hasta que…, ¡ejem!, llegue el momento. Ya verás como, con un poco de dinero y una planificación cuidadosa, todo saldrá a pedir de boca.
—Vaya, qué bien pensado —respondí—. Pero ¿no podrías haber elegido la suite de un hotel de, digamos, Cleveland, Milwaukee, o Dallas, que son ciudades mucho más interesantes y en las que además da la casualidad de que no vivo yo?
—Cielo, ya ves que necesito tu ayuda.
—Pero ¿por qué, si vais a quedaros recluidas? ¿Qué puedo hacer, salvo meterme en un lío terrible en el colegio?
—Puedes hacer cuatro cosas —respondió lúgubremente la tía Mame.
—¿Qué… cosas? —pregunté. No me había gustado nada aquel tono.
—En primer lugar, te necesitaré para hacer recados. Hay tantas cosas que voy a necesitar, y supongo que una madre embarazada también tendrá sus necesidades. Tú conoces esta ciudad. Yo no. Además, sería peligroso que me viesen…
—¿Peligroso? —repliqué—. Si estuvieses matriculada en la Academia de San Bonifacio y te castigaran cada vez que te rascases el culo, sabrías lo que es peligroso…
—¡Patrick! ¡Cuida tu lenguaje! ¡Piensa en la influencia prenatal! Bueno, eso es lo primero. Lo segundo es ir de compras a Boston en mi lugar. La comida de aquí es deplorable…, buena para Agnes, claro, pero horrible para mí. No puedo enviar a Ito a una ciudad desconocida, así que mañana cogerás el coche e irás a S. S. Pierce a traerme una lata de…
—No puedo conducir tu coche. Ni siquiera tengo carné.
—Pues claro que puedes conducir. Si te enseñé yo misma. Y, si vas con cuidado, como espero que hagas, nadie se molestará en pedirte el carné. Yo tampoco tengo y mírame.
—¡Tía Mame! Quiero sacarme el título de bachillerato. Me expulsarán tan rápido que no…
—Por supuesto que te sacarás el bachillerato. La educación es algo maravilloso. Sigamos. En tercer lugar, necesito que juegues con nosotros al
bridge
. Estoy enseñando a Agnes el sistema Culbertson. Le sienta bien. Así tiene algo en lo que pensar.
—¿Algo en lo que pensar? —gimió Agnes.
—Cállate, Agnes. Sí. Y es muy buena alumna. Ito juega al Sims, y no lo haría mal si no se riese tanto y se concentrase un poco más. Te necesito para completar una mesa. —Insertó un cigarrillo en la boquilla y bebió delicadamente su coñac—. Pero el favor más importante que puedes hacerme…
Hizo una pausa.
—¿Cu… cuál es? —pregunté con suspicacia.
—El favor más importante que tengo pensado es que saques a pasear a Agnes.
—¿Qué?
—Que la saques a pasear. Seis kilómetros diarios después de que oscurezca. El médico insiste en que lo haga. Está engordando demasiado. La muy boba dice que le duelen los pies, pero yo opino…
—A usted también le dolerían, si hubiese venido andando desde Carmel, en el estado de California, hasta… —Agnes estalló en lágrimas y huyó torpemente a su habitación.
—¡Ya ves lo que habéis hecho! —me espetó la tía Mame—. ¡Todos sois iguales! ¡Pobrecilla Agnes! Tuvo que venir sola desde California, y ahora tú te niegas a sacarla a pasear por las noches.
Le respondí:
—¿No ves que es lo más absurdo que me has pedido jamás? Tienes todo el dinero del mundo. Podrías llevar a Agnes a cualquier clínica y esperar allí, atendida por médicos y enfermeras para asegurarte de que todo sale bien. Pero ¿se te ocurre hacer algo sensato? ¡No! La arrastras hasta este agujero dejado de la mano de Dios, delante mismo del colegio y de Dwight Babcock hijo. No tienes ni idea de bebés, y yo sé todavía menos, pero aun así esperas que escape de esa prisión y me ponga enteramente a tu servicio: viajecitos a Boston a comprar
pâté
y trufas; completar una mesa de
bridge
; hacer recados y sacar a pasear a la pobre Agnes como un perrito cada…
—París —dijo la tía Mame—. París, Roma, Londres, Viena, Cannes, Niza, Montecarlo, Venecia…
Interrumpí mi invectiva.
—Pe…, pero tía Mame, ¿cómo voy a escapar de la escuela? Me vigilan como a…
—Tonterías, cielo —dijo frívolamente apurando su copa—. Cualquiera puede escapar, si se lo propone. Yo misma no pasé una sola noche en la residencia de la señorita Rushaway, y cuando estuve en casa de la señora Smith nunca volví hasta las tantas. Sacaba el maniquí del armario, lo metía en la cama y me deslizaba por el…
—Resulta que no tengo ningún maniquí en el armario. Ni siquiera tengo armario. Sólo al bueno de Babcock hijo espiándome todo el tiempo y…
—Nápoles, Capri, Milán,
Firenze
, es decir, Florencia, querido, Deauville…
—Escucha, tía Mame, ni siquiera puedo entrar en el hotel sin un pase. Ya viste cómo el recepcionista…
—También he pensado en eso, Patrick. ¿Ves esa cuerda con nudos? No, ésa de ahí, al lado de la ventana. Pues bien, he descubierto que es la escalerilla de incendios de este hostal provinciano. No tienes más que silbar y te la echaré para que puedas trepar por ella. Cuando tengas que marcharte…
—Pero ¡si son tres pisos!
—Es un ejercicio estupendo para los brazos y los hombros, cariño.
—Acumulo ya tantas sanciones que el jefe de pasillo está…
—Amberes, Bruselas, Ostende, Atenas…
—Tía Mame, yo…
—¿Quedamos mañana, cariño? A las tres, y no te retrases. Espera que te echo la cuerda.
Dio unos pasitos hacia la ventana.
Me subí ágilmente al alféizar y miré hacia abajo.
—A propósito —dije—, ¿qué nombre estás utilizando, en caso de que tenga que ponerme en contacto contigo?
—¡Ah! —respondió—. Me alegro de que lo preguntes. Para mí, escogí uno muy astuto. Acorté mi apellido de Burnside a Burns y de nombre empleé mi apellido de soltera. Así que ahora soy doña Dennis Burns.
—¿Y Agnes?
—¿Agnes? ¡Ah, claro, cielo! Bueno, al registrarnos no se me ocurrió ningún nombre, así que escribí lo primero que me vino a la cabeza.
—Y ¿qué fue?
—Señora de Patrick Dennis.
Tardé un tiempo sorprendentemente corto en llegar al suelo.
* * *
Las tres semanas siguientes fueron un auténtico infierno. En el colegio vivía como un conspirador y fuera de él como un fugitivo. Además, escapar de la San Bonifacio no era tarea fácil. No sólo pasaban lista todo el día y comprobaban las camas cada noche, sino que había una compleja red de espías entre los profesores y también algo llamado «Patrulla Estudiantil», un cuerpo casi oficial compuesto por los chicos más impopulares del colegio, siempre dispuestos a denunciar la menor infracción. Un año en la San Bonifacio era una preparación excelente para cualquiera que tuviese que vivir en un estado policial.
Por si fuera poco, Babcock hijo estaba siempre rondándome. Habíamos compartido habitación desde mi primer día en San B., no porque nos cayésemos especialmente simpáticos, sino porque su padre, mi fideicomisario, quería tenerme vigilado. No habría podido escoger mejor informador que su propio hijo: un pelota, abusón y santurrón, amén de cobarde, chivato y nada de fiar. Sufría ataques periódicos de conjuntivitis y tenía un acné perpetuo. Olía a toallas rancias y roncaba. No obstante, tengo que decir que el bueno de Babcock hijo dormía como un tronco, y eso facilitaba las cosas a la hora de escapar.
Mis servicios se convirtieron en una especie de rutina. Me escabullía cada tarde a las tres, después de pedirle a alguien que respondiera por mí cuando pasaran lista en el patio. Luego iba al hotel, trepaba por la cuerda hasta la
suite
de la tía Mame y hacía los recados que me pedía. Dos veces por semana conducía hasta Boston para hacerle la compra. El coche llamaba tanto la atención como un órgano a vapor, pero yo había tomado la precaución de procurarme un disfraz: una chaqueta de
tweed
, un sombrero blando y una pajarita a lo músico de jazz comprada en Filene's, por lo que al menos la gente no reconocía a un kilómetro la gorra, la chaqueta y la corbata de la San Bonifacio. Añadí también un par de gafas oscuras. La tía Mame opinó que parecía un auténtico pordiosero y preguntó por qué no había ido a comprarme algo más elegante a J. Press. Pero el disfraz me sirvió para pasar delante de las narices de la mujer del director sin que me reconociese.