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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame (31 page)

—¡Uf, ya estamos con la misma monserga de siempre! —chilló la niña de mayor edad.

—Como iba diciendo —repitió la tía Mame en voz un poco más alta—, puesto que vamos a vivir juntos una temporada, necesito saber cómo os llamáis. Empieza tú —dijo con cordialidad al mayor de ellos.

—Llámame Jack el Destripador, monada —gritó mostrando una dentadura muy descuidada. Los demás se partieron de risa.

—Encantada, Jack —dijo la tía Mame.

—No le haga caso —soltó la señorita Pringle—. Se llama Edmund Jenkins y es de la mismísima piel del diablo.

—Jack o Edmund, me caes igual de simpático —repuso la tía Mame con una radiante sonrisa—. Y ¿tú como te llamas? —preguntó señalando con la cabeza a una niña más desarrollada de la cuenta.

—Soy lady Iris Mountbatten, su Alteza —respondió desdeñosa, con un marcado acento cockney.

La señorita Pringle perdió la paciencia. Se adelantó y le propinó un bofetón a la niña.

—Gladys Martin, cuida tus modales, ¡mujerzuela descarada!

—Por favor, señorita Pringle —se interpuso la tía Mame—. Si quiere que la llamemos Iris, será un placer complacerla. Y ¿tú? —preguntó a la siguiente.

—Dile cómo te llamas y nada de bromas —gruñó la señorita Pringle.

—Enid Little, señora —dijo la chica.

—Muchas gracias, Enid. Eres una señorita muy educada.

Gladys/Iris soltó un resoplido muy desagradable.

—Yo me llamo Albert, señora —anunció una vocecilla afectada—. Albert Andrews, y ésta es mi hermanita pequeña, Margaret Rose. —Albert era un niño encorvado aquejado de vegetaciones, y su hermana, la más joven del grupo, era una guapa jovencita de unos seis años.

—Encantada de conoceros —respondió con elegancia la tía Mame—. Estoy segura de que Margaret Rose será nuestra princesita.

—Furcia barata…—dijo una voz.

La tía Mame se volvió hacia el que había hablado.

—Vaya, hombre, un pelirrojo tan guapo como tú…, ¿y no te cae bien nuestra princesita Margaret Rose?

—No.

—Bueno, ¿y no vas a decirme cómo te llamas?

—No.

—Se llama Ginger —respondió Albert con una aduladora sonrisa.

—Encantada de conocerte, Ginger. Choca esos cinco —dijo la tía Mame extendiendo la mano.

—No.

—De acuerdo, si no te apetece… Bueno, ¿queréis que vayamos a tomar el té a nuestra nueva casa?

Se produjo un clamor general. Por fin, los niños apilaron su equipaje en la ranchera y se metieron en ella. La señorita Pringle se sentó delante con la tía Mame, y yo me senté detrás, al lado de Gladys/Iris, con los demás niños apiñados a nuestro alrededor. Habría jurado que Gladys me rozaba a propósito con los pies todo el viaje de regreso.

Mientras atravesábamos Quogue estalló una pelea, pero la tía Mame evitó una guerra abierta gritando:

—¡A cantar, a cantar! ¿Qué os apetece cantar?

—Cantemos la canción de «La cabra, la cabra, la puta de la cabra» —chilló Edmund. La señorita Pringle se volvió con el puño en alto, pero la tía Mame suavizó las cosas diciendo:

—Me temo que no conozco esa canción, Edmund.

—Yo sí —respondí.

Al final, cantamos
Begin the Beguine
, por sugerencia de Gladys, que me susurró: «Esta canción hace que me ponga de lo más apasionada».

Llegamos a la Posada Peabody a las seis. Ito había colocado arreglos florales japoneses en todos los jarrones, pero al cabo de quince minutos de la llegada de los niños fue evidente que sus esfuerzos habían sido en vano.

—Bueno, niños —dijo la tía Mame con un temblor nervioso en la voz—, lo primero que debemos hacer es escoger los dormitorios. Hay un montón de ellos en esta casa tan antigua. ¿No os parece preciosa?

—No —respondió Ginger.

—Bueno, Ginger —prosiguió diplomática la tía Mame—, seguro que acabará gustándote. En otra época fue una famosa posada, cuando nuestro país estaba en guerra con los ingl… Bueno, el caso es que fue una posada muy famosa. Será mejor que escojamos los dormitorios. —Subió con elegancia por las escaleras, con los niños dando pisotones tras ella—. Las damas primero. Gladys, ¿dónde te gustaría dormir?

—Con él —dijo señalándome con una sonrisa picarona.

—¡Oh! —respondió la tía Mame—. Bueno, me temo que en la habitación de Patrick sólo hay una cama.

—No me importa —repuso Gladys, mirándome con ojos golosos.

Por fin repartimos las habitaciones del segundo y del tercer piso.

—Y ahora —gritó la tía Mame—, deshaced vuestras maletas, haced el favor de lavaros y tomaremos el té en la biblioteca. Vamos, Patrick. Vamos, señorita Pringle, dejemos que se pongan cómodos. —La seguimos escaleras abajo—. Mire, señorita Pringle, le he reservado un dormitorio con saloncito en la planta baja, para que pueda escapar de los niños de vez en cuando. ¡Oh!, ¿no ha traído usted equipaje, señorita Pringle?

—Desde luego que no.

—Pero, señorita Pringle, no entiendo…

—Escuche, señora Burnside, me dijeron que iba a hacerse cargo usted. Yo me vuelvo a Nueva York.

—Pero, señorita Pringle —dijo la tía Mame—. Tenía entendido que venía usted con los niños como una especie de supervisora, igual que hizo con la señora Armbruster. Su salario es…

—Mire, querida, no pasaría una noche más bajo el mismo techo que esos niños sin futuro ni por un millón de dólares.

—Pero, señorita Pringle —dijo muy confundida la tía Mame—, ¿quién se ocupará de los baños, la ropa y todos esos detalles? Yo había dado por hecho que…

—Pues lo único que yo doy por hecho es que no seré yo quien lo haga. Mire, señora Burnside. Comprendo su punto de vista. Es muy patriótico y desinteresado, como en
Un mundo
y demás libros parecidos. Yo misma era así hace apenas doce meses. Acababa de licenciarme en Hunter y era una psicóloga de sólo veintiún años. Míreme ahora: ¡tengo canas! Soy la decimoséptima mujer que desempeña este empleo en tan sólo un lustro. La chica que me precedió sufrió un colapso nervioso. ¡Debería usted verla! Ocho meses con esos demonios son suficientes para mí. No se moleste en llevarme a la estación. He cobrado mi sueldo y se lo agradezco. Usted no sabía en qué lío se estaba metiendo y lo lamento de verdad…, se lo aseguro. Pero me vuelvo hoy mismo a Nueva York, aunque tenga que ir andando. Dios, iría a pie hasta San Francisco, con tal de librarme de ellos. —Señaló con el pulgar hacia las escaleras—. Adiós y buena suerte, espero que no acabe usted debajo de una lápida como la señora Armbruster.

Salió por la puerta.

Nos quedamos solos, nosotros dos e Ito, con seis pequeños salvajes gritando a pleno pulmón. Los niños ingleses odiaban el té.

—Yo no quiero esa mierda —dijo Edmund e insistió en tomarse una Coca-Cola.

La cocina de carbón, también una antigüedad, demostró tener una aversión inmediata por Ito y la tía Mame, y la pobre se hizo una quemadura. También quemó la sopa y se cortó al hacer los bocadillos. Las naranjas que dio a los niños fueron un terrible error y las vigas de madera auténtica del comedor de la señorita Peabody estuvieron varios días goteando zumo y pepitas. A Ito le aterrorizaron aquellos niños y se refugió en la cocina, demasiado asustado para ser de utilidad aquella noche, por lo que la tía Mame y yo tuvimos que lavar los platos.

—Ahora id a jugar a la otra habitación, niños —dijo la tía Mame con fingida alegría—, y dentro de una hora todos a dormir.

—¿Estás segura de poder manejarlos? —pregunté, lúgubre, mientras secaba la valiosa vajilla Lowestoft de la señorita Peabody.

—Por supuesto que sí, cariño, y más ahora que puedo contar con tu ayuda. La verdad, casi me alegro de que se haya ido la tal Pringle. No tenía ni la menor idea de cómo tratar a los niños. Es necesario guiarlos, no conducirlos. Al fin y al cabo, estos niños han vivido una experiencia muy traumática. Las bombas, el temor, la inseguridad, el ver cómo los arrancaban de sus hogares y los enviaban al extranjero. Y luego que les llevasen de aquí para allá un montón de empleadas como la señorita Pringle, interesadas sólo por su sueldo. Ya verás como, a base de consejos amables y una cariñosa comprensión, haremos maravillas. Por supuesto, necesitaré que haya un hombre en la casa —añadió a toda prisa—. Sobre todo uno que ha combatido con el ejército británico y a quien pueden idealizar como a un héroe. A propósito, tengo un libro espléndido sobre educación infantil. Quiero que lo leas esta noche. No tenemos un momento que perder.

Tenía razón. Los niños estaban jugando en el salón. Al cabo de un par de días aprendí que cuando un juego es silencioso suele ser peligroso. Entramos de puntillas y vimos a las chicas apoyadas en la pared, con las manos en las caderas, contoneándose de manera obscena mientras los chicos pasaban por delante observándolas con detenimiento.

—¿A qué estáis jugando, Albert, querido? —preguntó la tía Mame.

—Al puente de Waterloo, señora —respondió Albert en tono remilgado.

—¿Y cómo se juega, cariño?

—Las chicas son prostitutas y nosotros las estamos escogiendo.

La tía Mame se quedó boquiabierta.

—¿Qué tal un revolcón por dos peniques, Mame, encanto? —dijo Edmund con una sonrisa rijosa.

—¡Cuida tus modales, mocoso! —grité.

—Patrick, por favor. No debes olvidar el estado neurótico de estos pequeños —dijo la tía Mame—. Bueno, niños, creo que será mejor dejar este juego. Es hora de acostarse y debemos descansar para prepararnos para las alegrías de mañana. Patrick y yo os ayudaremos a desvestiros.

—Estos niños son mayorcitos para desvestirse solos —murmuré.

—Es muy importante la primera noche —susurró la tía Mame—. Eso establecerá la intimidad de la relación materna y paterna.

Una vez arriba se produjo cierta confusión respecto a quién iba a desvestir a quién. Edmund, que tenía quince años y era más precoz de lo deseable, quería que lo hiciese la tía Mame, y Gladys insistía en que fuese yo. Rechazamos su propuesta. Empecé por Albert. Creo que, en realidad, era el más odioso, aunque es difícil saberlo. Sin embargo, también era el más fácil de manejar. Era tan mojigato, pelota, chivato y cobarde que siempre estaba deseando caer en gracia. Después de meter a Albert en la bañera, lo intenté con Ginger, un crío de ocho años, que era el niño más hosco, taciturno y negativo que he visto en mi vida. Luego me volví hacia Edmund.

—Tócame un pelo y gritaré tanto que echaré la casa abajo —gruñó.

—Estupendo —respondí—, métete sólito en la cama.

—Puede que lo haga y puede que no.

—Te apuesto algo a que sí —dije cogiéndole del hombro.

—Quítame las sucias manos de encima y bésame el culo —dijo agachándose.

—De acuerdo, Edmund —respondí—. Mira, sin manos. —Me aparté y le propiné una patada que lo envió al otro extremo de la habitación. Empleé la pierna mala y el dolor fue terrible, pero valió la pena. Edmund se metió debajo de las sábanas.

Me acosté a eso de la medianoche y traté de leer
El niño del siglo XX
. Había llegado a un capítulo muy interesante: «La masturbación: ¿un pecado o un aviso?», cuando oí llamar suavemente a la puerta.

—¿Quién es? —pregunté.

—Soy yo. Gladys.

—¿Qué quieres?

—Tengo frío.

—Hay otra manta en el armario.

—Vamos, guapo, déjame meterme contigo en la cama y muérdeme un poco —murmuró de forma nada insinuante a través de la puerta.

—Vuelve a tu habitación —rugí—, o te atizaré en el culo de tal modo que no podrás volverte a sentar en un año.

—Sádico —respondió con una risita, y se alejó de puntillas.

* * *

No he pasado un verano peor en toda mi vida. Aquellos inglesitos eran suficientes para convertir a Winston Churchill en acérrimo partidario de Hitler. Gladys, a sus trece años, era una ninfómana promiscua. Edmund, a sus quince, era un completo rufián con halitosis y un caso avanzado de satiriasis. Nunca entendí por qué no buscaron consuelo el uno en el otro, pero eso habría sido demasiado amable por su parte. Edmund tenía los ojos puestos en la tía Mame y Gladys se había propuesto conquistarme a mí.

Enid tenía once años y era cleptómana. Siempre que faltaba algo, bastaba con registrar el cuarto de Enid para encontrarlo. Ginger era un hijo ilegítimo que echaba por tierra la teoría de que los hijos del amor son los más encantadores. Jamás le oí responder sí a nada. Albert tenía diez años y era sencillamente despreciable, y su hermanita Margaret Rose, aunque fuese con mucho la mejor del grupo, mojaba constantemente la cama y tampoco era ninguna ganga.

Pero la tía Mame siguió en sus trece y se mantuvo fiel a su psicología. No hacía más que insistir en que los niños estaban mejorando, aunque yo no notaba el menor progreso. Los tesoros de la casa de la señorita Peabody fueron desapareciendo tan deprisa que apenas podíamos llevar la cuenta. El retrato del coronel Peabody pintado por Sully se convirtió en una diana para jugar a los dardos. A un primitivo de valor incalculable de una tal señorita Chastity Peabody le crecieron barba y largos bigotes. Cada día añadíamos una nueva rotura al inventario. En su mejor día, los niños se las arreglaron para destruir objetos por valor de cuarenta mil dólares; el día más flojo sólo por unos míseros trescientos. A pesar de lo rica que era la tía Mame, a mí se me helaba la sangre en las venas. Los intentos con la terapia cromática no fueron demasiado eficaces. Ese verano pintaron una docena de veces el empapelado auténtico. Al principio, la tía Mame trató de interesar a los niños por la belleza y les permitió escoger el color en que querían que pintaran las paredes. Pero, al final, eso acabó por carecer de importancia. Cuando las paredes eran de colores claros, los niños garabateaban obscenidades a lápiz. Cuando se trataba de colores oscuros, empleaban tiza. Rajaron los neumáticos de la ranchera y la tía Mame, que se resistía patrióticamente a comprar nada en el mercado negro, no tuvo más remedio que gastar una pequeña fortuna en adquirir un juego de ruedas nuevo. El precioso jardín de la señorita Peabody acabó levantado. Uno por uno, desaparecieron los montantes de vidrio soplado. Las sillas Chippendale, el banco de madera de olmo y las camas con dosel se desintegraron como por arte de magia. En un esfuerzo por apartar a Gladys de la revista de cine Silver Screen y aficionarla a «algo con un valor más duradero», la tía Mame le hizo tomar clases de piano, pero la noche que Gladys nos ofreció un recital improvisado, tocó el primer acorde de
That Old Black Magic
con tanta fuerza en el clavecín de la señorita Peabody, que reventó el instrumento por completo. Gladys volvió a Silver Screen.

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